Una vez que se ordenó sacerdote, enviaron a San Juan María Vianney al pueblo de
Ars. Antes de llegar, estaba un poco desorientado, porque no conocía el lugar. Entonces
encontró a un niño y el Cura de Ars le dijo: “Enséñame el camino al pueblo y yo
te enseñaré el camino al Cielo”. Guiado por el niño, el Cura de Ars llegó al pueblo y allí comenzó su fecunda labor sacerdotal, que santificó centenares de miles de almas.
El encuentro con el niño y la respuesta que le dio el Cura de Ars, que puede tomarse como una simple anécdota en su vida, resume
la misión del sacerdote y del párroco: enseñar el camino al Cielo a las almas a
las que Dios, por medio de la Iglesia, le ha encomendado. Ahora bien, el “camino
al Cielo” no es una mera frase; es un camino real, es el Camino Real de la
Cruz, el Via Crucis. Este camino, el
único que conduce al Cielo, es un camino áspero, difícil, estrecho; es en
subida y además, quien lo recorra debe tomar su cruz de cada día y seguir a
Jesús, que va delante del Camino, señalando la dirección correcta. Así como
alguien puede llegar a destino si lee las indicaciones de los carteles del
camino, así se puede saber si se está en el Camino de la Cruz si se siguen las
señales particulares de este camino, que son las huellas ensangrentadas de
Cristo.
El Camino de la Cruz, que el sacerdote debe señalar a los
fieles, no es fácil y puede granjearle muchos enemigos, porque para comenzar a
transitarlo, el sacerdote debe indicarle al fiel muchas cosas: primero, cuál es
el Verdadero Cristo y cuál es el falso cristo –el cristo de la Nueva Era-; el Verdadero
Cristo es el Cristo Eucarístico, el que se encuentra en Persona, verdadera,
real y substancialmente en la Eucaristía; el sacerdote debe indicarle al fiel que
para seguir por el Camino de la Cruz debe negarse a sí mismo, en sus pasiones,
en sus pecados y que debe adquirir virtudes, las virtudes del Sagrado Corazón y
del Inmaculado Corazón de María; el sacerdote debe indicar a los fieles que
deben fortalecer sus almas con la gracia santificante que proporcionan los
Sacramentos, sobre todo la Confesión y la Eucaristía; debe advertirles de los
peligros externos, el mundo y Satanás, que están al acecho para hacer desviar a
los hijos de Dios del Camino de la Cruz; el sacerdote debe prevenir al fiel
acerca de las trampas de Satanás, que en estos días se han multiplicado, como
por ejemplo las falsas devociones, las devociones demoníacas, al Gauchito Gil,
a la Difunta Correa, a San La Muerte, a la Pachamama; debe advertirles que deben
usar los sacramentales de la Iglesia, medallas bendecidas de la Virgen y los
santos y no los amuletos o talismanes de la brujería, como el árbol de la vida,
la mano de Fátima, el ojo turco, la cinta roja y tantos otros más. Y es por eso
que el sacerdote, en su tarea, no sea comprendido, o sea criticado por quienes
son enemigos de Dios, pero la tarea del sacerdote es señalar, aun al precio de
su vida y de su sangre, el Camino al Cielo, el Camino Real de la Cruz, tal como
lo hizo el Santo Cura de Ars y tal como lo continúa haciendo desde el Cielo. Por
último, el Santo Cura de Ars decía que la obligación del hombre era solo una: “orar
y amar”[1]:
orar al Dios del sagrario, Jesús Eucaristía y amarlo y adorarlo en su Presencia
Eucarística y, por Jesús Eucaristía, amar al prójimo, incluido en primer lugar
el enemigo. Al Santo Cura de Ars nos encomendamos para que todos, sacerdotes y
fieles, cargando la cruz de cada día, sigamos por el Camino Real de la Cruz, el
Camino del Calvario, el Via Crucis, todos los días de nuestra vida terrena,
hasta llegar el Reino de los cielos en la vida eterna.
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