Vida de santidad[1].
Nació
en 1350 en Valencia, España. Desde muy pequeño, sus padres le inculcaron una
fervorosa devoción hacia Jesucristo y a la Virgen María y un gran amor por los más
necesitados. Para ejercitarlo en las obras de misericordia, le encargaban
repartir las generosas limosnas que la familia acostumbraba a dar. También le enseñaron
a hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de la Pasión de Cristo, y
cada sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas costumbres las ejercitó durante
toda su vida.
Durante
su juventud el demonio lo asaltó con violentas tentaciones, además de sufrir el
acoso de diversas mujeres que, al no ver correspondidas sus pretensiones mal
encaminadas, inventaron contra el santo toda clase de calumnias. Ingresó luego como
religioso en Orden Dominicana, destacándose por su gran inteligencia.
Siendo
un simple diácono lo enviaron a predicar a Barcelona, en un momento en el que
la ciudad estaba pasando por un período de hambre y los barcos portadores de
alimentos no llegaban. Entonces Vicente en un sermón anunció una tarde que esa
misma noche llegarían los barcos con los alimentos tan deseados. Al volver a su
convento, el superior lo reprendió por lo que él consideraba una afirmación
temeraria, pues había hablado de cosas que iban a suceder en el futuro, el cual
es contingente y además como seres humanos, no tenemos la capacidad de predecir
el futuro. Sin embargo, esa misma noche, tal como lo había predicho San
Vicente, llegaron los barcos y al día siguiente el pueblo se dirigió hacia el
convento a aclamar a Vicente, el predicador.
En
ese entonces, en la Iglesia Católica había dos Papas y como consecuencia, había
mucha desunión y discordia, lo cual preocupaba mucho a San Vicente, al punto de
provocarle un estado de estrés que casi le cuesta la vida. Estando en esa
situación, se le apareció Nuestro Señor Jesucristo, acompañado de San Francisco
y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de dedicarse a predicar por
ciudades, pueblos, campos y países. En el mismo instante en el que recibió el
mandato del Señor, San Vicente recuperó inmediatamente su salud. Desde entonces
y por espacio de treinta años, San Vicente recorrerá evangelizando el norte de
España, el sur de Francia, el norte de Italia y el país de Suiza, predicando
incansablemente y obteniendo abundantes frutos espirituales, principalmente
conversiones de judíos e islamitas. Se calcula que se convirtieron unos diez
mil judíos y otros tantos musulmanes.
Era
tal la cantidad de gente que acudía a sus prédicas, que debía predicar en
campos abiertos –se calcula que se reunían hasta unas quince mil personas para
escuchar sus sermones-, ya que la cantidad de gente superaba la capacidad de
los templos. A pesar de no contar, obviamente, con medios electrónicos para
amplificar la voz, su voz se podía escuchar, clara y sonora, a más de cien
metros de distancia. Sus sermones duraban casi siempre más de dos horas (un
sermón suyo de las Siete Palabras en un Viernes Santo duró seis horas), pero
los oyentes no se cansaban ni se aburrían porque a cada uno le parecía que el
sermón había sido compuesto para él mismo en persona (lo cual es un don del
Espíritu Santo, más que una cualidad humana del santo). Antes de cada prédica
rezaba por cinco o más horas para pedir a Dios la eficacia de la palabra y
conseguir que sus oyentes se transformaran al oírle. Precisamente, por la
conversión de sus fieles, hacía mucha penitencia: dormía en el duro suelo,
ayunaba frecuentemente y se trasladaba a pie de una ciudad a otra.
En
aquel tiempo –como también en todo tiempo- había predicadores que lo que
buscaban era agradar a los oídos y componían sermones rimbombantes que no
convertían a nadie. En cambio a San Vicente no le importaba en lo más mínimo su
lucimiento personal, sino la conversión del alma de quien lo escuchara,
obteniendo la gracia de conmover aun hasta a los más fríos e indiferentes,
llegando su mensaje hasta lo más profundo del alma. Tanto era así, que era
frecuente que, en pleno sermón, se escucharan gritos de pecadores pidiendo
perdón a Dios. Sucedían hechos verdaderamente milagrosos, como por ejemplo, gentes
que siempre habían odiado, hacían las paces y se abrazaban y pecadores
endurecidos en sus vicios pedían confesores. El santo tenía que llevar consigo
una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a los penitentes
arrepentidos. Después de sus predicaciones lo seguían dos grandes procesiones:
una de hombres convertidos, rezando y pidiendo perdón por sus pecados,
alrededor de una imagen de Cristo Crucificado; y otra de mujeres alabando a
Dios, alrededor de una imagen de la Santísima Virgen. Estos dos grupos lo
acompañaban hasta el próximo pueblo a donde el santo iba a predicar, y allí le
ayudaban a organizar aquella misión. Como la gente se lanzaba hacia él para
tocarlo y quitarle pedacitos de su hábito para llevarlos como reliquias, tenía
que pasar por entre las multitudes, rodeado de un grupo de hombres encerrándolo
y protegiéndolo entre maderos y tablas. El santo pasaba saludando a todos con
su sonrisa franca y su mirada penetrante que llegaba hasta el alma. Las gentes
se quedaban admiradas al ver que después de sus predicaciones se disminuían
enormemente las borracheras y la costumbre de hablar cosas malas, y las mujeres
dejaban ciertas modas escandalosas o adornos que demostraban vanidad y soberbia.
