31 de julio
Vida y milagros de San Ignacio de Loyola[1]
San Ignacio nació
probablemente, en 1491, en el castillo de Loyola en Azpeitia, población de
Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Murió el 31 de Julio de 1556 en Roma, Italia. Fue beatificado el 27 de Julio de
1609 por Pablo V. Fue canonizado el 12 de
Marzo de 1622 por Gregorio XV.
Su padre, don Bertrán, era
señor de Ofiaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles
de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, Marina Sáenz de
Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el
bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja.
Íñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera
militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le
rompió la pierna durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después
de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.
Los franceses no abusaron de
la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola (su
hogar). Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos consideraron
necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo se decidió a favor de la operación y la
soportó estoicamente ya que anhelaba regresar a sus anteriores andanzas a todo
costo. Pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales
complicaciones que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del
amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo empezó a mejorar,
aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación de la
rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los
cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a éstos le advirtieron que la
operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y
soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha
se acortase demasiado, Iñigo permaneció varios días con ella estirada mediante
unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para
el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse
durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería (aventuras
de caballeros en la guerra), a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo
único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un
volumen de vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero
poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la
lectura. Y se decía: “Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo,
bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron”. Inflamado por el fervor, se
proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como
hermano lego a un convento de cartujos.
Pero tales ideas eran
intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban
todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de la
vida de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía
que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún
tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los
pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y
tranquilidad, los pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le
dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y
empezó por hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados (de
estas experiencias se servirá luego para volcarlas en los Ejercicios
Espirituales, concretamente, para el discernimiento de espíritus).
Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de
luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a
Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de
Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. Su
propósito era llegar a Tierra Santa y para ello debía embarcarse en Barcelona
que está muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba cerrada por miedo a
la peste que azotaba la región. Así tuvo que esperar en el pueblecito de
Manresa, no lejos de Barcelona y a tres leguas de Montserrat. El Señor tenía
otros designios más urgentes para Ignacio en ese momento de su vida. Lo quería
llevar a la profundidad de la entrega en oración y total pobreza. Se hospedó
ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de
pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los
alrededores. Así vivió durante casi un año.
“A fin de imitar a Cristo
nuestro Señor y asemejarme a Él, de verdad, cada vez más; quiero y escojo la
pobreza con Cristo, pobre más que la riqueza; las humillaciones con Cristo humillado,
más que los honores, y prefiero ser tenido por idiota y loco por Cristo, el
primero que ha pasado por tal, antes que como sabio y prudente en este mundo”.
Se decidió a “escoger el Camino de Dios, en vez del camino del mundo”, hasta
lograr alcanzar su santidad.
A las consolaciones de los
primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la
penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los
sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta
tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron
al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas
experiencias que iban a servirle para el libro de los “Ejercicios
Espirituales”. Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más
profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza.
Aquella experiencia dio a
Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran
discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P.
Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que
pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades.
Luego
de peregrinar a Tierra Santa y de estudiar en Barcelona por dos años, se
trasladó a París, adonde llegó en febrero de 1528. En 1534, a los cuarenta y tres
años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París. Por
aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología quienes,
movidos por las exhortaciones de Ignacio, hicieron voto de pobreza, de castidad
y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba
imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios
como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre,
donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de
ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534.
Dos
años más tarde, se trasladaron a Roma en donde Paulo III les concedió a los que
todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de
manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de
las cercanías de Venecia, a fin de prepararse para los ministerios apostólicos.
Resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían
que pertenecían a la Compañía
de Jesús[2], porque
estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de
Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de “La Storta”, el Señor se
apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una
pesada cruz. Cristo le dijo: Ego vobis Romae propüius ero (Os seré
propicio en Roma). Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar
al pueblo. Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación
religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía
añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo
obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a
quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad
absoluta, sujeto en todo a la
Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría
el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo
ordenase. Paulo III aprobó la
Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de
1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le
impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de
Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos
en la basílica de San Pablo Extramuros. Ignacio pasó el resto de su vida en
Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Con
la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar
un nuevo mundo para Cristo. Los padres Goncalves y Juan Núñez Barreto fueron
enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros
cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las
colonias portuguesas de América del Sur. El Papa Paulo III nombró como teólogos
suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su
partida, San Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y
que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de
desplegar presuntuosamente su ciencia y de discutir demasiado.
La
prudencia y caridad del gobierno de San Ignacio le ganó el corazón de sus
subditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos,
a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar
material y espiritual posible. Aunque San Ignacio era superior, sabía escuchar
con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad.
En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Durante
los quince años que duró el gobierno de San Ignacio, la orden aumentó de diez a
mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en
esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó
cuando enfermó una vez más. Murió el 31 de julio de 1556. Fue canonizado en
1622, y Pío XI le proclamó patrono de los Ejercicios Espirituales y retiros.
