En el año 1885, había en Uganda un rey llamado llamado
Muanga, quien además de ser contrario al Sexto Mandamiento, tenía como primer
ministro a un brujo llamado Katikiro, el cual odiaba profundamente a los que se
convertían al catolicismo, pues ya no se dejaban engañar por sus brujerías[1]. Fue
este brujo quien le propuso -y finalmente convenció-, al rey de que debía hacer
morir a todos los que se declararon cristianos.
Desde
ese momento, el rey Muanga, cruel y sanguinario, siguiendo el consejo del
brujo, comenzó a perseguir a todos los que se declararan cristianos católicos. Reunió
a todos sus mensajeros y empleados y les dijo: “De hoy en adelante queda
totalmente prohibido ser cristiano, aquí en mi reino. Los que dejen de rezar al
Dios se los cristianos, y dejen de practicar esa religión, quedarán libres. Los
que quieran seguir siendo cristianos irán a la cárcel y a la muerte”. Y luego
les dio esta orden: “Los que quieran seguir siendo cristianos darán un paso
hacia adelante”. Inmediatamente Carlos Luanga, que desempeñaba el cargo de jefe
de todos los empleados y mensajeros del palacio, dio el paso hacia adelante. Lo
siguió el más pequeño de los mensajeros, que se llamaba Kisito. Y enseguida 22
jóvenes más dieron el paso decisivo. Inmediatamente entre golpes y
humillaciones fueron llevados todos a prisión, dando así comienzo a su calvario,
que finalizaría luego en el martirio que los conduciría al cielo[2]. Una
vez en la prisión, y antes de ser ejecutado, Carlos Luanga alcanzó a
administrar el bautismo a algunos de los jóvenes que no habían recibido todavía
este sacramento que los convertía en hijos de Dios y les abría las puertas del
Reino de los cielos.
El
rey Muanga los volvió a reunir y les preguntó: “¿Siguen decididos a seguir
siendo cristianos?”. Y ellos respondieron a coro: “Cristianos hasta la muerte”.
Entonces por orden del cruel ministro Katikiro fueron llevados prisioneros a 60
kilómetros de distancia por el camino, y allí mismo fueron asesinados por los
guardias[3]. El
3 de junio del año 1886, día de la Ascensión, los envolvieron en esteras de juncos
muy secos, y haciendo un inmenso montón de leña seca los colocaron allí y les
prendieron fuego. Entre las llamas salían sus voces aclamando a Cristo y
cantando a Dios, hasta el último aliento de su vida. Por el camino se llevaron
los verdugos a dos mártires más, ya mayores de edad. El uno por haber
convertido y bautizado a unos niños (San Matías Kurumba) y el otro por haber
logrado que su esposa se hiciera cristiana (San Andrés Kawa). Ellos se unieron
a los otros mártires (de los cuales 17 eran jóvenes mensajeros) y en total
murieron en aquel año 26 mártires católicos[4].
El
rey Muanga estaba doblemente contrariado con San Carlos Luanga y el resto de
los mártires: porque no querían ceder a sus insinuaciones contrarias a la
castidad y porque no querían adorar a los falsos dioses de la brujería. San
Carlos Luanga y los demás mártires defendieron con sus vidas su fe y su
castidad; defendieron con sus vidas la verdad de que “el cuerpo es templo del
Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19) y de
que Jesucristo es Dios Hijo encarnado y que por lo tanto, es el Único Dios que debe
ser adorado. De esa manera, San Carlos Luanga y sus compañeros mártires se
convierten en luminosos ejemplos para nuestros oscuros días, en donde la marea
de impureza corporal –se aceptan las faltas a la castidad y a la pureza como
norma de vida- y espiritual –la impureza espiritual consiste en adorar a ídolos
neo-paganos, en vez de adorar al Único Dios verdadero, Jesucristo, en la
Eucaristía-, representada en la secta neo-pagana y luciferina de la Nueva Era,
amenaza con conducir a toda la humanidad al Abismo del cual no se retorna.
San
Carlos Luanga y compañeros mártires defendieron con sus vidas las dos verdades
arrasadas hoy por la impureza carnal y por el neo-paganismo satanista de la
Nueva Era: la castidad del cuerpo y la pureza inmaculada de la fe en Jesucristo
como Hombre-Dios, Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la
Eucaristía. Prefirieron perder sus vidas antes que perder la comunión de vida y
amor con el Cordero de Dios, y por ese motivo, gozan por la eternidad de su
Presencia y lo adoran por siglos sin fin en el Reino de los cielos.
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