La tradición antigua dice que Santo Tomás Apóstol fue
martirizado en la India el 3 de julio del año 72. Parece que en los últimos
años de su vida estuvo evangelizando en Persia y en la India, y que allí sufrió
el martirio. De este apóstol narra el santo evangelio tres episodios. El
primero sucede cuando Jesús se dirige por última vez a Jerusalén, donde según
lo anunciado, será atormentado y lo matarán; según San Juan (Jn 11, 16) “Tomás,
llamado Dídimo, dijo a los demás: Vayamos también nosotros y muramos con Él”,
con lo cual aquí el apóstol demuestra su admirable valor. La segunda
intervención de Tomás se produce en la Última Cena, cuando Jesús les dice a los
apóstoles: “A donde Yo voy, ya sabéis el camino”. Y Tomás le respondió: “Señor:
no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” (Jn 14, 15). Los
apóstoles no lograban entender el camino por el cual debía transitar Jesús,
porque ese camino era el de la Cruz; con su pregunta, Tomás expresa a Jesús su
incapacidad para entender el misterio de la Cruz. El
tercer hecho en el que interviene Tomás -y el más recordado- se relaciona con
su incredulidad acerca de Jesús resucitado, seguida luego de su admirable
profesión de fe cuando vio a Cristo glorioso.
Mensaje de santidad.
El
mensaje de santidad de Santo Tomás Apóstol está relacionado con su fe: antes
del encuentro con Jesús resucitado, su fe en Jesús y en su promesa de resurrección
es tan débil, que se muestra incrédulo ante el testimonio de los demás
discípulos acerca de que han visto a Jesús resucitado y a tal punto, que
declara que tiene que tocar sus llagas y poner la mano en su costado traspasado:
“Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar
de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré” (cfr. Jn 20, 24-29).
Como todos sabemos, por el Evangelio, Jesús se vuelve a aparecer a los ocho
días y llama a Tomás, diciéndole que toque las heridas de sus manos y que meta
su mano en el Costado traspasado; luego, le dice que “en adelante, no sea un
hombre incrédulo, sino un hombre de fe”, porque los dichosos son los que “creen
sin ver”: “Felices los que creen sin haber visto”. Podemos decir que la
incredulidad de Tomás se repite en nuestros días, por centenares de miles: una
inmensa mayoría de católicos, que se dejan arrastrar por el materialismo y el
relativismo, se convierten en católicos puramente nominales, puesto que no
creen en Jesús resucitado porque, como Tomás, “no lo ven” con los ojos del
cuerpo. Así, estos católicos se construyen una religión a su medida, en la que
no creen si no ven y, puesto que no vemos a Dios sensiblemente, no creen en Dios, ni en Jesús resucitado en la
Eucaristía, ni en las enseñanzas de la Iglesia, convirtiéndose de hecho en
ateos prácticos, que son católicos solo en la teoría, solo nominalmente. Estos olvidan
las palabras de Jesús a Tomás: “No seas incrédulo, sino hombre de fe; dichosos
los que creen sin ver”. El “hombre de fe” es el que cree en Dios y en Jesús
resucitado -y por lo tanto en su Presencia gloriosa en la Eucaristía- no porque
vea estos misterios con los ojos corporales, sino porque los ve de otra manera,
los ve con los ojos de la fe iluminados por la luz de la gracia. No seamos
incrédulos como Tomás el Apóstol y creamos, aunque no lo veamos sensiblemente,
en el grandioso misterio de Jesús resucitado y Presente, vivo y glorioso, en la
Eucaristía.
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