En la tercera gran revelación, que ocurrió durante la fiesta
de Corpus Christi de 1674, el Sagrado Corazón le reveló a Santa Margarita “las
maravillas de su puro amor y hasta qué exceso había llegado su amor para con
los hombres, de quienes no recibía sino ingratitudes”[1]. En
esta aparición, que es más brillante que las demás, según la descripción de
Santa Margarita, quien lo describe así: “Jesucristo mi Amado se presentó
delante de mí todo resplandeciente de Gloria, con sus cinco llagas brillantes,
como cinco soles y despidiendo de su sagrada humanidad rayos de luz de todas
partes pero sobre todo de su adorable pecho, que parecía un horno encendido”[2],
además de hacerle algunas peticiones y revelarle que le concederá la gracia del
dolor de su Costado traspasado, el Sagrado Corazón se muestra como un “amante
apasionado de los hombres, que se queja del desamor de los suyos y, como si
fuera un divino mendigo, nos tiende la mano el Señor para solicitar nuestro
amor”[3].
Es decir, en esta aparición, el Sagrado Corazón se queja de
las “ingratitudes” y del “desamor” de los suyos, que no somos otros que
nosotros, los cristianos, además de presentarse como un “mendigo de amor”, que
viene a mendigar nuestro miserable amor, aun teniendo Él el amor de los
querubines y serafines que se postran ante Él y lo aman y adoran de día y de
noche.
Somos ingratos y desamorados con el Sagrado Corazón, cada
vez que preferimos los viles placeres del mundo, antes que el más pequeño grado
de gracia; somos ingratos y desamorados con el Sagrado Corazón de Jesús, cada
vez que preferimos los atractivos y manjares del mundo, antes que el banquete
celestial que nos prepara el Padre en cada Santa Misa, compuesta por manjares
celestiales: la Carne del Cordero, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la
Alianza Nueva y Eterna; somos ingratos y desamorados con el Sagrado Corazón
cuando preferimos el amor mísero de las creaturas y cuando mendigamos el amor
de estas, antes de venir a beber del Amor Infinito de Dios, que se derrama
incontenible desde la Eucaristía; somos ingratos y desamorados para con el
Sagrado Corazón de Jesús, cada vez que, teniendo que cargar la cruz, en vez de
abrazar la cruz –que puede ser bajo la forma de una enfermedad, una
tribulación-, dejamos de lado la cruz y corremos para que alguien nos la quite
y no dudamos en aliarnos con los enemigos de Dios –brujos, hechiceros,
chamanes-, con tal de no tener tal o cual enfermedad, es decir, con tal de no
llevar la cruz.
El Sagrado Corazón se queja de las ingratitudes y desamores
de los cristianos, ingratitud y desamor que llegan al extremo de convertirse en
pecados, que se materializan en la corona de espinas que laceran y lastiman, a
cada latido, al Sagrado Corazón.
Hagamos el propósito de no solo no ser ingratos y
desamorados, sino de acudir a rendirle amor, honor y adoración al Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús, adorándolo en la Adoración Eucarística y
recibiéndolo en la Comunión Eucarística con todo el amor del que seamos capaces,
para así reparar por nuestras ingratitudes y desamores y por las de nuestros
hermanos.
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