Con todo, aun siendo tan fuerte su modo de predicar y atacando tan duramente al
pecado y al vicio, sin embargo las muchedumbres le escuchaban con gusto porque
notaban el gran provecho que obtenían al oírle sus sermones. El santo regalaba
a los matrimonios en cuyo seno había discordia, un frasquito con agua bendita y
les recomendaba: “Cuando su cónyuge empiece a insultarle, échese un poco de esta
agua a la boca y no se la pase mientras el otro no deje de ofenderla”. Y esta
famosa “agua de Fray Vicente” producía efectos pacificadores porque de esa
manera disminuían grandemente las disputas entre los esposos.
En
sus sermones, el santo invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos
de la confesión y de la comunión; hablaba de la sublimidad de la Santa Misa; insistía
en la grave obligación de cumplir el mandamiento de Santificar las fiestas; insistía
en la gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del
Juicio de Dios, y del cielo y del infierno que nos esperan. El tema en que más
insistía este santo predicador era el Juicio de Dios que espera a todo pecador,
es decir, el Juicio Particular, que acontece para el alma inmediatamente
después de la muerte. La gente lo llamaba “El ángel del Apocalipsis”, porque
continuamente recordaba a las gentes lo que el libro del Apocalipsis enseña
acerca del Juicio Final que nos espera a todos. Repetía sin cansarse aquel
aviso de Jesús: “He aquí que vengo, y traigo conmigo mi salario. Y le daré a
cada uno según hayan sido sus obras” (Ap
22, 12) y continuaba citando la Escritura: “Los que han hecho el bien, irán a
la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el mal, irán a la eterna
condenación” (Jn 5, 29).
Los
milagros acompañaron a San Vicente en toda su predicación, siendo uno de los
más frecuentes el hacerse entender en otros idiomas, aunque él solamente
hablaba su lengua materna y el latín. Con frecuencia sucedía que las gentes de
otros países le entendían perfectamente como si les estuviera hablando en su
propio idioma. Esto hace recordar al milagro sucedido en Jerusalén el día de
Pentecostés, cuando al llegar el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego,
las gentes de dieciocho países escuchaban a los apóstoles cada uno en su propio
idioma, siendo que ellos solamente les hablaban en hebreo. A pesar de la enorme
fama y de la gran popularidad que le acompañaban, San Vicente se mantuvo siempre
humilde, haciendo caso omiso de las alabanzas que recibía en todas partes.
Decía que su vida no había sido sino una cadena interminable de pecados.
Repetía: “Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de pecados. Todo en mí
tiene la fetidez de mis culpas”. En sus últimos años, ya lleno de enfermedades,
lo tenían que ayudar a subir al sitio donde iba a predicar. Pero apenas
empezaba la predicación se transformaba, se le olvidaban sus enfermedades y
predicaba con el fervor y la fuerza de sus primeros años, dando la apariencia,
durante el sermón, no de estar anciano y enfermo, sino lleno de juventud y de
entusiasmo. Murió en plena actividad misionera, el Miércoles de Ceniza, 5 de
abril del año 1419. Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que el
Papa lo declaró santo a los 36 años de haber muerto, en 1455.
Mensaje
de santidad.
¿El mensaje de santidad de San Vicente Ferrer, llamado “el
predicador del Apocalipsis, es para nuestros días? Todo parece indicar que sí,
sobre todo, en lo relativo a sus sermones sobre el Juicio Particular y a la
proximidad del Juicio Final. Una profecía suya muy conocida es la siguiente: “Veréis
una señal y no la conoceréis, pero advertid que en aquel tiempo las mujeres
vestirán como los hombres y se portarán según sus gustos y licenciosamente y
los hombres vestirán vilmente como mujeres”.
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