11 de julio
Vida
y milagros de San Benito de Nursia, Abad[1]
Nació de familia rica
en Nursia, región de Umbría, Italia, en el año 480. Su hermana gemela,Escolástica, también
alcanzó la santidad.
Lo poco que se conoce acerca
de sus primeros años, proviene de los “Diálogos” de San Gregorio, quien no proporciona
una historia completa, sino solamente una serie de escenas para ilustrar los
milagrosos incidentes de su carrera. Benito fue de noble alcurnia, nació y
creció en el antiguo pueblo de Sabino en Nursia. De su hermana gemela,
Escolástica, leemos que desde su infancia se había consagrado a Dios, pero no
volvemos a saber nada de ella hasta el final de la vida de su hermano. El fue
enviado a Roma para su “educación liberal”, acompañado de una nodriza, que
habría de ser, probablemente, su ama de casa. Sin embargo, en Roma, el ambiente
era de franca decadencia, no solo entre los paganos, sino también entre los
cristianos, e incluso hasta en las escuelas y en los colegios, los jóvenes imitaban
los vicios de sus mayores y Benito, asqueado por la vida licenciosa de sus
compañeros y temiendo llegar a contaminarse con su ejemplo, decidió abandonar
Roma. Se fugó, sin que nadie lo supiera, excepto su nodriza, que lo acompañó.
Luego, ya completamente
solo, en busca de soledad, Benito partió una vez más, solo, para remontar las
colinas hasta que llegó a un lugar conocido como Subiaco (llamado así por el
lago artificial formado en tiempos de Claudio, gracias a la represión de las
aguas del Anio). En esta región rocosa y agreste se encontró con un monje llamado
Romano, al que abrió su corazón, explicándole su intención de llevar la vida de
un ermitaño. Romano mismo vivía en un monasterio a corta distancia de ahí; con
gran celo sirvió al joven, vistiéndolo con un hábito de piel y conduciéndolo a
una cueva en una montaña rematada por una roca alta de la que no podía
descenderse y cuyo ascenso era peligroso, tanto por los precipicios como por
los tupidos bosques y malezas que la circundaban. En la desolada caverna,
Benito pasó los siguientes tres años de su vida, ignorado por todos, menos por
Romano, quien guardó su secreto y diariamente llevaba pan al joven recluso,
quien lo subía en un canastillo que izaba mediante una cuerda. San Gregorio
dice que el primer forastero que encontró el camino hacia la cueva fue un
sacerdote quien, mientras preparaba su comida un domingo de Resurrección, oyó
una voz que le decía: “Estás preparándote un delicioso platillo, mientras mi
siervo Benito padece hambre”.
El sacerdote,
inmediatamente, se puso a buscar al ermitaño, al que encontró al fin con gran
dificultad. Después de haber conversado durante un tiempo sobre Dios y las
cosas celestiales, el sacerdote lo invitó a comer, diciéndole que era el día de
Pascua, en el que no hay razón para ayunar. Benito, quien sin duda había
perdido el sentido del tiempo y ciertamente no tenía medios de calcular los
ciclos lunares, repuso que no sabía que era el día de tan grande solemnidad.
Comieron juntos y el sacerdote volvió a casa. Poco tiempo después, el santo fue
descubierto por algunos pastores, quienes al principio lo tomaron por un animal
salvaje, porque estaba cubierto con una piel de bestia y porque no se
imaginaban que un ser humano viviera entre las rocas. Cuando descubrieron que
se trataba de un siervo de Dios, quedaron gratamente impresionados y sacaron algún
fruto de sus enseñanzas. A partir de este momento, empezó a ser conocido y
mucha gente lo visitaba, proveyéndolo de alimentos y recibiendo de él
instrucciones y consejos.
Aunque vivía apartado del
mundo, San Benito, como los padres del desierto, tuvo que padecer las tentaciones
de la carne y del demonio, algunas de las cuales han sido descritas por San
Gregorio. “Cierto día, cuando estaba solo, se presentó el tentador. Un pequeño
pájaro negro, vulgarmente llamado mirlo, empezó a volar alrededor de su cabeza
y se le acercó tanto que, si hubiese querido, habría podido cogerlo con la
mano, pero al hacer la señal de la cruz el pájaro se alejó. Una violenta
tentación carnal, como nunca antes había experimentado, siguió después. El
espíritu maligno le puso ante su imaginación el recuerdo de cierta mujer que él
había visto hacía tiempo, e inflamó su corazón con un deseo tan vehemente, que
tuvo una gran dificultad para reprimirlo. Casi vencido, pensó en abandonar la soledad;
de repente, sin embargo, ayudado por la gracia divina, encontró la fuerza que
necesitaba y, viendo cerca de ahí un tupido matorral de espinas y zarzas, se
quitó sus vestiduras y se arrojó entre ellos. Ahí se revolcó hasta que todo su
cuerpo quedó lastimado. Así, mediante aquellas heridas corporales, curó las
heridas de su alma”, y nunca volvió a verse turbado en aquella forma.
