5 de
enero
Vida y milagros de San Simeón[1]
San Simeón es el
fundador del movimiento de los estilitas, hombres que vivían en lo alto de una
columna (estilita significa: el que vive en una columna), en oración
ininterrumpida[2].
Nace cerca del año
400 en el pueblo de Sisan, en Cilicia, cerca de Tarso, donde nació San
Pablo. Un día, al entrar en una iglesia, oyó al sacerdote leer en el
sermón de la Montaña
las bienaventuranzas, y se sintió atraído por dos en particular: “Dichosos los
pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los puros de
corazón porque ellos verán a Dios”.
Preguntó a un
anciano monje por su significado, y le rogó que le dijera cómo podía alcanzar
la felicidad prometida. El anciano le respondió que el texto sagrado proponía
como camino a la felicidad, la oración, la vigilia, el ayuno, la humillación y
la paciencia en las persecuciones, y que la vida de soledad era la mejor manera
de practicar la virtud. Decidido a ir en busca de las bienaventuranzas, Simeón
se retiró a orar largamente, luego de lo cual, se quedó dormido y tuvo un
sueño, relatado por él. Se vio a sí mismo cavando los cimientos de una casa.
Las cuatro veces que interrumpió su trabajo para tomar aliento, oyó una voz que
le ordenaba seguir excavando. Finalmente, recibió la orden de cesar, porque el
foso era ya tan profundo, que podía abrigar los cimientos de un edificio de la
forma y el tamaño que él escogiera. Como comenta Teodoreto, “los hechos
verificaron la predicción, ya que los actos de ese hombre estaban tan por
encima de la naturaleza, que los cimientos debían ser muy profundos para
soportar peso tan enorme”.
Al despertar, Simeón
se dirigió a un monasterio de las proximidades, cuyo abad se llamaba Timoteo y
se detuvo a las puertas durante varios días sin comer ni beber, suplicando que
le admitieran como el último de los sirvientes. Su petición fue bien acogida y
por fin se le recibió por un plazo de cuatro meses. Ese tiempo le bastó para
aprender de memoria el salterio.
Este contacto con el
texto sagrado iba a alimentar su alma durante el resto de su vida.
Una vez en el monasterio,
provocaba asombro por su austeridad: se pasaba semanas sin probar bocado,
dormía sobre piedras, y se había enlazado a la cintura un cilicio[3]
de mirto salvaje y espinoso, al que no se lo quitaba ni de día ni de noche. Un
día el superior del monasterio se dio cuenta de que derramaba gotas de sangre y
al examinarlo los monjes, se dieron cuenta de que la cuerda o cilicio se le
había incrustado en la piel, logrando quitársela con mucha dificultad. El abad
o superior le pidió que se fuera a otro sitio, porque allí su ejemplo de tan
extrema penitencia podía llevar a los hermanos a exagerar en las mortificaciones.
Se fue entonces a
vivir en una cisterna seca, abandonada, y después de estar allí cinco días en
oración decidió imitar a Nuestro Señor y
pasar los 40 días de cuaresma sin comer ni beber. Le consultó a un anciano y éste
le dijo: “Para morirse de hambre hay que pasar 55 días sin comer. Puedes hacer
el ensayo, pero para no poner en demasiado peligro la vida, dejaré allí cerca tuyo
diez panes y una jarra de agua, y si ves que vas desfallecer, come y bebe”. Así
lo hizo. Los primeros 14 días de cuaresma rezó de pie. Los siguientes 14 rezó
sentado. En los últimos días de la cuaresma era tanta su debilidad que tenía
que rezar acostado en el suelo. El domingo de Resurrección llegó el anciano y
lo encontró desmayado y el agua y los panes sin probar. Le mojó los labios con
un algodón empañado en agua, le dio un poquito de pan, y recobró las fuerzas. Y
así paso todas las demás cuaresmas de su larga vida, como penitencia de sus
pecados y para obtener la conversión de los pecadores.
Lueo se retiró a una
cueva del desierto para no dejarse dominar por la tentación de volverse a la
ciudad y se hizo atar con una cadena de hierro a una roca y mandó soldar la
cadena para no podérsela quitar. Pero varias semanas después pasó por allí el
Obispo de Antioquía y le dijo: “A las fieras sí hay que atarlas con cadenas,
pero al ser humano le basta su razón y la gracia de Dios para no excederse ni
irse a donde no debe”. Entonces Simeón, que era humilde y obediente, se mandó
quita la cadena.
Pronto se extendió
la fama de gran santidad, y fue así que acudían de regiones vecinas y también
lejanas para consultarle, pedirle consejos y tocar su cuerpo con objetos para
llevarlos en señal de bendición, llegando hasta quitarle pedacitos de su manto
para llevarlos como reliquias.
Entonces para evitar
que tanta gente viniera a distraerlo en su vida de oración, se ideó un modo de
vivir totalmente nuevo: se hizo construir una columna de tres metros para vivir
allí al sol, al agua, y al viento. Después mandó hacer una columna de 7 metros , y más tarde,
como la gente todavía trataba de subirse hasta allá, hizo levantar una columna
de 20 metros ,
y allí pasó sus últimos 37 años de su vida.
Es precisamente de
aquí de donde viene el nombre con el que es conocido, “Simeón el estilita”,
pues columna se dice “Stilos” en griego. Lejos de atenuarse, las penitencias en
la columna se volvieron extremas -como así también la gracia recibida y
alcanzada por San Simeón-: no comía sino una vez por semana; la mayor parte del día y la noche la pasaba
rezando, unos ratos de pie, otros arrodillado y otros tocando el piso de su
columna con la frente.
