San Antonio es considerado “padre del monaquismo”: decidió iniciar su vida de total entrega a Jesucristo cuando, en una
celebración eucarística, escuchó la voz de Jesús que le decía: “Si quieres ser
perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres”[1]. Tomada esta decisión, al
morir sus padres, San Antonio entregó su hermana al cuidado de las vírgenes
consagradas, distribuyó sus bienes entre los pobres y se retiró al desierto,
donde comenzó a llevar una vida de penitencia. Hizo vida eremítica en el
desierto y organizó comunidades de oración y trabajo, pero prefirió retirarse
de nuevo al desierto, en donde logró conciliar la vida solitaria con la
dirección de un monasterio. Viajó a Alejandría para apoyar la fe católica ante
la herejía arriana[2].
En un mundo como el nuestro, caracterizado por el
materialismo, el ateísmo, el hedonismo, el relativismo y por la negación de lo
trascendente y sobrenatural, propio de la mentalidad pseudo-cientificista del
iluminismo racionalista, aunque el mismo tiempo se afirma la religiosidad
panteísta, neo-pagana e irracional de la Nueva Era, la vida de San Antonio y,
sobre todo, su condición de monje y eremita, no se comprenden. Más aun, se
toman como algo sin sentido, como algo sin razón: en efecto, al ver a San
Antonio abad, que se retira al desierto no solo a orar, sino a llevar una vida
de oración, de ascesis, de dura penitencia, de mortificación, de sacrificio, renuncia
a todo bienestar, a todo bien material, a toda comodidad, en definitiva, llevando
una vida de renuncia a este mundo, entonces el mundo y los mundanos se preguntan:
si hay tanto para “disfrutar” en el mundo de hoy, con su avance tecnológico y
si los Nuevos Movimientos Religiosos de la Nueva Era, que están al alcance de
todos, ofrecen una espiritualidad “a la carta”, en donde cada uno puede escoger
lo que quiera, para creer en lo que quiera y como quiera, para hacer lo que
quiera, ¿qué sentido tiene una elección como la de San Antonio abad? Además, el
mundo no puede entender la vida monástica, a la que tacha de antisocial, porque
el monje se aparta de la sociedad de los hombres, viviendo una vida aislada. Entonces,
para el mundo ateo y relativista, pagano y hedonista, hombres como San Antonio
abad son escándalo y necedad, y son los más infelices del mundo, porque no son
capaces de “disfrutar” lo que el mundo ofrece, además de ser un reflejo de su
incapacidad de entablar relaciones humanas.
Sin
embargo, a los ojos de Dios, que es lo que importa, San Antonio abad es el
hombre más feliz del mundo, porque su elección, la elección de una vida
monástica, eremítica, que significa de oración y de oración contemplativa, es
la respuesta al llamado de Dios Uno y Trino a una mayor intimidad con Él, que
es Trinidad de Personas. La vida monástica, como toda vida consagrada, pero de
modo aún más intenso, anticipa, en esta vida terrena, lo que será la vida en el
Reino de los cielos, porque en la vida monástica el alma se aparta del mundo y
de los hombres, para intensificar la oración contemplativa, que es el diálogo
de amor con las Tres Divinas Personas. En otras palabras, cuanto menos contacto
con el mundo y con los hombres, el monje tiene más vida de oración y como la
oración es diálogo de amor con las Personas de la Trinidad, cuanto más oración
hace el monje, más diálogos de enamorados entabla con cada una de las Tres
Divinas Personas. Es decir, si el monje se retira del mundo, no lo hace porque
sea incapaz de establecer relaciones humanas, ni porque sea antisocial; todo lo
contrario, movido por la gracia, su capacidad de vivir en comunión de vida y
amor con las personas se ve elevada a una dimensión celestial, sobrenatural, de
manera que se vuelve capaz de entablar una verdadera vida de comunión, en la fe
y en el amor, con las Tres Divinas Personas. Y ante las Tres Divinas Personas,
el monje intercede por las personas humanas, que son sus hermanos, pidiendo por
su conversión y por su eterna salvación, que son los dones más grandes que toda
persona pueda recibir en esta vida. Así, el monje, con su vida austera,
sacrificada, penitente, se convierte en un don para sus hermanos, los hombres,
porque se convierte en un permanente intercesor ante la Trinidad, pidiendo por
su conversión y su salvación; y ante los hombres, se convierte en un don de la
Trinidad, porque el monje no es el producto de una auto-realización al estilo
gnóstico, sino un alma elegida por las Tres Divinas Personas, entre cientos de
miles, para establecer con ella una relación de vida y amor de privilegio,
reservada a muy pocos, para que sean, precisamente, faros de la luz y del amor
trinitarios en medio de un mundo sumergido en las “tinieblas de muerte” (cfr. Lc 1, 68-79) y acechado por las sombras
vivientes, los ángeles caídos.
La
vida de San Antonio abad -la vida monacal, vida de oración, de penitencia,
sacrificio, de ayuno, de caridad-, es, entonces, en nuestro siglo XXI -un siglo
dominado por la tecnología, el racionalismo y el cientificismo, por un lado, y
por otro, por la espiritualidad mágica e irracional de la Nueva Era-, un faro
de luz que ilumina, con la luz de Jesucristo, que es la luz eterna de la Trinidad,
la luz de la Jerusalén celestial, las tinieblas más densas que jamás hayan
conocido la humanidad, a la vez que señala y anticipa ya desde esta vida, otra
vida, una vida gloriosa, la vida en la eterna bienaventuranza: la vida feliz en
la contemplación de la Santísima Trinidad, en el Reino de los cielos.
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