Muchas veces pensamos que nuestras comuniones son algo
común, intrascendente, a juzgar por la manera indiferente y la falta de preparación interior -actos de fe, de amor y adoración- con la cual
comulgamos. Pensamos que basta con levantarnos del asiento y acercarnos a
comulgar, para luego volver a nuestro lugar y esperar el fin de la Santa Misa. Pensamos
que no importa lo que pensemos en el momento de la comunión, que casi nunca es,
paradójicamente, pensar en la comunión, sino en los asuntos más banales e
intrascendentes. Pensamos que no importan nuestros pensamientos, ni lo que hayamos hecho más o menos recientemente, ni el estado en el que está nuestra alma al momento de comulgar. Creemos que la comunión pasa desapercibida, como pasa
desapercibido quien en la multitud come un poco de pan a escondidas. Y sin embargo, Jesús en
la Eucaristía tiene ante sí nuestros pensamientos más ocultos y nuestros deseos
más ocultos, sobre todo en el momento de la comunión. Y se queja de nosotros,
los cristianos católicos, que deberíamos comulgar y llorar de alegría en cada
comunión, si al menos no exteriormente, por lo menos sí interiormente. Jesús le
dice así a Santa Gemma Galgani, refiriéndose a las comuniones –en donde
recibimos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús- de los cristianos: “Nadie se
cuida ya de Mi amor; Mi corazón está olvidado, como si nada hubiese hecho por
su amor, como si nada hubiera padecido por ellos, como si de todos fuera
desconocido. Mi corazón está siempre triste. Solo Me hallo casi siempre en las
iglesias, y si muchos se reúnen, lo hacen con motivos bien distintos de los que
Yo quisiera; y así tengo que sufrir viendo a mi Iglesia convertida en teatro de
diversiones; veo que muchos, con semblante hipócrita, me traicionan con
comuniones sacrílegas”[1].
Si nos parecen duras las palabras del Señor, es porque más
duros son nuestros corazones en el momento de comulgar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario