Vida de santidad[1].
Santa Teresita del Niño Jesús (o de Lisieux), nació el 2 de enero de 1873 en Francia, hija de un relojero y una costurera de Alençon. En 1877, cuando Teresita tenía cuatro años, murió su madre; a su vez, su padre enfermó, perdiendo el uso de la razón. Sólo la recuperó brevemente, por unos instantes, antes de morir, para decirle a Santa Teresita: "Nos vemos en el Cielo". Estando en el convento como profesa, Teresita se
enfermó de tuberculosis, y como su deseo era el de misionar en Indochina pero su salud no
se lo permitió, fue nombrada, luego de su muerte, como Patrona de las misiones. Sufrió mucho los últimos 18 meses de su vida: fue un período de mucho sufrimiento corporal y de grandes pruebas espirituales. En junio de 1897 fue trasladada
a la enfermería del convento, de la que ya no volvió a salir. A partir de agosto ya
no podía recibir la Comunión debido a su enfermedad y murió el 30 de Septiembre
de ese año. Fue beatificada en 1923 y canonizada en 1925.
Mensaje de santidad.
Una Navidad, tuvo la experiencia mística a la que ella llamó su “conversión”: según ella misma narra, a la hora de haber nacido el Niño Dios, experimentó que la oscuridad de su alma se disipaba por la llegada de un río de luz sobrenatural. Santa Teresita afirma que Dios se había hecho débil y pequeño por amor a ella, para hacerla fuerte y valiente. Al año siguiente, Teresita le pidió permiso a su padre para entrar al convento de las carmelitas y él dijo que sí. Su deseo era llegar a la cumbre del monte del amor y para ello, Teresita se esmeró en cumplir con las reglas y deberes de los carmelitas. Oraba con un inmenso fervor por los sacerdotes y especialmente por los misioneros.
Se sometió a todas las austeridades de la orden, menos al ayuno, ya que era delicada de salud y sus superiores se lo impidieron. Entre las penitencias corporales, la más dura para ella era el frío del invierno en el convento. Pero ella decía: “Quería Jesús concederme el martirio del corazón o el martirio de la carne; preferiría que me concediera ambos”. Y aunque sufría en el cuerpo y en el espíritu, un día exclamó: “He llegado a un punto en el que me es imposible sufrir, porque todo sufrimiento es dulce”. En definitiva, Santa Teresita del Niño Jesús es conocida en la Iglesia porque nos enseña un camino para llegar a Dios: la sencillez del alma, que implica la infancia espiritual (lo cual no quiere decir que el alma deba hacer niñerías). ¿En qué consiste este camino? En hacer por amor a Dios nuestras labores de todos los días, lo cual implica obrar la misericordia con todos los que nos rodean, incluidos aquellos que pueden ser nuestros enemigos. El secreto según Santa Teresita es reconocer nuestra pequeñez ante Dios, que es nuestro Padre celestial y ser, ante Él, como niños, independientemente de la edad cronológica que tengamos, recordando las palabras de Jesús: "El que no se haga como niño, no podrá entrar en el Reino de los cielos", y recordando también que la verdadera infancia espiritual la da la gracia santificante y no la edad cronológica. La infancia espiritual que propone Santa Teresita implica tener la actitud inocente del niño que ama a sus padres, es decir, amar a Dios así como el niño ama a sus padres: los ama por amar, por el solo hecho de ser padres, aun sin esperar nada a cambio: así debe ser nuestro amor a Dios. Esto es a lo que ella llama su “caminito” para llegar al Cielo. Es el camino de la infancia espiritual, un camino de confianza y entrega absoluta a Dios, así como un niño pequeño se entrega en los brazos de su padre o de su madre. Podemos agregar que un modo de llegar a esta infancia espiritual, es contemplar la vida de Nuestro Señor y principalmente su Encarnación, siendo Dios Hijo y luego su anonadamiento en la Eucaristía, en donde se oculta en el esplendor de su gloria, para ingresar en nuestras almas por la comunión y comunicarnos la infancia espiritual. Así como Dios Hijo es humilde y se anonada siendo Dios para entrar en nuestros corazones por la Comunión Eucarística, así nosotros debemos imitarlo, en su humildad, sencillez y pequeñez, y anonadarnos, para hacernos como niños, espiritualmente hablando, y abandonarnos en las manos de nuestro Padre Dios.
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