En la Sagrada Escritura, San Esteban es mencionado por
primera vez en los Hechos de los Apóstoles, como diácono (que significa “ayudante”,
“servidor”, grado inmediatamente inferior al sacerdote). Fue elegido para
administrar los bienes comunes en favor de los más necesitados. Además de este
apostolado, San Esteban anunciaba el Evangelio y lo hacía con sabiduría divina,
de manera que el número de discípulos aumentó grandemente en Jerusalén, lo
cual, a su vez, despertó recelos, odios y rencores entre los enemigos de Cristo
y de su naciente iglesia[1]. Debido
a que no podían acusarlo de ninguna falta y puesto que sus argumentos no tenían
peso frente al Evangelio de Jesucristo que predicaba Esteban, sus enemigos lo
llevaron ante el Tribunal Supremo de la nación llamado Sanedrín, recurriendo a
testigos falsos que lo acusaron de blasfemia contra Moisés y contra Dios. Estos afirmaron que Jesús iba a destruir el
templo y a acabar con las leyes, puesto que Jesús de Nazaret las había
sustituido por otras. Sin embargo, en el momento de las acusaciones, sucedió un
hecho milagroso, que hablaba a las claras de la asistencia del Espíritu Santo a
San Esteban: todos los del tribunal, al observarlo, vieron que su rostro
brillaba como el de un ángel. Por esa razón, lo dejaron hablar, y Esteban
pronunció un poderoso discurso recordando la historia de Israel (Hch 7, 2-53), en el que demostró que
Abraham, había dado testimonio y recibido los mayores favores de Dios en tierra
extranjera; que a Moisés se le mandó hacer un tabernáculo, pero se le vaticinó
también una nueva ley y el advenimiento de un Mesías; que Salomón construyó el
templo, pero nunca imaginó que Dios quedase encerrado en casas hechas por manos
de hombres. Afirmó que tanto el Templo como las leyes de Moisés eran temporales
y transitorias y debían ceder el lugar a otras instituciones mejores,
establecida por Dios mismo al enviar al mundo al Mesías. Además, demostró la
falsedad de las acusaciones, al probar que no había blasfemado contra Dios, ni
contra Moisés, ni contra la ley o el templo, y sostuvo que Dios se revela
también fuera del Templo (Hch 7,
51-54). Luego de esto, sus enemigos se enfurecieron aún más, tomando la
decisión de matarlo. Pero antes de morir, la visión que tiene San Esteban de
Jesús glorioso en el cielo, su pedido de ser recibido en el cielo y el perdón
que da a los enemigos que le quitan la vida, revelan la asistencia personal del
Espíritu Santo: “Al oír esto, sus corazones se consumían de rabia y rechinaban
sus dientes contra él. Pero él (Esteban), lleno del Espíritu Santo, miró
fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la
diestra de Dios; y dijo: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre
que está en pie a la diestra de Dios”. Entonces, gritando fuertemente, se
taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él; le echaron fuera de
la ciudad y empezaron a apedrearle. Los testigos pusieron sus vestidos a los
pies de un joven llamado Saulo. Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta
invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Después dobló las rodillas y
dijo con fuerte voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y diciendo
esto, se durmió. Luego, esta violencia contra Esteban se propagó contra toda la
Iglesia (Hch 8,1-3). Las circunstancias
del martirio indican que la lapidación de San Esteban no fue un acto de
violencia de la multitud sino una ejecución judicial. De entre los que estaban presentes
consintiendo su muerte, uno, llamado Saulo, el futuro Apóstol de los Gentiles,
supo aprovechar la semilla de sangre que sembró aquel primer mártir de Cristo[2].
En
la vida y en la muerte martirial de San Esteban se cumplen una de las
Bienaventuranzas de Jesús: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, os
persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos
y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt 5,3-12). La muerte de San Esteban
constituye una clara evidencia además de que la lucha que entabla la Iglesia es
de orden espiritual, contra las Puertas del Infierno y no contra hombres de
carne y hueso: “nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra
los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo
tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas” (Ef 6, 12), porque su muerte se produce,
claramente, como consecuencia del enfrentamiento entre la Verdad Revelada por
el Hombre-Dios Jesucristo –proclamada por Esteban- y las negaciones de la
Verdad, acompañadas de la mentira, la calumnia y la difamación, de quienes no
querían escuchar el Evangelio. Puesto que Jesucristo es Dios encarnado, y San
Esteban muere por proclamar su Misterio Pascual de Muerte y Resurrección, y
puesto que sus enemigos basan sus acusaciones en la mentira, detrás de las
cuales está el Demonio, “Padre de la mentira” (Jn 8, 44), es evidente, como decíamos, que la muerte de San Esteban
es consecuencia de la lucha entablada entre la Iglesia y las Puertas del
Infierno -lucha que es una continuación de la batalla desencadenada en los
cielos entre el Arcángel San Miguel y los ángeles de luz a sus órdenes, contra
Satanás y los ángeles apóstatas-, pero es evidente también de que en su muerte
se cumplen cabalmente las palabras de Jesucristo: “Las Puertas del infierno no
prevalecerán contra mi Iglesia” (Mt
16, 18), porque momentos antes de su muerte, San Esteban, inhabitado por el
Espíritu Santo, ve a Jesucristo triunfante en los cielos, como anticipo de que
él, por el martirio, será recibido en la gloria.
Puesto
que las palabras de los mártires, dichas antes de su muerte, están inspiradas
por el Espíritu Santo, que es quien los asiste, inhabita en ellos y les concede
la gracia del martirio, la conmemoración de San Esteban nos debe llevar a
meditar y reflexionar en sus palabras, pronunciadas antes de la lapidación: “Estoy
viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de
Dios”: en la vida cotidiana, frente a las pruebas y tribulaciones que puedan
presentarse, como cristianos, debemos tener siempre presente que “la figura de
este mundo pasa” y que nuestro destino final es el destino de gloria de Nuestro
Señor Jesucristo, aunque a ese destino no se llega sino es por la cruz, llevada
con amor, en pos de Jesús, todos los días; “Señor Jesús, recibe mi espíritu”,
es una jaculatoria que podemos, no solo en el momento de la muerte, sino en
todo momento, pidiendo a la Virgen que sea Ella quien conduzca nuestros
pensamientos, nuestros deseos y nuestras obras, desde su Inmaculado Corazón, al
Sagrado Corazón de Jesús; también podemos decir esta jaculatoria a Jesús
crucificado, para que reciba nuestro deseo de estar con Él en todo momento; “Señor,
no les tengas en cuenta este pecado”, es una jaculatoria para meditar y repetir
cuando nuestros enemigos cometan alguna injusticia contra nosotros, recordando
que debe esta petición debe estar basada en el amor de Cristo: “Amen a sus
enemigos” (Mt 5, 44).
San
Esteban, protomártir, es entonces un modelo y ejemplo para nosotros, cristianos
del siglo XXI y para todos los cristianos, hasta el fin de los tiempos.
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