Vida de santidad[1].
Nacida en 1347, Catalina tuvo la primera visión: mientras
cruzaba una calle con su hermano Esteban, vio al Señor rodeado de ángeles, que
le sonreía, impartiéndole la bendición. Su padre pensó casarla con un hombre
rico; sin embargo, la santa ya se había consagrado a Dios. A los dieciséis años,
Santa Catalina ingresó en la tercera orden de Santo Domingo. Se destacó por su
gran caridad y bondad, sobre todo para con los huérfanos y más necesitados. Durante
la llamada “peste negra”, en la cual murió la tercera parte de la población de
Siena, Santa Catalina se destacó por el cuidado de los enfermos. A los veinticinco años de edad comienza su etapa
en la vida pública, caracterizada como conciliadora de la paz entre los
soberanos y aconsejando a los príncipes. Fue por su influjo que el papa
Gregorio XI dejó la sede de Aviñón en Francia para retornar a Roma. Tanto este
pontífice como Urbano VI se sirvieron de ella como embajadora en cuestiones
gravísimas; en todas las cuales Catalina supo desempeñarse con prudencia,
inteligencia y eficacia.
Aunque
era analfabeta, como gran parte de las mujeres y muchos hombres de su tiempo,
dictó un maravilloso libro titulado “Diálogo de la divina providencia”, donde
recoge las experiencias místicas por ella vividas y donde se enseñan los
caminos para hallar la salvación. Santa Catalina de Siena, quien murió a consecuencia
de un ataque de apoplejía, a la temprana edad de treinta y tres años, el 29 de
abril de 1380, fue la gran mística del siglo XIV. El papa Pío II la canonizó en
1461 y el papa Pablo VI, en 1970, la proclamó doctora de la Iglesia.
Mensaje de santidad[2].
Según
relato de la propia santa, Nuestro Señor Jesucristo se le apareció en su celda portando
consigo dos coronas, una de oro y otra de espinas; Jesús le dijo que eligiera
cuál de ambas deseaba llevar puesta. Santa Catalina no dudó un instante en
elegir la misma corona que Nuestro Señor llevó en la Pasión, esto es, la corona
de espinas. No podía ella considerarse digna de llevar una corona de oro, mientras
que Nuestro Señor llevaba una corona de espinas. Por supuesto que en el momento
de su muerte, su corona de espinas fue trocada en una corona de valor
infinitamente mayor que el de una corona de oro, y es la corona de la gloria en
la eterna bienaventuranza. A nosotros no se nos aparecerá Jesús ofreciéndonos
una corona de oro y otra de espinas, para que elijamos cuál de ellas llevar;
sin embargo, guiados por el ejemplo de Santa Catalina de Siena, debemos pedir la
gracia de llevar, sino materialmente, sí espiritualmente, la corona de espinas,
la misma corona que llevó Nuestro Señor Jesucristo en la Pasión. Si hacemos
esto, también nos sucederá como a la Santa en el momento de la muerte: la
corona de espinas que llevemos en esta vida por amor a Cristo, se nos
convertirá en una corona de gloria en el Reino de los cielos.
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