Vida de santidad[1].
Nació San Vicente en el pueblecito de Pouy en Francia, en
1580. Sus padres, que eran campesinos, lo enviaron a estudiar con los padres
franciscanos y luego en la Universidad de Toulouse, y a los 20 años, en 1600
fue ordenado de sacerdote. Cuenta el mismo santo que al principio de su
sacerdocio lo único que le interesaba era hacer una carrera brillante, pero
Dios lo purificó con tres sufrimientos muy fuertes. El primero de ellos fue el
cautiverio, pues fue atrapado por los turcos y esclavizado durante tres años;
el segundo fue una falsa acusación de robo lanzada por un amigo que lo
hospedaba en su casa y al que se le perdieron cuatrocientas monedas de plata;
al aparecer el verdadero ladrón a los seis meses se supo la verdad; la tercera
prueba fue una terrible tentación contra la fe, que aceptó para lograr que Dios
librara de esa tentación a un amigo suyo. Esto lo hizo sufrir hasta lo
indecible y fue para su alma “la noche oscura”. A los 30 años a los pies de un
crucifijo, consagra su vida totalmente a la caridad para con los necesitados;
hace voto o juramento de dedicar toda su vida a socorrer a los necesitados, y
en adelante ya no pensará sino en los pobres.
Dice
el santo: “Me di cuenta de que yo tenía un temperamento bilioso y amargo y me
convencí de que con un modo de ser áspero y duro se hace más mal que bien en el
trabajo de las almas. Y entonces me propuse pedir a Dios que me cambiara mi
modo agrio de comportarme, en un modo amable y bondadoso y me propuse trabajar
día tras día por transformar mi carácter áspero en un modo de ser agradable”. Y
en verdad que lo consiguió de tal manera, que varios años después, el gran
orador Bossuet, exclamará: “Oh Dios mío, si el Padre Vicente de Paúl es tan
amable, ¿Cómo lo serás Tú?”.
San
Vicente contaba a sus discípulos: “Tres veces hablé cuando estaba de mal genio
y con ira, y las tres veces dije barbaridades”. Por eso cuando le ofendían
permanecía siempre callado, en silencio como Jesús en su santísima Pasión. El santo
se hizo amigo del Ministro de la marina de Francia, quien lo nombró capellán de
los marineros y de los prisioneros que trabajan en los barcos, logrando con su
insistencia cambiar la vida inhumana de quienes eran allí obligados a remar.
Otro
ministro, el Ministro Gondi nombró al Padre Vicente como capellán de las
grandes regiones donde tenía sus haciendas: allí nuestro santo descubrió con
horror que los campesinos ignoraban totalmente la religión. Que las pocas
confesiones que hacía eran sacrílegas porque callaban casi todo. Y que no
tenían quién les instruyera. Se consiguió un grupo de sacerdotes amigos, y
empezó a predicar misiones por esos pueblos siendo el éxito clamoroso. Las
gentes acudían por centenares y miles a escuchar los sermones y se confesaban y
enmendaban su vida. De ahí le vino la idea de fundar su Comunidad de Padres
Vicentinos, que se dedican a instruir y ayudar a las gentes más necesitadas.
El
santo fundaba en todas partes a donde llegaba, unos grupos de caridad para
ayudar e instruir a las gentes más pobres. Pero se dio cuenta de que para
dirigir estas obras necesitaba unas religiosas que le ayudaran. Y habiendo
encontrado una mujer especialmente bien dotada de cualidades para estas obras
de caridad, Santa Luisa de Marillac, con ella fundó a las hermanas Vicentinas,
que se dedican por completo a socorrer e instruir a las gentes más pobres y
abandonadas, según el espíritu de su fundador.
