Cuando morimos, nuestra
alma va inmediatamente ante la Presencia de Dios, para recibir el juicio
particular, en donde se decide el destino eterno: cielo o infierno, según las
obras realizadas en esta vida (Compendio de la Iglesia Católica, 208). Ésta es la
única verdad acerca del más allá, y no las cosas que se dicen en la actualidad,
tanto en los ambientes de la Nueva Era como en ambientes antiguamente
cristianos y hoy convertidos en neo-paganos. No hay, como es frecuente
escuchar, un pasaje "automático" de esta vida a la otra; tampoco es
verdad que toda alma que muere, inmediatamente va al cielo; tampoco es verdad
que el alma se disuelve en la nada; tampoco es verdad que empieza a
"migrar" por distintos cuerpos hasta que se purifica de su "karma";
tampoco es verdad que no existe Dios, y que por lo tanto no hay retribución por
las obras, tanto por las buenas como por las malas obras.
Dios existe, y espera al final de la vida, para dar a cada uno según sus obras,
según la Revelación: "Dios premia a los buenos y castiga a los malos"
(cfr. Mc 9, 41), de manera tal que se puede decir que quien se salva, se salva
libremente por sus buenas obras, movido por la gracia, y quien se condena, se
condena libremente, porque libremente rechazó la gracia santificante y eligió
hacer las obras del demonio, las obras de la oscuridad.
Como prueba de la existencia del juicio particular, en donde Dios se manifiesta
al alma como Dios infinitamente Justo, que da a cada uno lo que cada uno eligió
-el bien o el mal- con sus obras, está el hecho histórico en el que San Bruno,
fundador de la Cartuja, recibió la gracia fundacional.
El ejemplo no debe llevarnos a un vano temor, sino al aumento del Amor de Dios
y, en consecuencia, a un aumento de obras buenas, realizadas por su Amor.
Recordemos y tengamos siempre presente este episodio, para pedir la gracia de
la perseverancia final en la fe y en las buenas obras.
Historia real acerca de
un ilustre profesor de la Universidad de la Sorbona, condenado en el infierno. El
doctor Raymond Diocrés. En la vida de San Bruno, fundador de los Cartujos, se
encuentra un hecho estudiado muy a fondo por los doctísimos Bolandistas, y que
presenta a la crítica más formal todos los caracteres históricos de la
autenticidad; un hecho acaecido en París en pleno día, en presencia de muchos
millares de testigos, cuyos detalles han sido recogidos por sus contemporáneos,
y que ha dado origen a una gran Orden religiosa. Acababa de fallecer un célebre
doctor de la Universidad de París llamado Raymond Diocrés, dejando universal
admiración entre todos sus alumnos. Era el año 1082. Uno de los más sabios
doctores de aquel tiempo, conocido en toda Europa por su ciencia, su talento y
sus virtudes, llamado Bruno, hallábase entonces en París con cuatro compañeros,
y se hizo un deber asistir a las exequias del ilustre difunto. Se había
depositado el cuerpo en la catedral de Nuestra Señora. El cuerpo estaba
expuesto en el centro de la nave central y una inmensa multitud de fieles,
alumnos y profesores rodeaba respetuosamente la cama, en la que, según
costumbre de aquella época, estaba expuesto el difunto cubierto con un simple
velo. En el momento en que se leía una de las lecciones del Oficio de difuntos,
que empieza así:
"Respóndeme. ¡Cuán
grandes y numerosas son tus iniquidades!" (Cuarta lectura de Maitines del
Oficio de difuntos: Job, 13, 22-28). Entonces sale de debajo del fúnebre velo
mortuorio una voz sepulcral, y todos los concurrentes oyen estas palabras: "Por
justo juicio de Dios he sido acusado".
Acuden precipitadamente,
levantan el paño mortuorio: el pobre difunto estaba allí inmóvil, helado,
completamente muerto. Continuóse luego la ceremonia por un momento
interrumpida, hallándose aterrorizados y llenos de temor todos los
concurrentes. Se vuelve a empezar el Oficio, se llega a la referida lección:
"Respóndeme", y esta vez a la vista de todo el mundo levántase el
muerto, y con robusta y acentuada voz dice: "Por justo juicio de
Dios he sido juzgado".
Y vuelve a caer. El
terror del auditorio llega a su colmo: dos médicos certifican de nuevo la
muerte; el cadáver estaba frío, rígido; no se tuvo valor para continuar, y se
aplazó el Oficio para el día siguiente. Las autoridades eclesiásticas no sabían
qué resolver. Unos decían: "Es un condenado; es indigno de las oraciones
de la Iglesia". Decían otros: "No, todo esto es sin duda espantoso;
pero al fin, ¿no seremos todos acusados primero y después juzgados por justo
juicio de Dios?" El Obispo fue de este parecer, y al siguiente día, a la
misma hora, volvió a empezar la fúnebre ceremonia, hallándose presentes, como
en la víspera, Bruno y sus compañeros. Toda la Universidad, todo París había
acudido a la iglesia de Nuestra Señora. Vuelve, pues, a empezar el Oficio. A la
misma lección: "Respóndeme", el cuerpo del doctor Raymond se levanta
de su asiento, y con un acento indescriptible que hiela de espanto a todos los
concurrentes, exclama:
"Por justo
juicio de Dios he sido condenado para siempre", y
volvió a caer inmóvil. Esta vez no quedaba duda alguna: el terrible prodigio,
justificado hasta la evidencia, no admitía réplica. Por orden del Obispo y del
Cabildo, previa sesión, se despojó al cadáver de las insignias de sus
dignidades, y fue llevado al muladar del Montfaucon. (Muladar: sitio donde se
vacía el estiércol o basura). Al salir de la Iglesia, Bruno, que contaría
entonces cerca de cuarenta y cinco años de edad, se decidió irrevocablemente a
dejar el mundo, y se fue con sus compañeros a buscar en las soledades de la
Gran Cartuja, cerca de Grenoble, un retiro donde pudiese asegurar su salvación,
y prepararse así despacio para los justos juicios de Dios.Verdaderamente, he
aquí un condenado que "volvía del infierno" no para salir de él, sino
para dar un irrecusable testimonio.
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