Retrato de los bienaventurados santos Andrés Kim Taegon, presbítero, Pablo Chong Hasang y compañeros mártires.
Vida de santidad.
Como
afirmara el Papa Juan Pablo II, la Iglesia en Corea fue fundada por valientes
laicos, que hicieron frente a sus perseguidores y no vacilaron en proclamar la
fe en Jesucristo hasta la muerte. En efecto, a principios del siglo XVII, la fe
católica entró por primera vez en Corea gracias a la actividad de unos laicos. Estos
formaron una fervorosa grey –a pesar de que no contaba con sacerdotes- que fue
perseguida en los años 1839, 1846 y 1866. Como consecuencia de estas
persecuciones sangrientas, hubo 103 santos mártires, entre los cuales destacan
el primer presbítero y fervoroso pastor de almas Andrés Kim Taegon y el insigne
apóstol laico Pablo Chong Hasang; los demás eran principalmente laicos, hombres
y mujeres, casados o solteros, ancianos, jóvenes y niños, todos los cuales, con
sus sufrimientos, consagraron las primicias de la Iglesia coreana, regándola
generosamente con la sangre preciosa de su martirio[1].
San
Andrés Kim Taegon era hijo de nobles coreanos conversos, es el primer sacerdote
nacido en Corea. Su padre, Ignacio Kim, fue martirizado en la persecución del
año 1839 (fue beatificado en 1925 con su hijo)[2]. Andrés
fue bautizado a los 15 años de edad, luego de lo cual realizó un viaje de 1,300
millas para asistir al seminario más cercano en Macao, China. Seis años después
fue ordenado sacerdote en Shangai. Regresó a Corea y se le asignó la tarea de preparar
el camino para la entrada de misioneros por el mar, para evitar los guardias de
la frontera. El 5 de junio de 1846 fue arrestado en la isla Yonpyong mientras
trataba con los pescadores la forma de llevar a Corea a los misioneros
franceses que estaban en China. Inmediatamente fue enviado a la prisión central
de Seúl. El rey y algunos de ministros no lo querían condenar por sus vastos
conocimientos y dominar varios idiomas. Otros ministros insistieron en que se
le aplicara la pena de muerte. Después de tres meses de cárcel y de torturas continuas,
fue decapitado junto al río Han, cerca de Seúl, Corea, el 16 de septiembre de
1846, a la edad de veintiséis años. Antes de morir dijo: “¡Ahora comienza la
eternidad!”.
Un
verdadero mensaje celestial y de santidad inefable, de parte de los mártires
coreanos, además del martirio en sí mismo, es la última exhortación pronunciada
por San Andrés Kim Taegon, antes de ser ejecutado. Puesto que en los mártires
inhabita el Espíritu Santo –no se explica de otro modo su fortaleza
sobrenatural, su sabiduría sobrenatural, su fe, su esperanza, su caridad,
porque ofrecen sus vidas incluso por sus verdugos-, lo que dicen los mártires
tiene el valor de dicho o, al menos, insinuado por el Espíritu Santo. Por esa razón,
meditaremos brevemente en sus últimas palabras, según las cuales, entre otras
cosas, se nos dice que la Fe en Nuestro Señor Jesucristo es coronada por el
amor y la perseverancia.
Dice
así San Andrés Kim Taegon: “Hermanos y amigos muy queridos: Consideradlo una y
otra vez: Dios, al principio de los tiempos, dispuso el cielo y la tierra y
todo lo que existe, meditad luego por qué y con qué finalidad creó de modo
especial al hombre a su imagen y semejanza”. Comienza diciendo que contemplemos
el mundo y que meditemos la razón por la cual creó, en este mundo, a una
creatura tan especial, como el hombre, creado “a su imagen y semejanza”.
