San Felipe
Según el evangelio, Felipe nació en Betsaida en Galilea. Luego
de llamar a San Pedro y a San Andrés para que pertenecieran al grupo de
apóstoles, Jesús llamó a San Felipe. Él a su vez fue quien llamó a Natanael o
Bartolomé y lo llevó a donde Jesús. Fue elegido por Jesús como uno de los Doce
Apóstoles. Otra intervención de Felipe es cuando unos griegos extranjeros
quisieron hablar con el Divino Maestro y le pidieron a Felipe que los llevara
hacia Él. En la Última Cena fue Felipe quien le dijo a Jesús: “Señor:
muéstranos al Padre”, y Jesús le respondió: “Felipe, quien me ve a Mí, ve al
Padre”. El día de Pentecostés, Felipe recibió junto con los otros apóstoles y
la Virgen María, al Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego. Luego de Pentecostés
se fue a evangelizar a Bitinia, en el Asia Menor (cerca del Mar Negro). Un
autor del siglo II, Papías, afirma que San Felipe logró el milagro de resucitar
a un muerto. Con respecto a su muerte, San Clemente de Alejandría dice que en
una persecución contra los cristianos murió crucificado.
Mensaje de santidad.
Algo que se destaca en su vida es el llevar a los demás a
Jesús, además de querer ver al Padre. En efecto, vemos cómo Felipe es quien
lleva a Natanael adonde se encuentra Jesús y es también quien lleva a los griegos
también para que vean a Jesús. Al igual que Felipe, entonces, también nuestra
tarea como cristianos es llevar a los demás a Jesús, diciéndoles que “hemos
encontrado al Maestro” y que el Maestro, es decir, Jesús, está en la
Eucaristía. Para nosotros, llevar a alguien a Jesús es llevarlo a la
Eucaristía, por lo que nuestro apostolado debe ser eminentemente eucarístico. Pero
también debemos saber que, para poder llevar a otros adonde está Jesús, debemos
nosotros primero ir con Jesús, adonde Él vive, que es en el sagrario; debemos
hacer adoración eucarística para que, sabiendo dónde está Jesús -en el
sagrario, en la Eucaristía-, seamos capaces de llevar a los demás ante Jesús en
el sagrario. El otro aspecto que destaca en San Felipe es su deseo de ver al
Padre, ya que es él quien le dice a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre”. También
nosotros debemos tener deseos de querer ver al Padre, Origen Increado de la
Santísima Trinidad. Una forma de cumplir este deseo es por medio de la comunión
eucarística, porque si bien es cierto que, aunque comulguemos, no por eso
veremos al Padre sensiblemente, visiblemente, sí es verdad que, por la comunión
eucarística, seremos llevados al Padre porque Jesús, por la Eucaristía, nos
dona al Espíritu Santo, que es quien nos lleva al seno del Padre. Llevar a los
demás ante Jesús Eucaristía y ser llevados al Padre por el Espíritu Santo que
se nos dona en la comunión eucarística, es una forma de imitar a este gran
santo que es Felipe.
Santiago el Menor[2].
Vida de santidad.
Se
le llama “el Menor” para diferenciarlo del otro apóstol, Santiago el Mayor (que
fue martirizado poco después de la muerte de Cristo). Era de Caná de Galilea y si
bien en el Evangelio es llamado “el hermano de Jesús”, esto no se debe a que
fuera hijo de la Virgen María, la cual no tuvo sino un solo Hijo, Nuestro Señor
Jesucristo, sino que se debe a que en la Biblia se le llaman “hermanos” a los
que provienen de un mismo abuelo: a los primos, tíos y sobrinos (y
probablemente Santiago era “primo” de Jesús, hijo de alguna hermana de la Santísima
Virgen). El decir que alguno era “hermano” de Jesús no significa que María tuvo
más hijos, sino que estos llamados “hermanos”, eran simplemente familiares:
primos, etc.
San
Pablo afirma que una de las apariciones de Jesús Resucitado fue a Santiago y en
el libro de Los Hechos de los Apóstoles se narra cómo en la Iglesia de
Jerusalén era sumamente estimado este apóstol a quien llamaban “el obispo de
Jerusalén”. San Pablo cuenta que él, la primera vez que subió a Jerusalén
después de su conversión, fue a visitar a San Pedro y no vio a ninguno de los
otros apóstoles, sino solamente a Santiago. Cuando San Pedro fue liberado por
un ángel de la prisión, corrió hacia la casa donde se hospedaban los discípulos
y les dejó el encargo de “comunicar a Santiago y a los demás”, que había sido
liberado y que se iba a otra ciudad (Hech
12,17). Y el Libro Santo refiere que la última vez que San Pablo fue a Jerusalén,
se dirigió antes que todo “a visitar a Santiago, y allí en casa de él se
reunieron todos los jefes de la Iglesia de Jerusalén” (Hech 21,15). San Pablo en la carta que escribió a los Gálatas
afirma: “Santiago es, junto con Juan y Pedro, una de las columnas principales
de la Iglesia”. Cuando los apóstoles se reunieron en Jerusalén para el primer
Concilio o reunión de todos los jefes de la Iglesia, fue este apóstol Santiago
el que redactó la carta que dirigieron a todos los cristianos (Hechos 15).
