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los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos,
merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus
alabanzas.
Después de nombrarla a la
Virgen, el sacerdote nombra a los amigos de Jesús, que son
los santos: “los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los
tiempos”. Y como pasó con la
Virgen, que el sacerdote la nombra para que nos demos cuenta
que Ella está en persona, también nombra a los amigos de Jesús, los Apóstoles y
los santos, para que también nos demos cuenta de que en la Misa están todos los santos
presentes.
¿Cuántos santos hay? Muchísimos, muchos más de los que nos podemos
imagina, porque hay muchos santos que no los conocemos; si tuviéramos que
escribir las vidas de todos los santos que hay en el cielo, no alcanzarían
todos los libros de la tierra.
En la Misa,
están los santos que conocemos, y aquellos a los que les tenemos más cariño.
Por ejemplo, el Padre Pío, la Madre Teresa
de Calcuta, Santa Bernardita, Santa Teresa de Ávila, San Ignacio de Loyola, San
Josemaría Escrivá, y muchos, muchísimos más, tan numerosos, que no los
podríamos contar.
Por esto, tenemos que saber que si le rezamos a un santo una novena,
para que interceda por nosotros, en la
Misa ¡lo tenemos en persona!
¿Y qué hacen? Adoran y aman a Jesús, y están tan pero tan alegres y
felices, que no lo pueden casi creer.
¿Y qué hicieron los santos para estar en el cielo y acompañar a Jesús en
la Misa, cuando
baja del cielo al altar?
Lo que hicieron los santos fue darse cuenta que la vida de la gracia es
muchísimo más valiosa que cualquier bien material de esta tierra. Ellos sabían
que la más pequeñísima gracia recibida de Dios –un buen pensamiento, un buen
deseo, alegrarme de los bienes del prójimo, no contestar mal, ser pacientes,
sacrificados, y cosas pequeñas por el estilo-, valen infinitamente más que todo
el oro y toda la plata y todos los diamantes del mundo.
Los santos se dieron cuenta del tesoro enorme que hay en los
sacramentos, sobre todo la confesión y la Eucaristía, y no dejaron nunca de acudir a ellos.
Sabían que la confesión y la
Eucaristía eran como manantiales de agua cristalina,
fresquita, transparente y riquísima, en un día de mucho calor y sed. Sabían que
en la confesión recibían no solo el perdón de los pecados, sino también el
aumento de la gracia santificante, que los prevenía para no pecar y para poder
vivir tranquilamente como hijos de Dios. Sabían que la Eucaristía es el tesoro
más grande y maravilloso y valioso de todos los tesoros de la tierra; que
comparada con la Eucaristía,
todos los tesoros del mundo, y todas las cosas lindas del mundo, son como
cenizas o como sombras, que no valen nada, porque la Eucaristía es Jesús,
que es Dios Hijo en Persona, y sabían que Él da, a todo el que se le acerca, toneladas
y toneladas de amor sin medida, y ellos preferían estar con Jesús y acompañarlo
en el sagrario, antes que aburrirse con las diversiones pasajeras del mundo.
Y como los santos sabían del grandísimo valor que tenía la gracia, ellos
eligieron perder la vida antes que pecar, como dijo Santo Domingo Savio en el
día de su Primera Comunión: “Yo quiero comulgar todos los días de mi vida, y
como el pecado no me deja comulgar, prefiero morir antes que dejar de comulgar,
antes que dejar de recibir al Sagrado Corazón de Jesús, que late de amor en la Eucaristía por mí”.
Y en esto siguieron a Jesús, que en el Evangelio dice: “Si tu mano, tu
pie, tu ojo, es ocasión de pecado, córtatelo, porque más vale que entres manco,
rengo, y con un solo ojo al cielo, que vayas al infierno con todo el cuerpo
sano”. Y es lo que decimos cada vez que rezamos el pésame: “Antes querría haber
muerto que haberos ofendido”. Estamos diciendo que no solo preferimos quedarnos
sin una mano, sin un pie o sin un ojo, sino que preferimos ¡morir! antes que
pecar, antes que alejarnos del Amor de Dios.
Porque el pecado es como cuando alguien, en un día de sol y de cielo
celeste, alejándose de la compañía y protección de sus papás y de sus seres
queridos, se interna en una cueva oscura, fría, llena de animales venenosos,
como serpientes y arañas gigantes, alacranes y escorpiones; el
pecado es como apartarnos de los seres queridos por propia voluntad, para ir a estar en un
lugar oscuro, frío y lleno de peligros mortales.. Pero es mucho peor que esto, porque el que peca se acerca a los demonios, los ángeles caídos, que son mucho más terribles que las serpientes o las arañas.
La vida de la
gracia, en cambio, es como estar en ese día de sol y de cielo celeste y despejado, junto a
quienes más amamos en la vida, nuestros padres, hermanos y seres queridos, pero es mucho más lindo que eso, porque el que está en gracia, tiene a Jesús en el corazón, y es llevado por la Virgen en sus brazos, com un niño pequeño, y no se puede tener mayor alegría que tener a Jesús en el corazón, y no se puede estar más seguros que en los brazos de la Virgen.
Los santos sabían muy bien qué significaba el pecado, la pérdida de la
vida de la gracia, y por eso preferían antes la muerte que pecar.
En la Misa,
les pidamos a los santos que más conocemos y queremos, que nos concedan esta
gracia: antes morir que pecar; antes morir que apartarnos de ese Sol de Amor
infinito que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
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