Mensaje de santidad de San Ignacio de
Loyola
Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue
el libro de los “Ejercicios Espirituales”. Empezó a escribirlo en Manresa y lo
publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los
Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros
tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la
práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el
libro de San Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales
reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los
Padres de la Iglesia,
San Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de formularlos con
perfecta claridad. El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un
estado de serenidad y despego terrenal para que pueda elegir “sin dejarse
llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida,
ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es
únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la
perfección del alma”. Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración “guía
al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos
hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino”[3].
El elemento central de los Ejercicios Espirituales
ignacianos, es la segunda semana, llamada “de la oblación del reino”, en donde el
alma se encuentra sola frente a Cristo crucificado, Rey de cielos y tierra, que
llama a todos para conquistar el universo[4].
San Ignacio presenta como
materia para meditar a un rey temporal, que llama a sus súbditos, todos nobles
y buenos caballeros, a realizar una empresa noble, conquistar a sus enemigos.
Luego él mismo dice que esta figura del rey temporal, debe aplicarse, por
analogía, al “rey eternal”, es decir, Jesucristo[5].
Ahora bien, este rey
eternal, que es Jesucristo, tiene la particularidad de que reina desde la cruz,
su corona no es de oro y diamantes, sino de espinas, y su cetro son los clavos
que lo sujetan al madero de la cruz.
El alma, en la segunda
semana de los Ejercicios, debe hacer un coloquio frente a Cristo crucificado,
siendo movida por lo mismo que movió a ese rey a morir por el alma: el amor y
movida por este amor, hacer la “oblación del reino”[6], es
decir, el ofrecimiento de sí mismo al rey que cuelga del madero y que primero
se donó a sí mismo al alma por amor.
Si el alma es movida por
otros motivos diferentes al amor a Cristo crucificado –el temor al infierno o
el deseo del cielo-, podrá evitar los castigos y alcanzar el cielo, pero la
unión con Jesucristo será imperfecta. Será perfecta la unión con Cristo cuando
el alma se una a Cristo crucificado en la oblación de sí misma por amor, al
tomar conciencia que Cristo se ofreció a sí mismo por amor.
Los Ejercicios no son una
ejercitación psicológica, sino una realidad espiritual, en la cual el alma se
encuentra con Dios cara a cara, en la soledad de los Ejercicios.
Este encuentro, real y
espiritual, entre el alma y Dios, que se produce en los Ejercicios, se renueva
y actualiza realmente en la misa.
En cada misa, se renueva ese encuentro entre
Cristo crucificado y el alma que se encuentra de rodillas frente a Él, que se
presenta en el altar. En cada misa, el rey de los cielos se presenta
crucificado y derrama su sangre sobre el cáliz y entrega su cuerpo en la Eucaristía, y dona su
ser divino al alma que lo recibe en la comunión.
En cada
misa, el alma debe hacer suyas las palabras de Santa Teresa de Ávila, que
responde a su rey en la cruz no por temor al infierno ni por deseo del cielo,
sino por amor a Jesús en la cruz: “No me mueve, mi Dios, para quererte/ el
cielo que me tienes prometido,/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar
por eso de ofenderte./ Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/ clavado en una
cruz y escarnecido;/ muéveme ver tu cuerpo tan herido,/ muévenme tus afrentas y
tu muerte./ Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,/ que aunque no hubiera
cielo, yo te amara,/ y aunque no hubiera infierno, te temiera./ No me tienes
que dar porque te quiera,/ pues aunque lo que espero no esperara,/ lo mismo que
te quiero te quisiera./”
En
cada misa el Rey eternal, Jesucristo, se hace Presente sobre el altar, con su
cruz, con sus heridas, con su corona de espinas, con su sangre, que vierte en
el cáliz, con su cuerpo, que entrega en la Hostia, con su Ser divino, que deposita en el
fondo del alma que lo recibe en la comunión, y en cada misa, renueva su llamado
a conquistar las almas para su reino y ofrece, como medio de conquista, su
cuerpo y su sangre en la cruz.
En respuesta al don de Sí
que este Rey eternal hace al alma, el alma no puede sino responder con la
respuesta de amor de Santa Teresa de Ávila a la pregunta de San Ignacio frente
a Jesús crucificado: “¿Qué he de hacer por Cristo?”
[1] Cfr.
http://santopedia.com
[2] San Ignacio no empleó jamás el nombre de “jesuita”. Originalmente fue este un
apodo más bien hostil que se dio a los miembros de la Compañía de Jesús.
[3] Cfr.
Butler, Vidas de los Santos de Butler,
Tomo III, 223-228.
[4] Cfr. Ejercicios Ignacianos, 147.
[5]
http://deangelesysantos.blogspot.com
[6] Cfr. Ejercicios Ignacianos, 98.
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