En
su “Carta a los Amigos de la Cruz”[1],
San Luis María Grignon de Montfort nos hace contemplar la cruz no con ojos
humanos, como lo hacemos habitualmente, sino con los ojos mismos de la Virgen. De
esa manera, al ver la cruz con los ojos de la Virgen, que es como la ve Dios, no
solo nos ayuda a no rechazar la cruz, sino que nos anima a imitar a Jesús en la
cruz, con lo cual quedamos a un paso del cielo.
En
su Carta, San Luis María dice así: “Un Amigo de la Cruz es un hombre escogido
por Dios, entre diez mil personas que viven según los sentidos y la sola razón,
para ser un hombre totalmente divino, que supere la razón y se oponga a los
sentidos con una vida y una luz de pura fe y un amor vehemente a la cruz”. Para
San Luis María, quien ama a Cristo crucificado, es alguien que ha sido elegido
por Dios para dejar de vivir según el mundo y sus vanidades, y ya no vive según
las pasiones –“el amor de la cruz supera los sentidos”-, sino según la gracia,
porque es un hombre nuevo, un hombre “totalmente divino”, que vive por la fe y
el amor de Jesús en la cruz.
Para
San Luis María, quien ama a Jesús crucificado, vence a los tres grandes
enemigos del alma, el demonio, el mundo y la carne, y por lo tanto, es un
héroe, porque participa del triunfo de Cristo Rey Victorioso, pero también es
un santo, porque es la santidad de Cristo la que vence a esos tres enemigos
mortales de la humanidad. Dice así San Luis María: “Un Amigo de la Cruz es un
rey todopoderoso, un héroe que triunfa del demonio, del mundo y de la carne en
sus tres concupiscencias”.
Quien
ama a Jesús crucificado, ama las humillaciones, porque ve a su Rey máximamente
humillado en la cruz, y ya esto es comenzar a vencer la propia soberbia y es
comenzar a pisotear el propio orgullo, que hacen al alma parecerse a Satanás. Al
amar las humillaciones, el alma comienza a parecerse a Jesucristo, y a
diferenciarse del Ángel caído, cuyo sello distintivo es el orgullo: “Al amar
las humillaciones, arrolla el orgullo de Satanás”.
Quien
ama a Jesús en la cruz, ama la pobreza de la cruz y desprecia los bienes
materiales, porque se da cuenta que los únicos bienes materiales que hay que atesorar,
son los que tiene Jesús en la cruz: la corona de espinas, los clavos de hierro,
el letrero que dice: “Rey de los judíos”, el paño con el que está cubierto
Jesús, y la cruz misma de madera. Quien ama la cruz, ama la pobreza de la cruz
y desprecia los bienes materiales que ofrece el mundo, bienes que encienden el
corazón en la avaricia, apartándolo de Dios: “Al amar la pobreza, triunfa de la
avaricia del mundo”.
Quien
ama a Jesús, no solo desprecia la sensualidad, sino que ama el dolor, porque
Jesús en la cruz santifica el dolor y lo convierte en camino al cielo: “Al amar
el dolor, mortifica, la sensualidad de la carne”.
Quien
ama a Jesús, se aparta del mundo porque se acerca a la cruz y está al lado de
la cruz y no quiere estar en otro lado que no sea la cruz, porque en la cruz
está Jesús agonizando: “Un Amigo de la Cruz es un hombre santo y apartado de
todo lo visible”.
Quien
ama a Jesús en la cruz, ve purificado su corazón de los amores mundanos, al
tiempo que lo ve colmado del Amor Santo de Dios, y esto lo hace ya vivir en el
cielo, de modo anticipado, aun cuando siga viviendo en la tierra: “Su corazón
se eleva por encima de todo lo caduco y perecedero”.
Quien
ama a Jesús crucificado, ya no habla de cosas mundanas, sino del cielo que le
espera y de la feliz eternidad a la que está destinado, y no habla con nadie
del mundo, porque sus interlocutores son Jesús, que está en la cruz, y la
Virgen, que está al pie de la cruz, y así su conversación ya no solo no es
mundana, porque nada de esta tierra le atrae ni le apetece, sino que es toda
del cielo que le espera: “Su conversación está en los cielos. Pasa por esta
tierra como extranjero y peregrino, sin apegarse a ella; la mira de reojo, con
indiferencia, y la huella con desprecio”.
Quien
ama a Jesús en la cruz, es porque ha sido conquistado por el Amor de Dios
derramado con la Sangre de Jesús, desde su Corazón traspasado, y porque ha sido
bañado con la Sangre de Jesús, que ha caído sobre él, muere al mundo para vivir
para Dios, oculto en el Corazón traspasado de Jesús: “Un Amigo de la Cruz es
una conquista señalada de Jesucristo, crucificado en el Calvario en unión con
su santísima Madre. Es un «Benoni» o Benjamín, nacido de su costado traspasado
y teñido con su sangre. A causa de su origen sangriento, no respira sino cruz,
sangre y muerte al mundo, a la carne y al pecado, a fin de vivir en la tierra
oculto en Dios con Jesucristo”.
Por
último, quien ama a Jesús en la cruz, dice San Luis María, se vuelve un “cristóforo”,
un “portador de Cristo”, y más que eso, se vuelve “otro cristo”, porque el Amor
de Cristo es el que lo convierte en una imagen viviente del mismo Jesús, de
manera tal que Dios Padre, al ver al alma arrodillada a los pies de Jesús, ya
no ve a esa alma, sino a su mismo Hijo, y así el Padre ama al alma con el mismo
Amor con el que ama a Jesús, el Espíritu Santo: “Por fin, un Amigo de la Cruz
es un verdadero porta-Cristo, o mejor, es otro Cristo, que puede decir con toda
verdad: Ya no vivo yo, vive en mí Cristo (Gal
2,20)”.
El
otro paso al cielo lo completamos cuando, para imitar a Jesús crucificado,
debemos hacerlo consagrándonos a la Virgen, para lo cual nos propone su
conocido método de consagración a María.
Podemos
decir entonces que San Luis María Grignon de Montfort nos proporciona el camino
a la santidad –y por lo tanto, al cielo-, con una sencillez y una sabiduría que
asombra y que por la profundidad y sobrenaturalidad de sus enseñanzas, proviene
del cielo mismo. En pocas palabras, si alguien se decidiera ir al cielo, y quisiera saber qué es lo que hay que hacer,
sólo tendría que seguir estos dos admirables consejos de San Luis María: la contemplación
y el amor de Cristo crucificado y la consagración de sí mismo al Inmaculado
Corazón de María, como esclavo de amor, para lograr reproducir la imagen de
Jesús crucificado en cada uno. Con estos dos sencillos pasos, nos dice San Luis
María, estamos más que seguros que alcanzaremos el cielo.
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