San
Vicente poseía una gran cualidad para lograr que la gente rica le diera
limosnas para los pobres. Reunía a las señoras más adineradas de París y les
hablaba con tanta convicción acerca de la necesidad de ayudar a quienes estaban
en la miseria, que ellas daban cuanto dinero encontraban a la mano. La reina
(que se confesaba con él) le dijo un día: “No me queda más dinero para darle”,
y el santo le respondió: “¿Y esas joyas que lleva en los dedos y en el cuello y
en las orejas?”, y ella le regaló también sus joyas, para los pobres.
Parece
casi imposible que un solo hombre haya podido repartir tantas, y tan grandes
limosnas, en tantos sitios, y a tan diversas clases de gentes necesitadas, como
lo logró San Vicente de Paúl. Había hecho juramento de dedicar toda su vida a
los más miserables y lo fue cumpliendo día por día con generosidad heroica.
Fundó varios hospitales y asilos para huérfanos. Recogía grandes cantidades de
dinero y lo llevaba a los que habían quedado en la miseria a causa de la
guerra.
Se
dio cuenta de que la causa principal del decaimiento de la religión en Francia
era que los sacerdotes no estaban bien formados. Él decía que el mayor regalo
que Dios puede hacer a un pueblo es dale un sacerdote santo. Por eso empezó a
reunir a quienes se preparaban al sacerdocio, para hacerles cursos especiales,
y a los que ya eran sacerdotes, los reunía cada martes para darles conferencias
acerca de los deberes del sacerdocio. Luego con los religiosos fundados por él,
fue organizando seminarios para preparar cuidadosamente a los seminaristas de
manera que llegaran a ser sacerdotes santos y fervorosos.
Siempre
vestía muy pobremente, y cuando le querían tributar honores, exclamaba: “Yo soy
un pobre pastorcito de ovejas, que dejé el campo para venirme a la ciudad, pero
sigo siendo siempre un campesino simplón y ordinario”. En sus últimos años su
salud estaba muy deteriorada, pero no por eso dejaba de inventar y dirigir
nuevas y numerosas obras de caridad. Lo que más le conmovía era que la gente no
amaba a Dios. Exclamaba: “No es suficiente que yo ame a Dios. Es necesario
hacer que mis prójimos lo amen también”.
El 27 de septiembre de
1660 pasó a la eternidad a recibir el premio prometido por Dios a quienes se
dedican a amar y hacer el bien a los demás. Tenía 80 años.
Mensaje de santidad.
San Vicente de Paúl se dedicó a los
pobres, comprendiendo en un sentido verdaderamente evangélico la frase de
Jesús: “Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, a Mí me lo habéis hechos”.
Es decir, San Vicente de Paúl sabía que el Salvador era Jesús y no los pobres,
pero sabía también que en los pobres estaba misteriosamente presente Jesús, de
manera que lo que le hacía a los pobres, se lo hacía a Jesús. Sabía que si daba
un vaso de agua a un pobre, se lo estaba dando al pobre y a Jesús que,
misteriosamente, mora en el pobre. Por esta razón, San Vicente de Paúl se
dedicó a hacer no una obra meramente solidaria, sino que también se preocupaba
por la pobreza espiritual, es decir, por aquella pobreza que consiste en
ignorar que Cristo es Dios y es el Salvador de la humanidad, que se nos entrega
en Persona en la Eucaristía. Esto es lo que explica la doble acción de San
Vicente de Paúl sobre los pobres: no sólo los asistía materialmente, dándoles
un hogar, un plato de comida y ropa para vestirse, sino que se preocupaba
también de darles el Catecismo, de enseñarles que el único camino que lleva al
cielo es el camino de la Cruz. San Vicente no se contentaba con darles cosas
materiales a los pobres: quería que salieran de la mayor pobreza, que es la
ignorancia de conocer al Verdadero Dios y a su Mesías. Por eso es que decía: “No
es suficiente que yo ame a Dios. Es necesario hacer que mis prójimos lo amen
también”. Por haber dado a Jesús en los pobres, tanto el alimento corporal como
el espiritual, es que San Vicente de Paúl recibió como premio el Reino eterno
de los cielos, en donde vive ahora por la eternidad.
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