Vida
de santidad[1].
Cornelio fue ordenado obispo de la Iglesia de Roma el año 251; se opuso al
cisma de los novacianos y, con la ayuda de Cipriano, pudo reafirmar su
autoridad. Fue desterrado por el emperador Galo, y murió en Civitavecchia el año
253. Su Cuerpo fue trasladado a Roma y sepultado en el cementerio de Calixto.
Cipriano
nació en Cartago hacia el año 210, de familia pagana. Se convirtió a la fe, fue
ordenado presbítero y, el año 249, fue elegido obispo de su ciudad. En tiempos
muy difíciles gobernó sabiamente su Iglesia con sus obras y sus escritos. En la
persecución de Valeriano, primero fue desterrado y más tarde sufrió el
martirio, el día 14 de septiembre del año 258.
Mensaje
de santidad.
Los
santos Cipriano y Cornelio se opusieron a Novaciano, un sacerdote católico que
se hizo nombrar ilegítimamente Papa y que cayó en la herejía, al negar el Sacramento
de la Penitencia a aquellos que habían apostatado de la fe; de esta manera,
Novaciano provocó un grave cisma dentro de la Iglesia. Una admirable respuesta
dirigida por Cornelio a San Dionisio de Alejandría ha sido conservada (Eusebio,
VI, XLV): “Dionisio a su hermano Novaciano, saludos. Si fue contra tu voluntad,
como dices, que fuiste inducido, puedes probarlo retirándote de tu libre
voluntad. Porque mejor hubieras sufrido cualquier cosa antes que dividir la
Iglesia de Dios y ser martirizado antes que causar un cisma; hubiese sido más
glorioso sufrir el martirio antes que cometer idolatría, ni en mi opinión
hubiese sido un acto aún mayor; porque en el primer caso uno es un mártir por
su propia alma solamente, en el otro caso por la Iglesia completa”.
Novaciano
fue llamado herético, no sólo por Cipriano sino a través de toda la Iglesia,
por sus severas opiniones respecto a la reinstalación de los que habían sido
débiles (lapsi) en la persecución. Él
afirmaba que la idolatría era un pecado imperdonable, y que la Iglesia no tenía
derecho a restaurar a la comunión a cualquiera que hubiese caído en ella. Ellos
debían arrepentirse y ser admitidos a la penitencia de por vida, pero su perdón
debía ser dejado a Dios; no se podía pronunciar en este mundo. Tales duros
sentimientos no eran completamente una novedad. En varios lugares y en varios
tiempos se aprobaron leyes que castigaban ciertos pecados ya sea con el
aplazamiento de la comunión hasta la hora de la muerte, o incluso con el
rechazo de la comunión a la hora de la muerte. Aun San Cipriano aprobó este
último recurso en el caso de los que se negaban a hacer penitencia y sólo se
arrepentían en el lecho de muerte; pero esto era porque tal arrepentimiento
parecía de dudosa sinceridad. Pero la severidad en sí misma era sólo crueldad e
injusticia; no había herejía hasta que se negara que la Iglesia tenía el poder
de conceder la absolución en ciertos casos. Esta fue la herejía de Novaciano,
el negar que la Iglesia tenía el poder de perdonar los pecados: la valentía de
los Santos Cornelio y Cipriano fue la de oponerse, con todas sus fuerzas, a
esta herejía[2].
El
mensaje de santidad que nos dejan los santos Cornelio y Cipriano es que no hay
pecado que la Iglesia no pueda perdonar en este mundo, con tal de que el alma
esté arrepentida y este poder de la Iglesia le viene conferido por el mismo
Cristo, al hacerla partícipe, por medio de sus sacerdotes ministeriales, del
perdón divino: “Recibid el poder de perdonar los pecados”. Quien diga que la
Iglesia no puede perdonar los pecados, cae en el error y la herejía como lo
hizo Novaciano.
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