Vida de santidad[1].
Juan Diego Cuauhtlatoatzin (que significa: “Águila que habla”
o “El que habla como águila”), un indio humilde, de la etnia indígena de los
chichimecas, nació en torno al año 1474, en Cuauhtitlán, que en ese tiempo
pertenecía al reino de Texcoco. El futuro santo fue bautizado por los primeros
franciscanos que evangelizaron el lugar, aproximadamente en 1524 y recibió
luego el Catecismo de Comunión y Confirmación, comportándose siempre, desde muy
joven, de forma devota y piadosa y viviendo según la Buena Nueva del Jesucristo.
En 1531, año en que se produjeron las maravillosas apariciones de la Madre de
Dios como Nuestra Señora de Guadalupe, Juan Diego era ya un hombre maduro, de
unos 57 años de edad; con su comportamiento virtuoso, fue para los demás un
gran testimonio de vida cristiana. Según se narra en su biografía, muchas
personas se acercaban a él para que intercediera por diversas necesidades, ya
“que cuanto pedía y rogaba, la Señora del cielo, todo se le concedía”.
Juan Diego Cuauhtlatoatzin, fue siempre un laico fiel a la
gracia divina, que tuvo la dicha de ser elegido por la Madre de Dios para que
transmitiera al mundo las grandiosas apariciones de la Virgen en el Monte
Tepeyac. Murió en el año 1548, con fama de santidad y su memoria está siempre
unida al hecho de la aparición de Nuestra Señora, María Santísima, como la
Virgen de Guadalupe[2].
Mensaje de santidad.
La santidad de San Juan Diego está ligada, indisolublemente,
a la Santísima Virgen María, en su advocación de Nuestra Señora de Guadalupe,
puesto que él fue el principal intermediario de la aparición, aparición que no
era solo para él, sino para toda la humanidad. Sin embargo, su santidad también
está relacionada con la Iglesia, su jerarquía y sus sacramentos y vemos porqué:
ante todo, tenía una gran fe en la Iglesia Católica y en sus Sacramentos como
dadores de gracia, porque asistía a Misa todos los días en los que le era
posible, teniendo en cuenta las distancias y que en esos tiempos no era frecuente
la Misa y Comunión diarias. Sin embargo, Juan Diego tenía un gran amor a la
Eucaristía, sabía que ahí estaba Jesús, Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad y por eso asistía a la Santa Misa siempre que podía. Por otra parte,
tenía una gran fe en el Sacramento de la Unción: a pesar de que la Virgen le
había dado un encargo –avisarle al Obispo que Ella se aparecía en el cerro
Tepeyac-, Juan Diego busca un camino distinto, para llegar hasta la Iglesia y
pedir un sacerdote para que le conceda la Extremaunción a su tío que estaba
agonizando –el cual luego se cura por intervención de la Virgen-; por otra
parte, el amor a la Iglesia por parte de Juan Diego se manifiesta en su
obediencia al Obispo, ya que va a encontrarse con la Virgen para transmitirle
la respuesta del Obispo. En otras palabras, Juan Diego respeta en todo momento
el orden jerárquico de la Iglesia, porque sabía que quien manda en la Iglesia,
por encima del Obispo e incluso por encima del Papa, es Jesucristo, Sumo y
Eterno Sacerdote. Por último, Juan Diego demuestra un gran amor a la Virgen,
porque en todo momento obedece, como un hijo pequeño, todo lo que la Virgen le
pide, aun cuando parecería algo imposible de conseguir, como por ejemplo,
cuando la Virgen le dice que vaya a la cima del cerro Tepeyac y que allí
encontrará rosas de Castilla, cuando por lógica humana –era invierno-, era
imposible que allí crecieran rosas.
Entonces, esto es lo que nos enseña Juan Diego: amor a la
Iglesia, amor a la Eucaristía, amor a la Santísima Virgen y, como demostró en
la preocupación por conseguir un sacerdote para su tío moribundo, un gran amor
y deseo del cielo y de la vida eterna, no sólo para sí, sino también para su
prójimo. Que aprendamos de Juan Diego este amor a la vida eterna y que el santo
interceda por nosotros para que recibamos la gracia de entender que esta vida
terrena es sólo una prueba para la verdadera vida, la vida en la eternidad del
Reino de los cielos.
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