Vida
de santidad[1].
Policarpo,
discípulo de los apóstoles y obispo de Esmirna, huésped de Ignacio de
Antioquía, fua a Roma para tratar con el papa Aniceto la cuestión de la Pascua.
Sufrió el martirio hacia el año 155, siendo quemado en el estadio de la ciudad.
Mensaje
de santidad[2].
Los testigos del martirio del obispo San Policarpo dejaron
por escrito la muerte martirial que sufrió San Policarpo y el hecho milagroso
que sucedió en ella, así como las palabras del santo y sus últimas acciones.
La carta dice así: “Cuando estuvo preparada la hoguera,
Policarpo, habiéndose despojado de sus vestidos y soltado el ceñidor, se
esforzaba también en descalzarse (…). Llegó el momento en que ya estaban
preparados a su alrededor todos los instrumentos necesarios para la hoguera.
Cuando iban a clavarlo en el poste, dijo: “Dejadme así; el que me ha hecho la
gracia de morir en el fuego hará también que permanezca inmóvil en la hoguera,
sin necesidad de vuestros clavos”. En estas palabras podemos ver la asistencia
del Espíritu Santo a San Policarpo: está a punto de morir quemado en la
hoguera, pero el santo no solo no se desespera, ni comienza a gritar, o a
llorar, o a implorar misericordia a sus verdugos, sino que les pide simplemente
que no lo fijen con clavos al madero, porque él no se retorcerá de dolor,
porque la gracia santificante que lo asiste y que lo condujo con mansedumbre
hasta la hoguera, hará también que permanezca inmóvil cuando el fuego comience
a consumir su cuerpo.
Continúa
la carta: “Ellos, pues, no lo clavaron, sino que se limitaron a atarlo. Policarpo,
con las manos atadas a la espalda, como una víctima insigne tomada del gran
rebaño, dispuesta para la oblación, como ofrenda agradable a Dios, mirando al
cielo, dijo: “Señor Dios todopoderoso, Padre de tu amado y bendito siervo
Jesucristo, por quien hemos recibido el conocimiento de tu persona, Dios de los
ángeles y de las potestades, de toda la creación y de toda la raza de los
justos que viven en tu presencia: te bendigo porque en este día y en esta hora
te has dignado agregarme al número de los mártires y me has concedido tener
parte en el cáliz de tu Ungido, para alcanzar la resurrección y la vida eterna
del alma y del cuerpo en la incorrupción por el Espíritu Santo; ojalá sea hoy
recibido como ellos en tu presencia como un sacrificio pingüe y acepto, tal
como de antemano lo dispusiste y me diste a conocer, y ahora lo cumples, oh
Dios, veraz y verdadero. Por esto te alabo por todas estas cosas, te bendigo,
te glorifico por mediación del eterno y celestial pontífice, Jesucristo, tu
amado siervo, por quien sea la gloria a ti, junto con él y el Espíritu Santo,
ahora y por los siglos venideros. Amén”. Sus últimas palabras pueden considerarse
no solo como un canto de alabanza a Dios Uno y Trino, sino también como una
profesión de fe en el Hombre-Dios Jesucristo, en el valor del martirio que
conduce al cielo en unión con Cristo y en la esperanza de recibir, como premio
al martirio, la vida eterna en el Reino de los cielos.
Luego
los testigos del martirio describen un hecho milagroso sucedido en el momento
del martirio: “Cuando hubo pronunciado el “Amén”, concluyendo así su oración,
los esbirros encendieron el fuego. Se levantó una gran llamarada, y entonces pudimos
contemplar algo maravilloso, nosotros, los que tuvimos el privilegio de verlo,
y que por esto hemos sobrevivido, para contar a los demás lo acaecido. El
fuego, en efecto, abombándose como la vela de un navío henchida por el viento,
formó como un círculo alrededor del cuerpo del mártir; el cual, puesto en
medio, no tomó el aspecto de un cuerpo quemado, sino que parecía pan cocido u
oro y plata que se acrisolan al fuego. Y nosotros percibíamos un olor tan
agradable como si se quemara incienso u otro precioso aroma”. Los testigos
narran que San Policarpo se mantuvo sereno, firme en la fe y manso como un
cordero, que su cuerpo no tomó el aspecto carbonizado que suelen tomar los
cuerpos quemados, sino que parecía “pan cocido” y también “oro y plata
acrisolados en el fuego” y el significado de todo esto es el siguiente: San Policarpo
estaba asistido e inhabitado por el Espíritu Santo, por eso, lo que lo quemaba,
pero sin hacerlo arder ni provocarle dolor, no era el fuego material, externo,
de la hoguera, que es retirado por Dios para que no afecte su cuerpo: lo que lo
quemaba, con un Fuego que lo hacía arder dulcemente en el Amor de Dios, era el
Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo y es este Fuego el que le da el
aspecto de pan cocido o de plata y oro acrisolados por el fuego. En otras
palabras, San Policarpo no muere por el dolor del fuego material de la hoguera,
sino que muere de Amor, pues toda su humanidad, alma y cuerpo, están encendidos
en el Fuego del Amor Divino, el Espíritu Santo. Muy probablemente no sufriremos
la misma muerte de San Policarpo, pero no debemos olvidar que, en cada
Eucaristía, recibimos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús que está envuelto
en las llamas del Divino Amor y que Él quiere comunicarnos de ese Divino Amor al
comulgar, para que nuestros corazones se enciendan en el Fuego del Amor de Dios,
el Espíritu Santo.
[2] De la Carta de la
Iglesia de Esmirna sobre el martirio de san Policarpo, Cap. 13, 2--15, 2: Funk
1, 297-299.
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