El
Santo Rosario, la oración compuesta por cinco decenas de Avemarías, cinco
Padrenuestros y cinco Glorias y por medio de la cual se meditan los misterios
de la vida de Nuestro Señor Jesucristo, le fue enseñado a Santo Domingo de
Guzmán por la Madre de Dios en Persona,
en el año 1208. Además de enseñarle a rezarlo, la Santísima Virgen le dijo a
Santo Domingo de Guzmán que utilizara esta oración como una poderosa arma
espiritual contra los enemigos de la Santa Fe Católica[1].
Santo
Domingo de Guzmán era un santo sacerdote español que fue al sur de Francia para
convertir a los que se habían apartado de la Iglesia por la herejía albigense,
un sistema de creencias en directa contradicción con los dogmas católicos. En efecto,
según esta herejía, existen dos dioses, uno del bien y otro del mal; el bueno
creó todo lo espiritual, mientras que el malo, todo lo material. Como
consecuencia, para los albigenses, todo lo material es malo y así el cuerpo humano,
por ejemplo, al ser material, es malo y esto contradice directamente a la Fe
Católica, que enseña que el Creador de la materia y del espíritu –del espíritu
humano y del espíritu angélico- es Dios y, en cuanto tales, en cuanto creaturas
de Dios, son buenos, puesto que Dios, siendo infinita bondad, no puede crear
nada malo. Otra consecuencia que se sigue de esta herejía albigense es en
relación a Nuestro Señor Jesucristo: puesto que tuvo un cuerpo, según esta
herejía, Jesús no es Dios.
Los
sectarios albigenses también negaban los sacramentos y la verdad de que María Santísima
es Virgen y es la Madre de Dios; también se rehusaban a reconocer al Papa y
establecieron sus propias normas y creencias. Durante años diversos Papas
enviaron sacerdotes celosos de la fe, que trataron de convertirlos, pero sin
mucho éxito. El último en ser enviado con esta misión fue Santo Domingo de
Guzmán, quien trabajó por años en medio de estos herejes, aunque muy pocos de
estos se convirtieron, a pesar de su predicación, sus oraciones y sacrificios. Como
parte de su misión evangelizadora, Santo Domingo fundó una orden religiosa para
las mujeres jóvenes convertidas y su convento se encontraba en Prouille, junto
a una capilla dedicada a la Santísima Virgen. Precisamente, fue en esta capilla
en donde Santo Domingo le suplicó a Nuestra Señora que lo ayudara, pues sentía
que no estaba logrando casi nada. En respuesta a su pedido, la Santísima Virgen
se le apareció en la capilla; en su mano sostenía un Rosario y le enseñó a
Domingo a recitarlo. Luego le dijo que lo predicara por todo el mundo,
prometiéndole que muchos pecadores se convertirían y se obtendrían abundantes
gracias. A partir de esta aparición de la Madre de Dios, Santo Domingo comenzó
la difusión del rezo del Santo Rosario, obteniendo enormes frutos apostólicos,
puesto que numerosos albigenses se convirtieron, renegaron de su herejía y
volvieron a la Fe Católica.
Poco
después, con la aprobación del Santo Padre, Domingo formó la Orden de
Predicadores (más conocidos como Dominicos), los cuales, con gran celo
predicaban y evangelizaban. A medida que la orden crecía, se extendieron a
diferentes países como misioneros para la gloria de Dios y de la Virgen. Desde entonces,
el rosario se mantuvo como la oración predilecta durante casi dos siglos y cuando
la devoción empezó a disminuir, la Virgen se apareció al Beato Alano de la Rupe
y le dijo que reviviera dicha devoción; también le dijo la Virgen que se
necesitarían volúmenes inmensos para registrar todos los milagros logrados por
medio del rosario, además de reiterarle las promesas dadas a Santo Domingo
referentes al rosario. El Santo Rosario es la oración predilecta de la Santísima
Virgen porque cada Avemaría es una rosa espiritual que le regalamos como hijos
suyos; además, meditamos en los misterios salvíficos de la vida de su Hijo
Jesús y, como si fuera poco, obtenemos todas las gracias que necesitamos para
la salvación eterna de nuestras almas y las de nuestros seres queridos.
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