La Iglesia celebra la conversión de San Pablo, por lo que es
conveniente recordar en qué consiste la conversión. Ante todo, hay que decir
que la conversión, una obra del espíritu, no es el fruto de las fuerzas
naturales de la creatura, sino un don que viene de lo alto, una gracia que
brota del Corazón mismo de Dios Trino: “El Evangelio anunciado por mí no es
cosa humana; (…) y no lo recibí de hombre alguno, sino por revelación de
Jesucristo” (Ga 1, 11-12; 2Co 11, 10.
cfr. 7). Esto significa que la conversión permite que el alma realice en un
giro de 180º en su cosmovisión y en su concepción de Dios, del mundo y de la
vida eterna, y significa también que el alma es incapaz de obrar la conversión,
sino es por medio de la gracia santificante.
Ahora bien, ¿en qué consiste la conversión? Lo dice el mismo
Señor en las Escrituras: “A éstos te envío ahora para que les abras los ojos y
se conviertan de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás a Dios; para que
por la fe en mí reciban el perdón de los pecados y su parte en la herencia de
los justos” (Hch 26, 16b-18). La conversión,
entonces, consiste en que el alma tiene su sentido espiritual –los ojos del
alma- cerrado a la vida eterna -y a esto se refiere la Escritura cuando habla
de “abrir los ojos”-, además de estar bajo el dominio de Satanás. Por la gracia
santificante el alma “abre los ojos del alma” y es liberada del poder de
Satanás, ambas acciones las cuales no puede hacer, de ninguna manera, sin la
ayuda de la gracia.
La
conversión, de orden espiritual, es un cambio cualitativo de la misma, un salto
hacia lo sobrenatural, propiciado por el Espíritu de Dios que actúa en el alma.
Se traduce en el orden existencial, y así es cómo San Pablo pasó, de ser
perseguidor de Jesucristo y su Iglesia, a ser un instrumento elegido por el
mismo Jesucristo para propagar la Buena Nueva del Evangelio.
Antes
de la conversión, el alma está movida por su propio orgullo; luego de la
conversión, quien mueve al alma es la gracia del Espíritu Santo.
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