“Gracias
a la misericordiosa ternura de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo
alto, para iluminar a los que están en tinieblas y en sombras de muerte, para
guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1, 67-79). El último tramo del cántico de Zacarías -entonado en
estado de éxtasis, pues lo hace cuando queda “lleno del Espíritu Santo”, tal
como lo señala el evangelista- describe, por un lado, el Amor misericordioso de
Dios –gracias a la misericordiosa ternura
de nuestro Dios-, Amor de ternura misericordiosa, que es el que mueve a la
Trinidad a llevar a cabo la obra de la redención, enviando a la Segunda Persona
a realizar el misterio pascual, por la Encarnación y la Muerte en cruz; por
otro lado, describe, en muy pocas palabras, la función del Mesías Redentor:
puesto que quien se encarna por “misericordiosa ternura” es Dios Hijo, y Dios
Hijo es “Dios de Dios”, “Luz de Luz”, el Mesías que nace para Navidad y que
luego muere en cruz y resucita, es el “Sol naciente”, desde el momento en que
la naturaleza divina es luminosa en sí misma y por eso, por sí misma, ilumina,
como el astro sol. Pero este “Sol naciente” que es el Mesías, según la
descripción de Zacarías, puesto que es un sol espiritual y no material –es Dios
encarnado que, por su naturaleza gloriosa, es luz en sí mismo- habrá de
iluminar “a los que están en tinieblas y en sombras de muerte”, es decir a los
hombres que vivimos en esta tierra y en este mundo, envueltos en las tinieblas del
error, del pecado y del infierno e inmersos y rodeados por las “sombras de
muerte”, no solo de la muerte física, corporal, sino de la muerte del alma, que
es el pecado, y por las sombras vivientes del infierno, los ángeles caídos, los
demonios. Al derrotar a los tres grandes
enemigos del hombre –el demonio, el pecado y la muerte-, el Mesías, que viene
de lo alto como “Sol naciente”, guía los pasos de la humanidad “por el camino
de la paz”, como lo dice Zacarías, pero no la paz mundana, sino la paz de
Cristo –“mi paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo”-, que es la paz
que brota en el alma cuando en el alma, dispersados los enemigos por la acción
de Dios –ante este Sol naciente, los enemigos del alma se disuelven como el
humo: “Se levanta Dios, y se dispersan sus enemigos, huyen de su presencia los
que lo odian; como el humo se disipa, se disipan ellos; como se derrite la cera
ante el fuego, así perecen los impíos ante Dios”[1]-,
brota de la gracia santificante la calma y la quietud que ordenan y orientan al
corazón en dirección a su objeto primero y último, Dios mismo.
“Gracias
a la misericordiosa ternura de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo
alto, para iluminar a los que están en tinieblas y en sombras de muerte, para
guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. Zacarías canta, lleno del
Espíritu Santo, a la “misericordiosa ternura de nuestro Dios”, porque nacerá el
Redentor, el “Sol que nace de lo alto”. Por el misterio de la liturgia
eucarística, la Iglesia no solo entona, para Navidad, el mismo cántico de
Zacarías, sino que celebra su Presencia Viva, real, gloriosa y resucitada, en
la Eucaristía, porque la Eucaristía es el Mesías que ha sufrido la muerte en
cruz y ha resucitado, y está vivo y glorioso, oculto en la apariencia de pan,
iluminando, como Sol naciente que Es, a quienes aún vivimos en este “valle de
lágrimas”, envueltos en las tinieblas y sombras de muerte”; quien se deja
iluminar por el Mesías resucitado, que emite sus divinos rayos desde la
Eucaristía, no solo se ve libre de las tinieblas vivientes y de las sombras de
muerte del pecado, del error y de la muerte, sino que recibe su gracia, su Vida
y su Amor divino. De ese modo, siendo iluminada el alma por el Amor Divino que se derrama por la adoración y la comunión eucarística, el alma no solo canta la "misericordiosa ternura" de nuestro Dios, como lo expresa Zacarías, sino que la experimenta y la vive en lo más profundo de su ser y de su corazón.
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