A
su vez Hegesipo, historiador del siglo II dice: “Santiago era llamado “El Santo”:
la gente estaba segura de que nunca había cometido un pecado grave. Jamás comía
carne, ni tomaba licores. Pasaba tanto tiempo arrodillado rezando en el templo,
que al fin se le hicieron callos en las rodillas. Rezaba muchas horas adorando
a Dios y pidiendo perdón al Señor por los pecados del pueblo y por esta razón la
gente lo llamaba también: “El que intercede por el pueblo”. Muchísimos judíos
creyeron en Jesús, movidos por las palabras y el buen ejemplo de Santiago y fue
por esto que el Sumo Sacerdote Anás II y los jefes de los judíos, un día de
gran fiesta y de mucha concurrencia le dijeron: “Te rogamos que, ya que el
pueblo siente por ti grande admiración, te presentes ante la multitud y les
digas que Jesús no es el Mesías o Redentor”. Esto implicaba renegar de la fe en
Jesucristo, pero Santiago no cedió a las presiones y sí se presentó ante el
gentío, pero para afirmarles la fe en Jesucristo Salvador: “Jesús es el enviado
de Dios para salvación de los que quieran salvarse. Y lo veremos un día sobre
las nubes, sentado a la derecha de Dios”. Al oír esto, los jefes de los
sacerdotes se llenaron de ira y decían: “Si este hombre sigue hablando, todos
los judíos se van a hacer seguidores de Jesús”. Y lo llevaron a la parte más
alta del templo y desde allá lo echaron hacia el precipicio. Santiago no murió en
el acto, sino que rezaba de rodillas diciendo: “Padre Dios, te ruego que los
perdones porque no saben lo que hacen”.
El
historiador judío, Flavio Josefo, dice que a Jerusalén le llegaron grandes
castigos de Dios, por haber asesinado a Santiago que era considerado el hombre
más santo de su tiempo.
Este
apóstol redactó uno de los capítulos de la Sagrada Escritura que “Carta de
Santiago”, en donde, entre otras cosas, se pronuncia en contra de quienes se dicen
religiosos, pero calumnian con la lengua: “Si alguien se imagina ser persona
religiosa y no domina su lengua, se equivoca y su religión es vana”. Y a los
que poseen riquezas materiales, les dice: “Oh ricos: si no comparten con el
pobre sus riquezas, prepárense a grandes castigos del cielo”. También aconseja
la oración en tiempos de prueba y el llamado al sacerdote en la enfermedad,
para recibir la Unción de los enfermos: “Si alguno está triste, que rece. Si
alguno se enferma, que llamen a los presbíteros y lo unjan con aceite santo, y
esa oración le aprovechará mucho al enfermo”. A Santiago le corresponde una frase
que define la identidad de la fe católica, en contraposición con la fe luterana
o protestante: “La fe sin obras, está muerta”. Se contrapone a la fe protestante,
porque ellos afirman que para salvarse no hacen falta las buenas obras, sino
solamente la fe. Pero la Iglesia Católica, basada entre otras cosas en esta
frase del Apóstol Santiago, enseña que, sin buenas obras, la fe queda muerta.
Mensaje de santidad.
Podemos destacar tres elementos de su vida, además de su
Carta: su constante oración y bondad -el que ama a sus hermanos ora por ellos-
y su defensa de Jesucristo en su condición de Hombre-Dios y Redentor de los
hombres, además de su defensa de una fe que necesita de obras para ser una fe
viva. Puesto que los Apóstoles son “columnas de la Iglesia”, esto significa que
son para nosotros ejemplos de vida y de santidad, de modo que debemos
esforzarnos para imitarlos. En el caso de Santiago el Menor, lo que tenemos
para imitar es su vida de oración, procurando nosotros hacer oración constante
y diaria -principalmente, Santa Misa, Santo Rosario y Adoración Eucarística-;
otro aspecto a imitar es su bondad o más bien su caridad, que es bondad divina,
es decir, amor de Dios, sobre todo para con el prójimo más necesitado; otro
elemento es la defensa de Jesús como Salvador de los hombres, que en nuestro
caso equivale a decir que en la Eucaristía está la salvación de la humanidad,
porque en la Eucaristía está Cristo, el Salvador de los hombres; por último,
debemos imitar a este santo realizando obras de misericordia -tanto
espirituales como corporales-, para que así nuestra fe no sea una fe muerta,
sin obras, sino una fe viva en Jesús muerto y resucitado por nuestra salvación.
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