Tres años después, se fue
con los monjes de Vicovaro, pero se tuvo que ir luego de que intentaran envenenarlo
a causa de la disciplina que les exigía: quería que todos vivieran en celdas
horadadas en la roca. Los monjes pusieron vino en su vaso y cuando San Benito hizo
el signo de la cruz sobre el vaso, como era su costumbre, éste se rompió en
pedazos como si una piedra hubiera caído sobre él. “Dios os perdone, hermanos”,
dijo el abad con tristeza. “¿Por qué habéis maquinado esta perversa acción
contra mí? ¿No os dije que mis costumbres no estaban de acuerdo con las
vuestras? Id y encontrad un abad a vuestro gusto, porque después de esto yo no
puedo quedarme por más tiempo entre vosotros”. El mismo día retornó a Subiaco,
no para llevar por más tiempo una vida de retiro, sino con el propósito de
empezar la gran obra para la
que Dios lo había preparado durante estos tres años de
vida oculta.
Empezaron a reunirse a su
alrededor los discípulos atraídos por su santidad y por sus poderes milagrosos,
tanto seglares que huían del mundo, como solitarios que vivían en las montañas.
Fundó así, en el año 529,
con un grupo de jóvenes, su primer monasterio en Monte Cassino. Escribió la Regla, cuya difusión le
valió el título de “Patriarca del monaquismo occidental”. Fundó luego otros
monasterios para propagar la fe en Cristo Jesús. Se caracterizó por llevar una
intensa vida de oración y de trabajo (su lema será, precisamente: “Ora et
labora”, “Reza y trabaja”): se levantaba a las dos de la madrugada a rezar los
salmos, y se pasaba horas rezando y meditando. Puesto que a la luz de la
doctrina de la Iglesia,
veía el trabajo como algo honroso, hacía también largas horas de trabajo
manual, imitando a Jesucristo. Su dieta era vegetariana y ayunaba diariamente,
sin comer nada hasta la tarde. Recibía a muchos para dirección
espiritual. Algunas veces acudía a los pueblos con sus monjes a
predicar. Era famoso por su trato amable con todos.
Su
gran amor y su fuerza fueron la
Santa Cruz con la que hizo muchos milagros, como por ejemplo
el realizado con un rudo campesino: San
Gregorio habla de un rudo e inculto godo que acudió a San Benito, fue recibido
con alegría y vistió el hábito monástico. Enviado con una hoz para que quitara
las tupidas malezas del terreno desde donde se dominaba el lago, trabajó tan vigorosamente,
que la cuchilla de la hoz se salió del mango y desapareció en el lago. El pobre
hombre estaba abrumado de tristeza, pero tan pronto como San Benito tuvo
conocimiento del accidente, condujo al culpable a la orilla de las aguas, le
arrebató el mango y lo arrojó al lago. Inmediatamente, desde el fondo, surgió
la cuchilla de hierro y se ajustó automáticamente al mango. El abad devolvió la
herramienta, diciendo: “¡Toma! Prosigue tu trabajo y no te preocupes”. No fue
el menor de los milagros que San Benito hizo para acabar con el arraigado
prejuicio contra el trabajo manual, considerado como degradante y servil. Creía
que el trabajo no solamente dignificaba, sino que conducía a la santidad y, por
lo tanto, lo hizo obligatorio para todos los que ingresaban a su comunidad, nobles
y plebeyos por igual.
