En una de las apariciones a Santa Margarita María de
Alacquoque –más precisamente, el 27 de diciembre de 1673, día de San Juan el
Apóstol, en lo que se conoce como “Primera revelación”[1]-,
Jesús, que se le aparecía como el Sagrado Corazón, le pidió su corazón, el
corazón de la santa, y lo introdujo en el suyo, devolviéndoselo luego convertido
en una llama flameante en forma de corazón. Así lo relata la propia Margarita: “(…)
me pidió el corazón, el cual yo le suplicaba tomara y lo cual hizo, poniéndome
entonces en el suyo adorable, desde el cual me lo hizo ver como un pequeño
átomo que se consumía en el horno encendido del suyo, de donde lo sacó como
llama encendida en forma de corazón, poniéndolo a continuación en el lugar de
donde lo había tomado”[2].
Ahora bien, nosotros podemos considerar a Santa Margarita
como una santa afortunada, porque Jesús se le aparece como el Sagrado Corazón y
además, convierte su corazón humano en un corazón que posee el mismo fuego de
Amor que el suyo, ya que se lo devuelve convertido en una llama en forma de
corazón. Sin embargo, nosotros podemos decir que no somos menos afortunados que
la santa; todavía más, podemos decir que, por la comunión eucarística recibida
en la Santa Misa, somos infinitamente más dichosos que la santa. ¿Por qué? Porque
en la Santa Misa, Jesús no se nos aparece visiblemente, como a la santa, pero
sí se nos aparece invisiblemente, oculto en la apariencia de pan; por otro
lado, en vez de pedirnos nuestros corazones para introducirlos en el suyo, como
hizo con la santa, Jesús Eucaristía nos dona, por la Eucaristía, su Sagrado
Corazón Eucarístico, envuelto en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo,
para convertir a nuestros corazones, por el contacto con este fuego, en otros
tantos corazones similares al suyo. Con la Eucaristía sucede como con el fuego
y la leña o el pasto seco: cuanto más secos están estos, al contacto con las
llamas, se incendian inmediatamente, convirtiéndose en brasas incandescentes y
a tal punto que se puede decir que la leña, convertida en brasa y el pasto
seco, convertido en llama, son una sola cosa con el fuego. Entonces, cuanto más
secos de amor sean nuestros corazones, tanto más arderán en el fuego del Divino
Amor, el Espíritu Santo, cuando entren en contacto con el mismo por medio de la
comunión eucarística. Ésta es entonces la razón por la cual nos podemos
considerar infinitamente más dichosos que la santa: Jesús no nos pide nuestros
corazones, sino que introduce su Sagrado Corazón Eucarístico en nuestros
corazones, para convertirlos en corazones semejantes al suyo, que arden en el
fuego del Divino Amor.
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