Cuando oraba de pie,
hacía reverencias continuamente con la cabeza, en señal de respeto hacia Dios.
En un día le contaron más de mil inclinaciones de cabeza. Un sacerdote le
llevaba la Sagrada
Comunión. Su columna no pasaba de tener unos dos metros de
superficie, lo cual le permitía apenas acostarse. Por lo demás, carecía de todo
asiento. Sólo se recostaba para tomar un poco de descanso; el resto del tiempo
lo pasaba encorvado en oración. Se vestía de pieles de animales, y jamás permitió
que una mujer penetrara en el espacio cerrado en el que se levantaba su
columna.
Las gentes acudían
por multitudes a pedir consejos. Él les predicaba dos veces por día desde su
columna y los corregía de sus malas costumbres. Y entre sermón y sermón oía sus
súplicas, oraba por ellos y resolvía pleitos entre los que estaban peleados,
para amistarlos otra vez. A muchos ricos los convencía para que perdonaran las
deudas a los pobres que no les podían pagar. Convirtió a miles de paganos. Un
famoso asesino, al oírlo predicar, empezó a pedir perdón a Dios a gritos y
llorando. Algunos lo insultaban para probar su paciencia y nunca respondió a
los insultos ni demostró disgusto por ellos. Hasta Obispos venían a
consultarlo, y el Emperador Marciano de Constantinopla se disfrazó de peregrino
y se fue a escucharlo y se quedó admirado del modo tan santo como vivía y
hablaba.
Para saber si la
vida que llevaba en la columna era santidad y virtud y no sólo un capricho, los
monjes vecinos vinieron y le dieron la orden de que se bajara de la columna y
se fuera a vivir con los demás. Simeón, que sabía que sin humildad y obediencia
no hay santidad, se dispuso inmediatamente a bajarse de allí, pero los monjes al
ver su docilidad le gritaron que se quedara otra vez allá arriba porque esa era
la voluntad de Dios. Su discípulo Antonio nos cuenta que el santo oró muy
especialmente por su madre, a la muerte de ésta.
Para que nadie piense
que se trata de una leyenda, recordamos que la vida de San Simeón Estilita la
escribió Teodoreto, Padre de la
Iglesia y discípulo del Santo; Teodoreto era monje en aquel
tiempo y fue luego Obispo de Ciro, ciudad cercana al sitio de los hechos. Un siglo más tarde, un famoso abogado llamado
Evagrio escribió también la historia de San Simeón y dice que las personas que
fueron testigos de la vida de este santo afirmaban que todo lo que cuenta
Teodoreto es cierto.
Murió el 5 de enero
del año 459. Estaba arrodillado rezando, con la cabeza inclinada, y así se
quedó muerto, como si estuviera dormido. El emperador tuvo que mandar una gran
cantidad de soldados porque las gentes querían llevarse el cadáver, cada uno
para su ciudad. En su sepulcro se obraron muchos milagros y junto al sitio donde
estaba su columna se construyó un gran monasterio para monjes que deseaban
hacer penitencia.
Mensaje de santidad de San
Simeón el estilita
La vida y la
conducta de San Simeón llamaron la atención, no sólo de todo el Imperio Romano,
sino también de los pueblos bárbaros, que le tenían en gran admiración. Los
emperadores romanos se encomendaban a sus oraciones y le consultaban sobre
asuntos de importancia. Sin embargo, debe reconocerse que se trata de un santo
más admirable que ejemplar[4]. Su vida
es profundamente edificante, en el sentido de que no podemos menos de sentirnos
confundidos, al comparar su fervor con nuestra indolencia en el servicio
divino. Sin embargo, hay que hacer notar que la santidad de almas
como la de San Simeón no consiste, ni en sus acciones extraordinarias, ni en
sus milagros, sino en la perfección de su caridad, de su paciencia y de su
humildad; y estas virtudes brillaron esplendorosamente en la vida de San
Simeón. Exhortaba ardientemente al pueblo a corregirse de su inveterada costumbre
de blasfemar, a practicar la justicia, a desterrar la usura, a la seriedad en
la piedad, y a orar por la salvación de las almas.
En su mensaje de santidad, San Simeón nos
enseña además el valor de la oración, de la obediencia, de la humildad y de la
penitencia corporal, para llegar a la santidad. La oración, porque la oración
es el alimento del alma, alimento por el cual el hombre recibe la substancia
misma de Dios; la obediencia, porque así se imita mejor a Jesucristo,
Hombre-Dios, que “se hizo obediente hasta la muerte”, por amor, para salvar a
la humanidad; la humildad, que es la virtud, junto con la obediencia, que más nos
asemeja al Hombre-Dios, infinitamente humilde y bueno y obediente a Dios, su
Padre; la penitencia corporal, que es una forma de rezar con el cuerpo, al
tiempo que se expían los pecados propios y los de los demás, siendo necesaria
para entrar en el cielo según las palabras de Jesús: “Si no hacéis penitencia,
todos pereceréis”. La celebración de la memoria de Simeón el Estilita nos debe
llevar a recordar las palabras de Jesucristo y a dedicarnos a ofrecer
penitencias por nuestros pecados y por los pecados del mundo entero.
[1] Cfr. Butler, Alan, Vidas de los Santos de Butler, Tomo I,
México2 1968, 37ss.
[3] Cilicio: cuerda hiriente que algunos penitentes se amarran en la
cintura para hacer penitencia corporal, como método que dispone al cuerpo para
recibir la gracia que permita dominar las tentaciones. Se considera a San
Simeón inventor del cilicio.
[4] Cfr. Butler, o. c., 38.
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