No sabemos cuanto tiempo
permaneció el santo en Subiaco, pero fue lo suficiente para establecer su
monasterio sobre una base firme y fuerte. Su partida fue repentina y parece
haber sido impremeditada. Vivía en las cercanías un indigno sacerdote llamado
Florencio quien, viendo el éxito que alcanzaba San Benito y la gran cantidad de
gente que se reunía en torno suyo, sintió envidia y trató de arruinarlo. Pero
como fracasó en todas sus tentativas para desprestigiarlo mediante la calumnia
y para matarlo con un pastel envenenado que le envió (que según San Gregorio
fue arrebatado milagrosamente por un cuervo), trató de seducir a sus monjes,
introduciendo una mujer de mala vida en el convento. El abad, dándose perfecta
cuenta de que los malvados planes de Florencio estaban dirigidos contra él personalmente,
resolvió abandonar Subiaco por miedo de que las almas de sus hijos espirituales
continuaran siendo asaltadas y puestas en peligro. Dejando todas sus cosas en
orden, se encaminó desde Subiaco al territorio de Monte Cassino[2].
La población de Monte
Cassino, en otro tiempo lugar importante, había sido aniquilada por los godos y
los pocos habitantes que quedaban, habían vuelto al paganismo o mejor dicho,
nunca lo habían dejado. Estaban acostumbrados a ofrecer sacrificios en un
templo dedicado a Apolo, sobre la cuesta del monte. Después de cuarenta días de
ayuno, el santo se dedicó, en primer lugar, a predicar a la gente y a llevarla a
Cristo. Sus curaciones y milagros obtuvieron muchos conversos, con cuya ayuda
procedió a destruir el templo, su ídolo y su bosque sagrado. Sobre las ruinas
del templo, construyó dos capillas y alrededor de estos santuarios se levantó,
poco a paco, el gran edificio que estaba destinado a convertirse en la más famosa
abadía que el mundo haya conocido. Los cimientos de este edificio parecen haber
sido echados por San Benito, alrededor del año 530. De ahí partió la influencia
que iba a jugar un papel tan importante en la cristianización y civilización de
la Europa
post-romana. No fue solamente un museo eclesiástico lo que se destruyó durante
la segunda Guerra Mundial, cuando se bombardeó Monte Cassino.
Tal vez fue durante ese
período cuando comenzó su “Regla”, de la que San Gregorio dice que da a
entender “todo su método de vida y disciplina, porque no es posible que el santo
hombre pudiera enseñar algo distinto de lo que practicaba”. Aunque
primordialmente la regla está dirigida a los monjes de Monte Cassino, como
señala el abad Chapman, parece que hay alguna razón para creer que fue escrita
para todos los monjes del occidente, según deseos del Papa San Hormisdas.
Está dirigida a todos
aquellos que, renunciando a su propia voluntad, tomen sobre sí “la fuerte y
brillante armadura de la obediencia para luchar bajo las banderas de Cristo,
nuestro verdadero Rey”, y prescribe una vida de oración litúrgica, estudio, (“lectura
sacra”) y trabajo llevado socialmente, en una comunidad y bajo un padre común.
Entonces y durante mucho tiempo después, sólo en raras ocasiones un monje
recibía las órdenes sagradas y no existe evidencia de que el mismo San Benito
haya sido alguna vez sacerdote.
La gran visión en la que
Benito contempló, como en un rayo de sol, a todo el mundo alumbrado por la luz de
Dios, resume la inspiración de su vida y de su regla. El santo abad, lejos de
limitar sus servicios a los que querían seguir su regla, extendió sus cuidados
a la población de las regiones vecinas: curaba a los enfermos, consolaba a los
tristes, distribuía limosnas y alimentó a los pobres y se dice que en más de una
ocasión resucitó a los muertos. Cuando la Campania sufría un hambre terrible, donó todas
las provisiones de la abadía, con excepción de cinco panes. “No tenéis bastante
ahora”, dijo a sus monjes, notando su consternación, 2pero mañana tendréis de
sobra”. A la mañana siguiente, doscientos sacos de harina fueron depositados
por manos desconocidas en la puerta del monasterio. Otros ejemplos se han
proporcionado para ilustrar el poder profético de San Benito, al que se añadía
el don de leer los pensamientos de los hombres.
Fue
un poderoso exorcista. Este don para someter a los espíritus malignos lo
ejerció utilizando como sacramental la famosa Cruz de San Benito.