Una
vez hecha esta consideración, San Andrés profundiza en la misma dirección:
hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero además, hemos recibido la
gracia de la filiación divina, el haber sido adoptados como hijos de Dios por
el bautismo, por el sacrificio en cruz de Jesús. Sin embargo, de nada vale este
don, y de nada vale siquiera el haber nacido, si no nos comportamos como lo que
somos, es decir, como hijos de Dios, como hijos de la luz. Si no vivimos en
gracia, única forma de corresponder a la dignidad de hijos de Dios recibida en
el Bautismo, eso equivale a traicionar el amor de Nuestro Señor Jesucristo,
porque solo por el Amor infinito de su Sagrado Corazón nos adoptó como hijos
suyos por la gracia: “Si en este mundo, lleno de peligros y de miserias, no
reconociéramos al Señor como creador, de nada nos serviría haber nacido ni
continuar aún vivos. Aunque por la gracia de Dios hemos venido a este mundo y
también por la gracia de Dios hemos recibido el bautismo y hemos ingresado en
la Iglesia, y, convertidos en discípulos del Señor, llevamos un nombre
glorioso, ¿de qué nos serviría un nombre tan excelso, si no correspondiera a la
realidad? Si así fuera, no tendría sentido haber venido a este mundo y formar
parte de la Iglesia; más aún, esto equivaldría a traicionar al Señor y su
gracia. Mejor sería no haber nacido que recibir la gracia del Señor y pecar
contra él”.
Luego
utiliza el ejemplo del agricultor que, después de sembrar con gran fatiga, al
momento de la cosecha encuentra espigas llenas, pero también puede encontrar solo
espigas vacías, y esto último es para advertirnos de la falta de obras de
misericordia hacia el final de nuestros días terrenos, cuando debamos
presentarnos ante Nuestro Señor, en el Juicio Particular: “Considerad al
agricultor cuando siembra en su campo: a su debido tiempo ara la tierra, luego
la abona con estiércol y, sometiéndose de buen grado al trabajo y al calor,
cultiva la valiosa semilla. Cuando llega el tiempo de la siega, si las espigas
están bien llenas, su corazón se alegra y salta de felicidad, olvidándose del
trabajo y del sudor. Pero si las espigas resultan vacías y no encuentra en
ellas más que paja y cáscara, el agricultor se acuerda del duro trabajo y del
sudor y abandona aquel campo en el que tanto había trabajado”.
Como
las plantaciones de arroz son características del sur de Asia, San Andrés toma
esta figura agrícola para graficar la relación que existe entre Jesucristo, el
Hombre-Dios, el Verbo Encarnado, y nosotros; en la figura, el arroz somos los
hombres, el abono la gracia y la encarnación del Verbo y su sacrificio redentor
en cruz, por el cual nos derrama su Sangre, el riego benéfico que reciben las
plantaciones de arroz: “De manera semejante el Señor hace de la tierra su
campo, de nosotros, los hombres, el arroz, de la gracia el abono, y por la
encarnación y la redención nos riega con su sangre, para que podamos crecer y
llegar a la madurez”.
Al
llegar el momento de la siega, esto es, el día del Juicio –tanto el Particular
como el Final-, se alegrarán quienes hayan lavado sus almas con la Sangre del
Cordero, esto es, quienes hayan custodiado el tesoro de la gracia aun al precio
de su propia vida; pero quienes despreciaron la Sangre del Cordero, pasará a
ser enemigo de Dios por la eternidad, lo que equivale a decir, un condenado en
el Infierno, aun cuando en vida terrena hubiera recibido el don inapreciable de
ser hijo de Dios por el Bautismo: “Cuando en el día del juicio llegue el
momento de la siega, el que haya madurado por la gracia se alegrará en el reino
de los cielos como hijo adoptivo de Dios, pero el que no haya madurado se
convertirá en enemigo, a pesar de que él también ya había sido hijo adoptivo de
Dios, y sufrirá el castigo eterno merecido”.
Luego
nos lleva a contemplar el modo como Jesús fundó su Iglesia, que es por su
Sangre derramada en la cruz, y que es el modo con el cual la Iglesia crece a lo
largo de la historia, porque los enemigos de la Iglesia pretenden destruirla y
para lograr su objetivo, persiguen y matan a los cristianos, así como la
Sinagoga persiguió y mató a Nuestro Señor Jesucristo, aunque jamás podrán
derrotarla, así como Satanás, creyendo haber vencido al matar a Jesús, fue en
ese mismo instante derrotado para siempre: “Hermanos muy amados, tened esto
presente: Jesús, nuestro Señor, al bajar a este mundo, soportó innumerables
padecimientos, con su Pasión fundó la santa Iglesia y la hace crecer con los
sufrimientos de los fieles. Por más que los poderes del mundo la opriman y la
ataquen, nunca podrán derrotarla. Después de la ascensión de Jesús, desde el
tiempo de los apóstoles hasta hoy, la Iglesia santa va creciendo por todas
partes en medio de tribulaciones”.
