Santa Matilde
Santa Matilde era hija de los condes
Teodorico y Reinhilda. Su padre la había colocado desde niña en la abadía de
Herford, para que se formase en el temor de Dios y en todos los conocimientos
propios de una doncella de la buena sociedad. Allí adquirió una buena educación
y cultura. Se casó con Enrique “el Pajarero”, duque de Sajonia, en solemnes
esponsales, por los que se convirtió Matilde, primero en duquesa de Sajonia,
luego en reina y emperatriz de Germanía, y madre de Otón I el Grande,
restaurador del Imperio Romano.
Matilde ejerció sobre Enrique una
influencia bienhechora, al constituirse en su mejor guía y consejero. En sus
victorias, Matilde ponía el contrapeso de su dulzura y moderación; en sus
pesares, ella le daba ánimos para seguir adelante. La joven princesa perfumaba
toda la corte con sus virtudes y su dulzura inefable. Dedicaba mucho tiempo a
la oración y su mayor consuelo era socorrer a los pobres, que la llamaban
“madre”.
Matilde y Enrique eran un solo corazón.
“En ambos, dice el biógrafo, reinaba el mismo amor a Cristo, una misma unión
para el bien, una voluntad igual para la virtud, la misma compasión para los
súbditos y el mismo afecto entrañable para todos. Los dos merecieron las
alabanzas del pueblo”.
El Sacro Imperio Romano Germánico tuvo la
suerte de tener en su cuna el hálito santo de esta mujer dulce y fuerte.
Matilde formó el corazón de Otón, el hombre de la Providencia, y puso en
él semillas de fe, de fortaleza, de piedad y de amor a la Iglesia de
Cristo y a sus súbditos.
Cuando le avisaron que su esposo había
muerto, la reina estaba en la iglesia y ahí se quedó, volcando su alma al pie
del altar en una ferviente oración por él. En seguida pidió a un sacerdote que
ofreciera el santo sacrificio de la misa por el eterno descanso del rey y,
quitándose las joyas que llevaba, las dejó sobre el altar como prenda de que
renunciaba, desde ese momento, a las pompas del mundo.
Un día el Papa llamó a Otón a Roma, puso en sus sienes la corona de
Carlomagno y lo nombró emperador de Occidente. Debido a que su otro hijo,
Enrique, ya había fallecido, Matilde, considerando haber cumplido su misión,
volvió a la abadía, entregándose por completo a sus obras piadosas. Emprendió
la construcción de un convento en Nordhausen; hizo otras fundaciones en
Quedlinburg, en Engern y también en Poehlen, donde estableció un monasterio
para hombres[2].
La última vez que Matilde tomó parte en
una reunión familiar fue en Colonia, en la Pascua de 965, cuando
estuvieron con ella el emperador Otto “el Magno”, sus otros hijos y nietos.
Después de esta reaparición, prácticamente se retiró del mundo, pasando su tiempo
en una u otra de sus fundaciones, especialmente en Nordhausen. Cuando se
disponía a tratar ciertos asuntos urgentes que la reclamaban en Quedlinburg, se
agravó una fiebre que había venido sufriendo por algún tiempo y comprendió que
pronto iba a llegar su último momento. Envió a buscar a Richburga, la doncella
que la había ayudado en sus caridades y que era abadesa en Nordhausen. Según la
tradición, la reina procedió a hacer una escritura de donación para todo lo que
hubiera en su habitación, hasta que no quedó nada más que el lienzo de su
sudario. “Den eso al obispo Guillermo de Mainz (que era su nieto). El lo
necesitará primero que yo”. En efecto, el obispo murió repentinamente, doce
días antes de que ocurriera el deceso de su abuela, acaecido el 14 de marzo del
año del Señor 968, Sábado de Gloria. El cuerpo de Matilde fue sepultado junto
con el de su esposo, en Quedlinburg, donde se la venera como santa desde el
momento de su muerte[3].
Además de su vida de santidad, Santa
Matilde nos deja el legado inapreciable de la devoción a las tres Avemarías,
una devoción dada por la Madre de Dios en persona, quien le prometió
a Santa Matilde, que aquel que rece diariamente esta devoción, tendrá su
auxilio durante la vida y su especial asistencia a la hora de la muerte.
¿En qué consiste la devoción de las tres
Avemarías?
En rezar tres veces el Avemaría a la
Santísima Virgen, Madre de Dios y Señora nuestra, ya sea para honrarla o bien
para alcanzar algún favor por su mediación.
Por esta devoción se honran los tres
principales atributos de María Santísima, que son: el poder que le otorgó Dios
Padre por ser su Hija predilecta (y cómo será de grande el poder dado por Dios
Padre, que la Virgen María es la Mujer del Génesis que con
su delicado piececito de doncella, aplasta la cabeza del dragón del infierno;
para el demonio, el pie de la Virgen pesa más que miles de millones
de toneladas, porque lo aplasta con el poder de Dios); la sabiduría con que la
adornó Dios Hijo, al elegirla como su Madre (y esta sabiduría celestial se
demuestra, ante todo, en “Sí” dado por María al anuncio del ángel de la
Encarnación del Verbo, que la convertiría en Madre de Dios); el amor con
que la llenó Dios Espíritu Santo, al elegirla por su inmaculada Esposa (y el
amor en María, con el cual ama a su Hijo Dios, es el mismo Amor de Dios, que es
como un oceáno sin playas, sin límites, infinito, celestial, ¡y con ese mismo
amor somos amados nosotros como hijos de la Virgen!).
Porque son estos tres atributos, dados por
las Tres Divinas Personas, los que resplandecen en María Santísima, es que
viene que sean tres las Avemarías a rezar y no otro número diferente.
Las tres Avemarías se rezan así: “María
Madre mía, líbrame de caer en pecado mortal. Por el poder que te concedió Dios
Padre: ‘Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo;
bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre,
Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la
hora de nuestra muerte. Amén’.
Por la sabiduría que te concedió Dios
Hijo: ‘Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita
Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora
de nuestra muerte. Amén’.
Por el Amor que te concedió Dios Espíritu
Santo: ‘Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo;
bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre,
Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la
hora de nuestra muerte. Amén’.
¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo. Como era en el principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos.
Amén!”.
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