Tiempo
después de ser elegido Pontífice, San Cornelio fue martirizado en la
persecución del emperador Decio en el año 253[1]. Su
pontificado se vio conmovido por la aparición de doctrinas heréticas, alejadas
de la verdadera fe, provenientes de un sacerdote hereje llamado Novaciano. Según
estas doctrinas erróneas, la Iglesia no podía admitir nunca más a los llamados “lapsis”,
que eran católicos que habían apostatado de su fe en las persecuciones y que
decidían retornar a la fe. Según las tesis de Novaciano, la Iglesia no tenía
poder para perdonar estos pecados, por lo que los “lapsis” arrepentidos nunca
más podrían reingresar a la Iglesia.
Además, en un exceso de rigorismo que se contradice con la
Misericordia de Dios, dispensada a través de los sacramentos, Novaciano
sostenía que ciertos pecados como la fornicación e impureza y el adulterio, no podían
ser perdonados jamás[2].
El Papa Cornelio hizo frente a estas posiciones alejadas de la verdadera
Iglesia y con su Magisterio pontificio declaró que si un pecador se arrepiente
en verdad y quiere empezar una vida nueva de conversión, la Santa Iglesia puede
y debe perdonarle sus antiguas faltas y admitirlo otra vez entre los fieles[3].
A
San Cornelio lo apoyaron San Cipriano desde África y todos los demás obispos de
occidente.
La
vida de los santos Cornelio, Papa y San Cipriano, obispo, está marcada entonces
por la defensa de la Divina Misericordia en favor del pecador. Es verdad que
Dios no es solo Misericordia infinita, sino también Justicia infinita y es
verdad que nadie escapa de su Justicia. Pero también es verdad que, en esta
vida, su Misericordia prevalece sobre su Justicia, porque Dios “no quiere la
muerte del pecador, sino que se convierta y salve” (Ez 18, 21-18) y también “Dios quiere que todos los hombres se
salven” (1 Tim 2, 4). Dios nos da
toda esta vida como una prueba para que aceptemos a Jesús como nuestro
Salvador, como al Redentor de los hombres y es por eso que nos da la
oportunidad de arrepentirnos de nuestros pecados y de acudir al Tribunal de la
Divina Misericordia, el Sacramento de la Confesión. A diferencia de lo que
sostenía Novaciano, de que a los que habían apostatado en la persecución y a
los que cometían ciertos pecados, sobre todo los relacionados con la pureza, no
se les podía ni admitir en la Iglesia ni perdonarles los pecados, la doctrina
de la Iglesia nos enseña que Jesús no niega a nadie el perdón, que se concede a
través de los sacramentos de su Iglesia, principalmente el de la penitencia,
con tal de que su arrepentimiento sea sincero: “Di a los pecadores empedernidos
que no teman acercarse a Mí”. Lo único que necesita Dios para poder perdonarnos
es que nuestro corazón se estruja de dolor por haber pecado, por haber ofendido
a la Divina Majestad, al Dios Tres veces Santo, con la malicia de nuestro
corazón. A su vez, el límite a la Divina Misericordia, lo pone el mismo hombre,
puesto que el único pecado que no se confiesa, es aquel pecado que no se
perdona. Ahora bien, como dice Jesús a Santa Faustina, “quien no quiera pasar
por el Tribunal de la Misericordia, tendrá que pasar por el de la Justicia”. También
le dice Jesús que para estos últimos, “tiene toda una eternidad para castigar”,
en tanto que el tiempo de la Misericordia es este tiempo terreno.
No
seamos rigoristas, entonces, porque la Misericordia triunfa sobre la justicia;
pero tampoco seamos indulgentes con el pecado, porque Dios es Misericordia,
pero también Justicia infinita. A imitación de los Santos Cornelio y Cipriano,
seamos misericordiosos, para poder recibir nosotros misericordia al mismo
tiempo y dejemos para Dios la Justicia.
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