Uno de los aportes más significativos de ese gran filósofo,
teólogo y santo que fue Santo Tomás de Aquino, es el relativo a la Cristología,
porque gracias a su metafísica del Acto de Ser, profundiza en la divinidad de
la Persona de Cristo, según la dirección que ya había sido dada por el Concilio
de Calcedonia: “una única persona en dos naturalezas, humana y divina”[1]. Santo Tomás afirma que la
Persona en la que se unen las dos naturalezas, es la divina –es decir, la
Segunda de la Santísima Trinidad-, y para hacerlo, recurre a su metafísica del
ser: puesto que lo que da realidad y unidad a toda cosa es el acto de ser,
entonces, el acto de ser –actus essendi-
de la Persona divina de Cristo es el mismo acto de ser que da realidad a su
naturaleza humana[2].
Pero el valor de la cristología de Santo
Tomás no reside solo en su precisión filosófica y teológica, sino también en su
dimensión espiritual y mística, puesto que Santo Tomás coloca al Amor de Dios
como el motor principal y exclusivo de la Pasión de Jesucristo, y lo hace de tal
manera, es decir, le da un puesto tan central al Amor en la Pasión y Muerte en
cruz de Jesucristo, que la cristología se califica como “cristología de la cruz”
y “cristología del amor”.
Para Santo Tomás, la cruz y el amor, el amor y la cruz, son
los elementos sobrenaturales que explican el misterio pascual de Jesucristo:
Jesucristo crucificado revela, de parte de Dios, su amor infinito, porque al
deicidio de su Hijo por parte de los hombres –somos todos los hombres quienes
matamos a Jesús en la cruz, con nuestros pecados-, Dios no responde
fulminándonos con un rayo de su Justa Ira, como bien podría hacerlo,
satisfaciendo así a la Justicia Divina, sino que responde con su Divina
Misericordia, porque Jesús en la cruz es el signo del perdón divino y su Sangre
derramada es el sello con el cual Dios nos besa y nos perdona; de parte del
hombre, Jesucristo crucificado pone al descubierto la extrema miseria y maldad
que anidan en el corazón humano, y esto como consecuencia del pecado original,
porque si Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, está crucificado, cubierto de
llagas, coronado de espinas y es dejado morir luego de tres horas de
dolorosísima agonía, es a causa de la maldad del corazón de los hombres, que
llevados por la ceguera que produce esta misma maldad, crucifican a la Divina
Misericordia encarnada, Jesucristo, a pesar de haber obrado, esta Divina
Misericordia, milagros, señales y prodigios de todo tipo, en favor de los
mismos hombres que la crucifican.
La Encarnación del Verbo de Dios y su Pasión son, por lo
tanto, en la cristología de Santo Tomás, una muestra del amor infinito de Dios,
que todo lo hace movido por su Amor infinito hacia el hombre, su creatura
predilecta: “Dios quiso hacerse hombre, porque nada demuestra tanto su amor por
el hombre como el unirse a él personalmente, siendo una propiedad del amor el
unir al amante con el amado, todo lo que sea posible”[3]. Y también: “No hay otro
signo más evidente de la caridad divina que esto: Dios, creador de todo, se
hace creatura; nuestro Señor se convierte en nuestro hermano, el Hijo de Dios
se convierte en Hijo del hombre; Dios ha amado tanto al mundo, al punto de
darle su Hijo Unigénito”[4]. Y este mismo Dios que se
encarna y muere en la cruz por Amor, será luego el que, en cada Santa Misa,
prolongue y continúe su Encarnación, en la Eucaristía, también pro Amor.
Quien contempla a Cristo según la cristología de Santo
Tomás, no ve a un hombre común dando su vida por un ideal utópico e
inexistente, la fraternidad humana: contempla a la Persona Segunda de la
Santísima Trinidad que, movida por el Amor Divino, se encarna en una naturaleza
humana, sufre la Pasión, muere en cruz, resucita y prolonga los misterios de su
Pasión, Muerte y Resurrección en la Santa Misa, con el único objetivo de salvar
al hombre y comunicarle su Amor infinito y eterno. En la cristología de
Santo Tomás, es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, el motor que explica los
misterios de la vida de Jesús de Nazareth.
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