San Benito predijo el día de
su propia muerte, que ocurrió el 21 de marzo del 547, pocos días después de la
muerte de su hermana, santa Escolástica. El santo que había vaticinado tantas cosas a otros, fue advertido con
anterioridad acerca de su próxima muerte. Lo notificó a sus discípulos y, seis
días antes del fin, les pidió que cavaran su tumba. Tan pronto como estuvo
hecha fue atacado por la fiebre. El último día recibió el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Después, mientras las manos
cariñosas de sus hermanos sostenían sus débiles miembros, murmuró unas pocas
palabras de oración y murió de pie en la capilla, con las manos levantadas al
cielo. Fue enterrado junto a Santa Escolástica, su hermana, en el sitio donde
antes se levantaba el altar de Apolo, que él había destruido.
Por
su gran labor evangelizadora, y por los enormes frutos de santidad que
dieron a lo largo de los siglos –y lo
continúan haciendo hoy-, San Benito fue
nombrado Patrón de Europa y Patriarca del monasticismo occidental.
Mensaje de santidad de San Benito de
Nursia, Abad[3]
Además del mensaje común a todo santo que se santificó
en la vida consagrada, el mensaje de santidad de San Benito está íntimamente
ligado a la medalla que lleva su nombre, por lo que nos detendremos en su
origen y significado. En un lado se encuentra la Cruz, y en el otro, la imagen
del Santo Patriarca. El lado de la
Cruz suele estar encabezado ya sea por el monograma del
Salvador: “I.H.S.”, en latín: “Iesus Hominum Salvator”, que significa: “Jesús
Salvador de los hombres”, o por el lema de la orden benedictina: “Pax”, que
significa: “Paz”.
En los cuatro ángulos de la Cruz se encuentran grabadas
las siguientes iniciales: C.S.P.B., “Crux Sancti Patris Benedicti”, o sea:
“Cruz del Santo Padre Benedicto”, las cuales son como un anuncio de la medalla y
no forman parte del exorcismo. En la línea vertical y horizontal y alrededor de
la Cruz, se
leen, en el siguiente orden, estas otras iniciales, cuyas palabras componen la
oración o exorcismo que tanto teme Satanás, y que conviene repetir
frecuentemente:
Crux Sancti
Patris Benedicto/Cruz del Santo Padre Benito
Crux Sacra Sit
Mihi Lux/Mi luz sea la cruz santa,
Non Draco Sit
Mihi Dux/No sea el demonio mi guía
Vade Retro
Satana/¡Apártate, Satanás!
Numquam Suade
Mihi Vana/No sugieras cosas vanas,
Sunt Mala Quae
Libas/Pues maldad es lo que brindas
Ipse Venena
Bibas/Bebe tú mismo el veneno.
La difusión de
esta medalla comenzó a raíz de un proceso por brujería en Baviera, en 1647. En
Natternberg, unas mujeres fueron juzgadas por hechiceras, y en el proceso
declararon que no habían podido dañar a la abadía benedictina de Metten, porque
estaba protegida por el signo de la Santa Cruz. Se buscó entonces en el monasterio y
se encontraron pintadas antiguas representaciones de esta cruz, con la
inscripción antes explicada, la que siempre acompaña a la medalla. Pero esas
iniciales misteriosas no pudieron ser interpretadas, hasta que, en un
manuscrito de la biblioteca, iluminado en el mismo monasterio de Metten en 1414
y conservado hoy en la
Biblioteca Estatal de Munich, se vio una imagen de San
Benito, con esas mismas palabras. Un manuscrito anterior, del siglo XIV y
procedente de Austria, que se encuentra en la biblioteca de Wolfenbüttel,
parece haber sido el origen de la imagen y del texto. En el siglo XVII J. B.
Thiers, erudito francés, la juzgó supersticiosa, por los enigmáticos caracteres
que la acompañan, pero el Papa Benedicto XIV la aprobó en 1742 y la fórmula de
su bendición se incorporó al Ritual Romano.
Debido a la
necesidad de ser protegidos del demonio, todo cristiano debería llevar la Cruz de San Benito, además de
colocarla en las puertas de entrada de sus casas, pero ante todo, la Cruz debe llevarse en el
corazón, para impedir la entrada del demonio, a fin de que solo sea Cristo
quien habite en él.
Otro mensaje de santidad
está dado por su lema “Ora et Labora”, representado emblemáticamente por el
arado y la Cruz:
el arado simboliza el trabajo, con el cual el hombre gana el pan de todos los
días mediante el sudor de su frente, y la Cruz, significa que este mismo trabajo, sin
importar cuál sea, ofrecido a Cristo, se convierte en fuente de santidad y en
camino abierto al cielo.
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