Brígida nació en Upsala (Suecia), en
1303[1].
De niña su mayor gusto era oír a la
mamá leer las vidas de los Santos.
Cuando apenas tenía seis años ya
tuvo su primera revelación. Se le apareció la Santísima Virgen a invitarla a
llevar una vida santa, totalmente del agrado de Dios. En adelante las
apariciones celestiales serán frecuentísimas en su vida, hasta tal punto que
ella llegó a creer que se trataba de alucinaciones o falsas imaginaciones. Pero
consultó con el sacerdote más sabio y famoso de Suecia, y él, después de
estudiar detenidamente su caso, le dijo que podía seguir creyendo en esto, pues
eran mensajes celestiales.
Cuando tenía trece años asistió a un
sermón de cuaresma, predicado por un famoso misionero. Y este santo sacerdote
habló tan emocionantemente acerca de la Pasión y Muerte de Jesucristo, que
Brígida quedó totalmente entusiasmada por nuestro Redentor. En adelante su
devoción preferida será la de Jesucristo Crucificado.
Un día rezando con todo fervor
delante de un crucifijo muy chorreante de sangre, le dijo a Nuestro Señor: -
¿Quién te puso así? - y oyó que Cristo le decía: “Los que desprecian mi amor”. “Los
que no le dan importancia al amor que yo les he tenido”. Desde ese día se
propuso hacer que todos los que trataran con ella amaran más a Jesucristo.
Según esta misma revelación de Jesús, Él está todo cubierto
de Sangre en la Pasión y en la Cruz no sólo por los soldados romanos, sino por
todos los que “desprecian su amor”.
¿Y quiénes son los que desprecian su amor?
Son los que prefieren ver horas de televisión o internet, en
vez de dedicar un tiempo a la oración.
Son los que prefieren el ocio y los pasatiempos, antes que asistir
a Misa los domingos.
Son los que prefieren ocultar sus pecados a Dios, antes que confesárselos
en la Confesión Sacramental.
Son los que prefieren
los manjares del mundo antes que alimentarse del manjar de los cielos, la
Sagrada Eucaristía.
Son los que prefieren el rencor y la venganza, antes que el perdón
y el amor al enemigo, como Cristo nos enseñó en el Evangelio.
Son, en fin, los católicos tibios, a los que el mismo Dios
desea vomitar de su boca a causa de su tibieza.
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