Los Santos se caracterizaron
en esta vida terrena por permanecer unidos a Cristo por medio de la gracia. Si
alguno en algún momento perdió la gracia, la recuperó prontamente por la
Confesión Sacramental, para luego conservarla y acrecentarla cada vez más por
medio de la fe, el amor, las obras de caridad y el acceso a los Sacramentos,
ante todo la Eucaristía y la Confesión. En ese sentido, son un modelo para
nuestra vida cristiana aquí en la tierra, porque ellos nos enseñan, con sus
vidas de santidad, que lo único que realmente importa en esta vida terrena es
permanecer unidos a Cristo y a su Santa Iglesia y que nada más importa que la
salvación del alma. Como dice Santa Teresa de Ávila, “el que se salva, sabe y
el que no, no sabe nada”. Los santos, con sus vidas ejemplares y luminosas por
la santidad, son luces celestiales que iluminan nuestros pasos en las “tinieblas
y sombras de muerte” en las que estamos envueltos en la historia humana.
Y puesto que los santos
vivieron en gracia, también murieron en estado de gracia y ésa es la razón por
la cual ahora, en la eternidad, viven en la gloria del Reino de Dios. La gracia
en la vida terrena se convirtió en la gloria en la vida eterna y la unión con
Cristo por la gracia, la fe y el amor, se convirtió en unión con la divinidad por
participación en la visión beatífica. En otras palabras, los santos vivieron en
esta vida terrena unidos a Cristo, por medio de
la gracia de los sacramentos, por la y por el amor y ahora, en la
eternidad, viven unidos para siempre a Cristo Dios, participando de su
naturaleza divina mediante la visión beatífica. Los Santos en el cielo
contemplan, adoran y alaban al Cordero de Dios, por los siglos sin fin, siendo
sus almas colmadas por la gloria divina, la luz, el amor y la alegría que brotan
del Cordero.
Los Santos forman la Iglesia
Triunfante, la que por la gracia del Cordero ha triunfado sobre el Demonio, el
Pecado y la Muerte, y ahora viven en Dios Trino, en la gloria de Dios,
participando de la Vida divina que brota del Ser divino trinitario y en esto
consiste su máxima alegría y gozo, que durará por toda la eternidad. Nosotros,
que vivimos en la tierra y en el tiempo y que todavía no hemos atravesado el
umbral de la muerte, formamos la Iglesia Militante o Peregrina y en
consecuencia, no podemos contemplar al Cordero “cara a cara”, como lo hacen los
Santos en el cielo. Pero aun así, tenemos la oportunidad de unirnos a los
Santos del cielo en su adoración al Cordero, por medio de la Santa Misa y de la
Adoración Eucarística. Para nosotros, participar de la Santa Misa y hacer
Adoración Eucarística, es el equivalente a la visión beatífica de la que gozan
los Santos, porque en la Eucaristía adoramos al mismo y Único Cordero de Dios,
que es la Lámpara de la Jerusalén celestial. La única diferencia es que estamos
en esta vida terrena y no podemos contemplar con los ojos corporales al
Cordero, pero si asistimos a la Santa Misa y si hacemos Adoración Eucarística,
estamos delante del Cordero y recibimos de Él su gracia, su paz, su luz y su
vida divina, al igual que los Santos reciben todo esto del Cordero en los
cielos. Entonces, participar de la Santa Misa –y mucho más, comulgar en gracia-
y hacer Adoración Eucarística es para nosotros, que vivimos en la tierra, como
estar en forma anticipada en el Cielo, porque nos encontramos frente al Cordero
de Dios, así como los Santos están frente al Cordero, adorándolo, por siglos
sin fin.
No nos acordemos de los
Santos sólo un día al año: acordémonos de ellos todos los días del año y sobre
todo, les pidamos para que intercedan por nosotros, que vivimos en este “valle
de lágrimas”, para que al igual que ellos, seamos capaces de vivir y morir en
gracia, para adorar al Cordero por la eternidad.
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