Vida
de santidad[1].
Francisco
nació cerca de Pamplona (España) en el castillo de Javier, en el año 1506. Siendo
muy joven, fue enviado a estudiar a la Universidad de París, y allá se encontró
con San Ignacio de Loyola, cuya amistad transformó por completo a Javier,
encaminándolo por el camino de la santidad, del seguimiento de Cristo. El santo
formó parte del grupo de los siete primeros religiosos con los cuales San
Ignacio fundó la Compañía de Jesús. Ordenado sacerdote, colaboró con San
Ignacio y sus compañeros en enseñar catecismo y predicar en Roma y otras
ciudades. Un poco más tarde, San Ignacio le pidió a Javier que fuera a misionar
a la India, a lo que obedeció inmediatamente. Puede decirse que con San Javier
empezaron las misiones de los jesuitas, las cuales se caracterizarían por
llevar innumerable cantidad de almas a Dios.
Llegado
a destino, Francisco Javier, solamente con el libro de oraciones como único
equipaje, recorrió India, Indostán, Japón y otras naciones. Además de bautizar
por centenares y millares, obró numerosos milagros de curación corporal, al
punto que la gente lo consideraba en santo en vida. Se estableció en la ciudad
portuguesa de Goa, en la India y allí puso su centro de evangelización, dando
clases de Catecismo para niños y adultos; además, promovió el hábito de la
Confesión y de la Comunión sacramentales frecuentes. En cada región que
evangelizaba, las gentes se convertían de a millares, por lo que dejaba catequistas
en cada lugar, para que estos continuaran evangelizando. Era muy austero: comía
sólo arroz, sólo tomaba agua, dormía en una pequeña y pobre choza. Sus viajes
eran interminables y pasaba muchas penurias, pero el santo escribía: “En medio
de todas estas penalidades e incomodidades, siento una alegría tan grande y un
gozo tan intenso que los consuelos recibidos no me dejan sentir el efecto de
las duras condiciones materiales y de la guerra que me hacen los enemigos de la
religión”. Estas palabras del santo son muy importantes, porque demuestran, de primera mano, cómo Dios Trinidad no abandona -no sólo no abandona, sino que recompensa sobreabundantemente- a quienes se entregan a su servicio: si bien considerado humanamente, San Francisco Javier padeció todo tipo de penurias, propias de los viajes de esos tiempos -hablamos del año 1500- e incluso estas penurias se vieron agravadas por las persecuciones y hostilidades sufridas por manos de los enemigos de la religión, Dios Uno y Trino, con los consuelos y alegrías interiores que concedió a San Francisco Javier, hizo que éste prácticamente no sintiera ni las penurias de los viajes, ni las agresiones de los enemigos de la religión. Algo muy similar sucedió con los Conquistadores y Evangelizadores que envió la Madre Patria España a Hispanoamérica.
En
un momento determinado, el santo decidió ir a misionar al Japón, pero resultó
que allá lo despreciaban porque vestía muy pobremente, al contrario de lo que
le sucedía en la India, en donde lo respetaban y veneraban por vestir como los
pobres del pueblo. Entonces se dio cuenta de que en Japón era necesario vestir
con cierta elegancia, para lo cual se vistió de embajador -título que poseía en
la realidad, ya que el rey de Portugal le había conferido ese cargo- y así, con
toda la pompa y elegancia, acompañado de un buen grupo de servidores muy
elegantes y con hermosos regalos se presentó ante el primer mandatario. Al
verlo así, lo recibieron muy bien y le dieron permiso para evangelizar,
logrando convertir a un gran número de japoneses.
Podríamos
decir que, hasta entonces, su tarea evangelizadora había tenido mucho éxito,
tanto en India como en Japón y en muchos otros lugares. Sin embargo, en San
Francisco ardía el fuego del Espíritu Santo, que lo hacía consumirse en deseos
de proclamar la Buena Noticia de Cristo Dios a todos los hombres; por esta
razón, no contento con su tarea evangelizadora en India y Japón, decidió ir a
misionar a China, para allí convertir a la religión católica al mayor número
posible de sus habitantes. Al emprender esta tarea, se dio con una primera gran
dificultad: en China estaba prohibida la entrada a los blancos de Europa,
aunque consiguió que el capitán de un barco lo llevara a la isla desierta de
San Cian, a unos cien kilómetros de Hong–Kong. Llegados a este lugar, el santo
fue abandonado por quienes lo habían llevado y pronto enfermó, muriendo en una
pobre choza, aterido de frío y en soledad, el tres de diciembre de 1552,
pronunciando el nombre de Jesús. Tenía sólo 46 años. A su entierro no
asistieron sino un catequista que lo asistía, un portugués y dos negros. El
Papa Pío X nombró a San Francisco Javier como Patrono de todos los misioneros
porque fue si duda uno de los misioneros más grandes que han existido.
Mensaje de santidad.
Además
de su sobrenatural deseo de proclamar a Cristo, reflejado en las increíbles
penurias que tuvo que soportar a lo largo de sus innumerables viajes
evangelizadores -en once años recorrió la India, el Japón y varios países más-,
el mensaje de santidad de San Francisco Javier puede tal vez sintetizarse en la
oración del día de su fiesta, que dice así: “Señor, tú has querido que varias
naciones llegaran al conocimiento de la verdadera religión por medio de la
predicación de San Francisco Javier”. Es decir, según la Iglesia, fue el mismo
Dios Uno y Trino quien obró la evangelización de “numerosas naciones” a través
de San Francisco Javier. El santo fue un dócil instrumento en las manos
amorosas de Dios, que por medio suyo reveló a quienes vivían en el paganismo,
la Alegre Noticia de la Salvación de la humanidad por medio del Sacrificio de
Cristo en la Cruz. Al recordarlo en su día, le pidamos al santo que interceda
ante la Santísima Trinidad para que también nosotros nos veamos inflamados en
el amor a Cristo, para proclamarlo a toda la humanidad, aun a costa de la vida
terrena.
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