Vida de santidad[1].
Obispo y doctor de la Iglesia, que, discípulo de su hermano
Leandro y sucesor suyo en la sede de Sevilla, en la Hispania Bética, escribió
con erudición, convocó y presidió varios concilios, y trabajó con celo y
sabiduría por la fe católica y por la observancia de la disciplina eclesiástica
(† 636). San Isidoro de Sevilla (560-636) es el último de los Padres Latinos,
y resume en sí todo el patrimonio de adquisiciones doctrinales y culturales que
la época de los padres de la Iglesia transmitió a los siglos futuros.
Mensaje de santidad.
Su
mensaje de santidad lo podemos obtener de uno de sus numerosos escritos, como,
por ejemplo, del “Tratado de San Isidoro, obispo, sobre los oficios
eclesiásticos”[2].
Decía
así: “Es preciso que el obispo sobresalga en el conocimiento de las Sagradas
Escrituras, porque, si solamente puede presentar una vida santa, para sí
exclusivamente aprovecha; pero, si es eminente en ciencia y pedagogía, podrá
enseñar a los demás y refutar a los contestatarios, quienes, si no se les va a
la mano y se les desenmascara, fácilmente seducen a los incautos”. San Isidoro
nos enseña la importancia de conocer las Escrituras, para no solo el provecho
propio, sino además también para enseñar a los que no saben y para refutar con
ciencia y caridad, a los que falsifican a la Palabra de Dios para provecho
propio. Pero aquí debemos recordar que para nosotros los católicos, la Palabra
de Dios no es solo la Sagrada Escritura, que sería la Palabra de Dios “escrita”,
sino que también para nosotros es Palabra de Dios la Sagrada Eucaristía, puesto
que es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. La Eucaristía sería la Palabra de
Dios “encarnada” y sabremos tanto más de este augusto misterio, cuanto más
recibamos la Sagrada Comunión en gracia, con fe, piedad y amor.
Decía
también San Isidoro: “El lenguaje del obispo debe ser limpio, sencillo,
abierto, lleno de gravedad y corrección, dulce y suave. Su principal deber es
estudiar la santa Biblia, repasar los cánones, seguir el ejemplo de los santos,
moderarse en el sueño, comer poco y orar mucho, mantener la paz con los
hermanos, a nadie tener en menos, no condenar a ninguno si no estuviere
convicto, no excomulgar sino a los incorregibles”. Nos dice que el obispo -y
por extensión, todo cristiano- debe poseer o mejor ejercitarse en múltiples
virtudes, como la sobriedad y la dedicación diligente y el estudio de la
Sagrada Escritura. También el santo nos advierte que, para aquellos que se
obstinan en el error, el obispo debe excomulgarlos y aunque nosotros no seamos
obispos, debemos saber que la excomunión existe y que es el peor daño que puede
recibir un alma en esta vida, aunque se trata de un castigo auto-infligido,
porque el que comete pecado de excomunión lo hace libre y voluntariamente. Debemos
estar precavidos contra este pecado mortal de la excomunión, para no caer
nosotros en estado de desgracia.
Para
San Isidoro, el obispo debe sobresalir en virtudes, sobre todo la humildad y la
caridad: “Sobresalga tanto en la humildad como en la autoridad; que, ni por
apocamiento queden por corregir los desmanes, ni por exceso de autoridad
atemorice a los súbditos. Esfuércese en abundar en la caridad, sin la cual toda
virtud es nada. Ocúpese con particular diligencia del cuidado de los pobres,
alimente a los hambrientos, vista al desnudo, acoja al peregrino, redima al
cautivo, sea amparo de viudas y huérfanos”. El obispo no debe exagerar en el
rigor cuando deba corregir en justicia, pero tampoco, por respetos humanos o
por cobardía, debe dejar pasar por alto lo que sea un grave atentado contra la
fe y la moral.
Por
último, debe obrar la misericordia, tanto espiritual como corporal: “Debe dar
tales pruebas de hospitalidad que a todo el mundo abra sus puertas con caridad
y benignidad. Si todo fiel cristiano debe procurar que Cristo le diga: Fui
forastero y me hospedasteis, cuánto más el obispo, cuya residencia es
la casa de todos. Un seglar cumple con el deber de hospitalidad abriendo su
casa a algún que otro peregrino. El obispo, si no tiene su puerta abierta a todo
el que llegue, es un hombre sin corazón”. Es decir, el obispo y todo cristiano,
deben esforzarse por ver a Cristo en los más necesitados y auxiliar a ese
cristo, abriendo de par en par las puertas de la Iglesia, para poder dar al
prójimo necesitado el alimento material, pero sobre todo, el alimento espiritual,
el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía.
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