En una época como la nuestra, en la que la inmoralidad,
la sensualidad, el libertinaje y la ausencia casi absoluta de valores morales y
de respeto a la ley natural se ha instalado en la inmensa mayoría de la
sociedad, el ejemplo de santidad de Santa Lucía resplandece como una antorcha
en medio de la más negra oscuridad. Desde niña, sin saberlo sus padres, Santa
Lucía había consagrado su virginidad a Dios. Durante la persecución del
emperador Diocleciano, un pagano, pretendiente suyo, despechado por este voto
de virginidad, la denunció ante las autoridades. El juez la amenazó de muerte,
para lograr que apostatara de la fe cristiana, entablándose el siguiente
diálogo, según se puede leer en las Actas de los mártires. Ante la amenaza de
muerte, Santa Lucía le respondió al juez: “Es inútil que insista. Jamás podrá
apartarme del amor a mi Señor Jesucristo”. Entonces, el juez le preguntó: “Y si
la sometemos a torturas, ¿será capaz de resistir?”. La santa contestó: “Sí,
porque los que creemos en Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos al
Espíritu Santo que vive en nosotros y nos da fuerza, inteligencia y valor”. El
juez entonces la amenazó con llevarla a una casa de prostitución para someterla
a la fuerza a la ignominia. Ella le
respondió: “El cuerpo queda contaminado solamente si el alma consiente”.
El
juez ordenó entonces su muerte, pero no pudieron llevar a cabo la sentencia
pues Dios impidió que los guardias pudiesen mover a la joven del sitio en que
se hallaba. Entonces, los guardias trataron de quemarla en la hoguera, pero
también fracasaron. Finalmente, la decapitaron[1].
Con
respecto a su última respuesta: “El cuerpo queda contaminado solamente si el
alma consiente” –y es en lo que reside su mensaje de santidad para nuestro
mundo de hoy, contaminado por una oleada de inmoralidad que no conoce
precedentes en la historia de la humanidad-, además de que se corresponde con
exactitud al principio de moral, que sostiene que no hay pecado si
no se consiente al mal[2],
esta respuesta de Santa Lucía expone admirablemente la imagen de Dios en el
hombre, y es el libre albedrío: si el alma consciente, el cuerpo se contamina
con el pecado; si el alma no consciente, el cuerpo no se contamina, y la
persona no comete el pecado, permaneciendo la persona en estado de gracia, es
decir, inhabitada por el Espíritu Santo.
Sin
embargo, más allá del hecho admirable de la virtud de la castidad –que es lo
que, en definitiva, le vale a Santa Lucía, ganar el cielo-, lo admirable es el
hecho de que la castidad o pureza corporal, se trate de la expresión de la
pureza del alma y la pureza del alma sea, a su vez, expresión de la gracia,
pero como el estado de gracia es solo un estado que conduce al alma a un estado
superior de vida, que es la inhabitación en el alma del Espíritu Santo -y luego
de las otras Divinas Personas-, se puede decir que, en última instancia, la
pureza corporal, es expresión de la virtus
divina en el alma; dicho de otra manera, la pureza del Ser trinitario de la
Persona Tercera, que inhabita en el alma en gracia del santo –en este caso,
Santa Lucía-, se irradia y se expande con su fuerza inmaculada, toma posesión
del ser metafísico del alma y como el alma es el principio vital del cuerpo,
desde el alma, impregnada por la pureza del Ser trinitario, la vitalidad
natural que el alma comunica al cuerpo, conlleva ahora, la gracia divina, es
decir, la pureza del Ser trinitario, que ha invadido, desde la raíz, su ser
metafísico.
Ahora
bien, esta virtus divina, comunicada
al alma y del alma al cuerpo, no es comunicada por un “ente” impersonal, sino,
como dice Santa Lucía, por el Espíritu Santo, que vive en quienes creen en
Cristo, porque Cristo es Dios Hijo y Él es, junto con el Padre, Dador del
Espíritu, tanto en cuanto Dios, como en cuanto Hombre: “…los que creemos en
Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos
al Espíritu Santo que vive en nosotros y nos da fuerza, inteligencia y
valor”. Es decir, quien vive la pureza, no vive la pureza por amor a la pureza
en sí misma, sino por amor a Cristo, que es Dios, y por amor al Amor de Dios, al Espíritu Santo. Y quien ama a Cristo y
al Espíritu Santo, ama a Dios Padre.
Del diálogo de Santa Lucía con el juez, entonces, hay dos
mensajes claros para nuestros días, días aciagos en el que la inmoralidad, la
impureza, la sensualidad y la ausencia de valores morales, están convirtiendo a
la sociedad humana en una sociedad casi post-humana, casi bestial: por un lado,
se destaca el libre albedrío, porque quien quiere llevar una vida de pureza, la
lleva libremente, tal como lo dice Santa Lucía: “El cuerpo queda contaminado
solamente si el alma consiente”; por otro lado, se destaca que el llevar la
vida de pureza no es por el amor a la virtud en sí, sino por amor a Dios, que
es Amor y que es Trinidad de Personas; quien ama la pureza corporal –la virginidad,
la castidad- la ama porque esa pureza es expresión de la Presencia del Ser
trinitario y, por lo tanto, de las Tres Divinas Personas, en el alma, como lo
sostiene Santa Lucía: “…los que creemos
en Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos al Espíritu Santo que vive
en nosotros y nos da fuerza, inteligencia y valor”. Y quien tiene al Espíritu
Santo consigo, tiene a Cristo y tiene al Padre.
Ser
puros de cuerpo, de mente y de corazón, por amor a Jesucristo, Dios Inmaculado,
ése es el mensaje de Santa Lucía, para los niños, los jóvenes y los adultos de
nuestros días.
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