Vida de
santidad[1].
A los 15 Isabel años fue dada en matrimonio por su
padre el Rey de Hungría al príncipe Luis VI de Turingia, con el cual tuvo tres
hijos. Se amaban tan intensamente que ella llegó a exclamar un día: “Dios mío,
si a mi esposo lo amo tantísimo, ¿Cuánto más debiera amarte a Ti?”. Su esposo no
ponía reparos a la costumbre de Isabel de dar a los pobres todo lo que
encontraba en su casa. Él solía decir: “Cuanto más demos nosotros a los pobres,
más nos dará Dios a nosotros”. Una vez se encontró un leproso abandonado en el
camino, y no teniendo otro sitio en dónde colocarlo por el momento, lo acostó
en la cama de su marido que estaba ausente. Llegó este inesperadamente y le
contaron el caso. Se fue furioso a regañarla, pero al llegar a la habitación,
vio en su cama, no el leproso sino un hermoso crucifijo ensangrentado. Recordó
entonces que Jesús premia nuestros actos de caridad para con los pobres como
hechos a Él mismo.
Cuando Isabel tenía apenas veinte años su esposo murió
en una de las Cruzadas a Tierra Santa; Santa Isabel, con gran dolor, aceptó con
resignación cristiana la voluntad de Dios y desde entonces, rechazando otras
ofertas de matrimonio, se dedicó a vivir en la pobreza y a dedicarse al
servicio de los más pobres y desamparados.
Sin embargo, un día su suerte cambió radicalmente,
puesto que el sucesor de su marido la desterró del castillo y tuvo que huir con
sus tres hijos, desprovistos de toda ayuda material. Y así, aquella que cada
día daba de comer a 900 pobres en el castillo, ahora no tenía quién le diera
para el desayuno. Pero Isabel nunca dejó de confiar en Dios y fe así que poco
tiempo más tarde el Rey de Hungría consiguió que le devolvieran los bienes que
le pertenecían como viuda, y con ellos construyó un gran hospital para pobres,
y ayudó a muchas familias necesitadas. Un día, cuando todavía era princesa, fue
al templo vestida con los más exquisitos lujos, pero al ver una imagen de Jesús
crucificado pensó: “¿Jesús en la Cruz despojado de todo y coronado de espinas,
y yo con corona de oro y vestidos lujosos?”. Nunca más volvió con vestidos
lujosos al templo de Dios; como consecuencia de esto, un Viernes Santo, después
de las ceremonias, cuando ya habían desvestido los altares en la iglesia, se
arrodilló ante uno y delante de varios religiosos hizo voto de renuncia de
todos sus bienes y voto de pobreza, como San Francisco de Asís, y consagró su
vida al servicio de los más pobres y desamparados. Cambió sus vestidos de
princesa por un simple hábito de tela burda y ordinaria de hermana franciscana
y los últimos cuatro años de su vida –murió joven, a los veinticuatro años- se
dedicó a atender a los pobres enfermos del hospital que había fundado. Se
propuso recorrer calles y campos pidiendo limosna para sus pobres, y vestía
como las mujeres más pobres del campo. Vivía en una humilde choza junto al
hospital. Tejía y hasta pescaba, con tal de obtener con qué compararles
medicinas a los enfermos.
Tenía un director espiritual que, para ayudarla en su
camino a la santidad, la trataba duramente. Ella exclamaba: “Dios mío, si a
este sacerdote le tengo tanto temor, ¿cuánto más te debería temer a Ti, si
desobedezco tus mandamientos?”.
Cuando apenas cumplía 24 años, el 17 de noviembre del
año 1231, pasó de esta vida a la eternidad. A sus funerales asistieron el
emperador Federico II y una multitud tan grande formada por gentes de diversos
países y de todas las clases sociales, que los asistentes decían que no se
había visto ni quizá se volvería a ver en Alemania un entierro tan concurrido y
fervoroso como el de Isabel de Hungría, la patrona de los pobres.
El mismo día de la muerte de la santa, a un hermano
lego se le destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo
terribles dolores. De pronto vio a parecer a Isabel en su habitación, vestida
con trajes hermosísimos. Él dijo: “¿Señora, Usted, que siempre ha vestido
trajes tan pobres, por qué ahora tan hermosamente vestida?”. Y ella sonriente
le dijo: “Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su
brazo que ya ha quedado curado”. El paciente estiró el brazo que tenía
totalmente destrozado, y la curación fue completa e instantánea. Dos días
después de su entierro, llegó al sepulcro de la santa un monje cisterciense el
cual desde hacía varios años sufría un terrible dolor al corazón y ningún
médico había logrado aliviarle de su dolencia. Se arrodilló por un buen rato a
rezar junto a la tumba de la santa, y de un momento a otro quedó completamente
curado de su dolor y de su enfermedad. Estos milagros y muchos más, movieron al
Sumo Pontífice a declararla santa, cuando apenas habían pasado cuatro años de
su muerte.
Mensaje de santidad.
Tal vez el mensaje de santidad lo podemos descubrir en
dos afirmaciones de quienes conocieron a la santa. Un sacerdote de aquella
época escribió: “Afirmo delante de Dios que raramente he visto una mujer de una
actividad tan intensa, unida a una vida de oración y de contemplación tan
elevada”. El mismo emperador Federico II afirmó: “La venerable Isabel, tan
amada de Dios, iluminó las tinieblas de este mundo como una estrella luminosa
en la noche oscura”. Es decir, Santa Isabel de Hungría, siendo noble de
nacimiento y muy rica en bienes materiales, eligió, por amor a Cristo,
despojarse de la nobleza terrena para adquirir la nobleza que da la gracia y
eligió además despojarse de sus bienes materiales para darlos a los pobres y
así ganar una mansión en el Reino de los cielos. Antes que los honores mundanos
de la corte, prefirió el silencio y la oración y antes que disfrutar de los
bienes terrenos, prefirió darlos todos a los pobres y servirlos a ellos, viendo
en ellos al mismo Cristo crucificado. Santa Isabel de Hungría no sirvió a los
pobres por mero altruismo, sino porque en ellos veía a Cristo crucificado,
pobre y necesitado de todo. Y Cristo crucificado, recibiendo todo tipo de
atenciones en los pobres, le dio a Santa Isabel lo que Él reserva para quienes
lo abandonan todo por el Evangelio en esta vida: el Reino de los cielos.
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