La pobreza, tanto material como espiritual, no solo es
elogiada por Jesucristo, sino que es
ante todo vivida por Él: la pobreza material, puesto que proviene de una
familia pobre, y Él mismo en su vida no tuvo ningún bien material, siendo
manifiesta esta pobreza en la Cruz; la pobreza espiritual, porque la pobreza
espiritual consiste en sentirse carenciados de Dios, y Él, como Dios Hijo
encarnado, manifiesta en todo momento su amor al Padre.
Es
esta doble pobreza, material y espiritual, vivida y practicada por Cristo, la
que sigue San Francisco, viviendo ambas hasta el extremo: la material, porque
renuncia a su herencia, y la espiritual, porque toda su vida se consume en amor
a Dios.
La
paradoja de la pobreza evangélica es que, mientras más pobre se sea en la
tierra, por amor a Cristo y al Evangelio –es decir, mientras la pobreza sea
evangélica y no por motivos terrenos-, tanto más rico se es en los cielos, de
acuerdo a la promesa de Jesús: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos”.
La
razón de esta riqueza paradojal es que, cuanto más se desapega el corazón de
los bienes materiales, más se lo apega y adhiere al verdadero bien, la gracia
santificante, que se encuentra como en su fuente inagotable en el Sagrado Corazón
de Jesús.
Siguiendo
el ejemplo de San Francisco, el cristiano debería desapegarse cada vez más de
los bienes materiales, para apegarse cada vez más al Sagrado Corazón
Eucarístico de Jesús.
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