Pasa
luego a considerar la situación que vivía en ese momento la Iglesia Católica en
Corea, una situación de sangrienta persecución contra los cristianos, persecución
que al mismo tiempo se convierte en la semilla de los nuevos cristianos y en la
fuerza celestial que hace reverdecer a la Iglesia en tiempos futuros, y si la
persecución es causa de dolor y tristeza, lo cual forma parte de los planes de
Dios, que permite un mal para sacar un bien infinitamente más grande: “También
ahora, durante cincuenta o sesenta años, desde que la santa Iglesia penetró en
nuestra Corea, los fieles han sufrido persecución, y aun hoy mismo la
persecución se recrudece, de tal manera que muchos compañeros en la fe, entre
los cuales yo mismo, están encarcelados, como también vosotros os halláis en
plena tribulación. Si todos formamos un solo cuerpo, ¿cómo no sentiremos una
profunda tristeza? ¿Cómo dejaremos de experimentar el dolor, tan humano, de la
separación? No obstante, como dice la Escritura, Dios se preocupa del más
pequeño cabello de nuestra cabeza y, con su omnisciencia, lo cuida; ¿cómo por tanto,
esta gran persecución podría ser considerada de otro modo que como una decisión
del Señor, o como un premio o castigo suyo?”.
El
cristiano debe, en todo, buscar la voluntad de Dios e imitar a Jesucristo, para
así participar de su victoria en la Cruz: “Buscad, pues, la voluntad de Dios y
luchad de todo corazón por Jesús, el jefe celestial, y venced al demonio de
este mundo, que ha sido ya vencido por Cristo”.
La
persecución, la tribulación, el dolor, no debe hacer olvidar la caridad fraterna,
y el cristiano debe orar para perseverar en la caridad, el verdadero amor
sobrenatural a Dios y al prójimo, hasta que Dios haga cesar la tribulación: “Os
lo suplico: no olvidéis el amor fraterno, sino ayudaos mutuamente, y
perseverad, hasta que el Señor se compadezca de nosotros y haga cesar la
tribulación”.
Por
último, se refiere a ellos mismos, los mártires que están a punto de ser
ejecutados y están por ser ejecutados porque han recibido la gracia de
perseverar hasta el fin en la fe y en el amor y puesto que ya comienza a
vislumbrar la eternidad, San Andrés da por finalizada la carta, ya que la
realidad de la eterna felicidad que comienza a intuir, supera ampliamente lo
que se pueda expresar con palabras humanas. Ofrece su vida a Jesucristo por
amor, y deja su “beso de amor” a quienes quedan en la tierra, con la esperanza
de que quienes estamos aun en la tierra, nos encontremos con los
bienaventurados en el cielo: “Aquí estamos veinte y, gracias a Dios, estamos
todos bien. Si alguno es ejecutado, os ruego que no os olvidéis de su familia.
Me quedan muchas cosas por deciros, pero, ¿cómo expresarlas por escrito? Doy
fin a esta carta. Ahora que está ya cerca el combate decisivo, os pido que os
mantengáis en la fidelidad, para que, finalmente, nos congratulemos juntos en
el cielo. Recibid el beso de mi amor”.
Al
recordar a los santos mártires coreanos, pidamos que intercedan ante el Rey de
los mártires, Jesucristo para que, así como ellos “proclamaron la fe hasta
derramar su sangre”, seamos nosotros capaces de conservar la integridad y la
pureza de la Santa Fe católica hasta el fin, hasta el último suspiro.
[1] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] https://www.pildorasdefe.net/santos/celebraciones/santoral-catolico-san-andres-kim-pablo-chong-martires-coreanos-20-septiembre
[3] De la última
exhortación de San Andrés Kim Taegon,
presbítero y mártir, Pro Corea Documenta,
Ed. Mission Catholique Séoul, Seul/París 1938, vol. I, 74- 75.
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