Vida
de santidad[1].
Nació
en Tréveris (sur de Alemania) en el año 340. Huérfano de padre a muy corta
edad, su madre lo educó en la religión católica, instruyéndolo en toda clase de
virtudes. Siendo joven aprendió griego, llegó a ser un buen poeta, se
especializó en hablar muy bien en público y se dedicó a la abogacía. Las
defensas que hacía de los inocentes ante las autoridades romanas eran tan
brillantes, que el alcalde de Roma lo nombró su secretario y ayudante principal
y cuando apenas tenía treinta años fue nombrado gobernador de todo el norte de
Italia. Allí se ganó la simpatía de todos, pues era un excelente gobernante. Al
morir el Arzobispo de Milán, fue aclamado obispo por parte de todos los fieles
de la ciudad, por lo cual hubo que ordenarlo sacerdote, al tiempo que el
emperador emitía un decreto por el cual decía que Ambrosio debía aceptar el
cargo.
Se
preocupa por su formación personal, dedicando gran cantidad de tiempo en leer
la Biblia y también a los grandes escritores católicos, especialmente San
Basilio y San Gregorio Nacianceno, para luego dedicarse a instruir al pueblo en
la santa religión católica. Es en uno de sus sermones que San Agustín, que todavía
no se había convertido, se convierte y se hace bautizar por el santo y así
inicia su nueva vida como hijo de Dios.
San
Ambrosio era prácticamente el único que se atrevía a oponerse a los altos
gobernantes cuando estos cometían injusticias. Escribía al emperador y a las
altas autoridades corrigiéndoles sus errores y estos se lo agradecían; por
ejemplo, el emperador Valentino le decía en una carta: “Nos agrada la valentía
con que sabe decirnos las cosas. No deje de corregirnos, sus palabras nos hacen
mucho bien”. En este sentido, San Ambrosio es un ejemplo para los sacerdotes de
hoy, quienes debemos oponernos con todas nuestras fuerzas a los poderosos de
este mundo, que pretenden, entre otras cosas, implementar leyes genocidas, como
la ley del aborto, tal como está sucediendo en Argentina en estos días. Confiados
en la protección de San Ambrosio, condenamos con todas nuestras fuerzas el
proyecto de ley genocida enviada al Congreso Argentino por parte del Presidente,
Alberto Fernández y el inepto Ministro de Salud, González Ginés García.
Como
Arzobispo, se produjo un episodio que demostró su valentía y su confianza en la
Misericordia de Dios: sucedió que el emperador de su tiempo, llamado Teodosio,
era católico, pero se dejaba arrebatar por la ira y un día, en represalia por
la muerte de un oficial suyo, ordenó en represalia asesinar siete mil personas
con su ejército, lo cual fue algo tan brutal que conmovió a todos. Inmediatamente,
San Ambrosio le escribió una carta diciéndole: “Eres humano y te has dejado vencer
por la tentación. Ahora tienes que hacer penitencia por este gran pecado”. El
emperador le escribió diciéndole: “Dios perdonó a David; luego a mí también me
perdonará”. Y nuestro santo le contestó: “Ya que has imitado a David en cometer
un gran pecado, imítalo ahora haciendo una gran penitencia, como la que hizo él”.
Teodosio aceptó, pidió perdón e hizo grandes penitencias y en el día de Navidad
del año 390, San Ambrosio lo recibió en la puerta de la Catedral de Milán, como
pecador arrepentido. Después ese gran general murió en brazos de nuestro santo,
el cual en su oración fúnebre exclamó: “Siendo la primera autoridad civil y
militar, aceptó hacer penitencia como cualquier otro pecador, y lloró su falta
toda la vida. No se avergonzó de pedir perdón a Dios y a la Santa Iglesia, y
seguramente que ha conseguido el perdón”.
Este
gran sabio compuso muy bellos libros explicando la Biblia, y aconsejando
métodos prácticos para progresar en la santidad. Especialmente famoso se hizo
un tratado que compuso acerca de la virginidad y de la pureza. El viernes santo
del año 397, a la edad de 57 años, murió plácidamente exclamando: “He tratado
de vivir de tal manera que no tenga que sentir miedo al presentarme ante el
Divino Juez”.
Mensaje
de santidad.
Además
de toda su vida, su mensaje de santidad podría resumirse en su última frase,
dicha antes de morir: He tratado de vivir de tal manera que no tenga que sentir
miedo al presentarme ante el Divino Juez”. Esta simple frase resume todo lo que
debe hacer un cristiano para salvar su alma, evitar la condenación y ganar el
cielo: vivir en gracia, cumplir los Mandamientos de la Ley Divina, obedecer a
la Voluntad de Dios y obrar según la misma. Si todos hacemos esto, estaremos
confiados y alegres esperando el Juicio Particular, seguros de que por la
Misericordia Divina viviremos en la alegre eternidad del Reino de los cielos.
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