Si queremos saber algo acerca de la vida de santidad de
Santa Mónica, debemos recurrir a su hijo San Agustín, puesto que él habla de su
madre en uno de sus escritos llamados “Confesiones”. Dice así San Agustín
acerca de su madre: “Noche y día mi madre oraba y gemía con más lágrimas que
las otras madres derramarían junto al féretro de sus hijos”. La oración y el llanto
de Santa Mónica duraron treinta años y por eso nos podemos preguntar la razón y
la respuesta es que era la vida que llevaba su hijo, San Agustín: durante
treinta años, San Agustín vivió una vida mundana, alejada del cristianismo,
puesto que todavía no conocía a Cristo; pero además de esto, San Agustín
entraba en una secta y salía para entrar en otra. En otras palabras, Santa
Mónica lloraba por su hijo porque, como a toda madre le preocupaba la salud de
su hijo, pero en este caso, le preocupaba ante todo su salud espiritual, porque
ella, siendo ferviente cristiana como era, sabía que su hijo vivía en pecado
mortal, no solo por su mundanidad, sino porque en su afán de búsqueda de la
Verdad, no atinaba a encontrar la Única Verdad Absoluta y el Único Camino al
cielo, Cristo Jesús y su Cruz.
Pasados los treinta años en llanto y desolación, haciendo
oración, penitencia y ayunos por la conversión de su hijo, Santa Mónica vio por
fin el fruto de sus lágrimas y oraciones, ya que su hijo no solo se convirtió
al catolicismo, sino que se convirtió en uno de los más grandes santos de la
historia. Al poco tiempo, la madre de San Agustín enfermó gravemente y las
palabras que entonces le dijo a San Agustín también son fuente de inspiración
para nosotros los cristianos. Una vez más, recurrimos al mismo San Agustín,
quien dice así: “Y mientras hablábamos e íbamos encontrando despreciable este
mundo con todos sus placeres, ella dijo: “Hijo, por lo que a mí respecta, ya
nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí,
lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear
que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico,
antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en
uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en
este mundo?”[1].
Santa
Mónica, al ver a su hijo convertido al catolicismo, ya no deseaba nada de este
mundo y sus falsos atractivos; sólo quería ir al Cielo, para gozar de la visión
de la Trinidad y del Cordero. Aprendamos la lección que nos brinda Santa Mónica
y que para nosotros sea también nuestra única prioridad y preocupación, la
conversión propia del alma y la de nuestros seres queridos y la de todo
prójimo, para luego gozar de la visión beatífica del Cordero de Dios en el
Cielo.
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