Antes de
recibir la gracia de la conversión, San Pablo era un hombre religioso, pero con
la práctica de su religión desmentía, en los hechos, a Aquel en quien decía
creer, es decir, Dios. San Pablo era escrupuloso en el cumplimiento de la ley,
conocedor de las Sagradas Escrituras, pero al mismo tiempo era intolerante y
violento, al punto que “respiraba amenazas de muerte” contra la Iglesia de Jesucristo. Aún
más, cuando Ananías lo recibe, en la oración que le dirige a Dios, le dice que
tiene a alguien que “ha hecho mucho daño” a la Iglesia , y que tiene
“cartas” que lo autorizan a “encarcelar a los cristianos” (Hch 9, 1-19). En su respuesta, Dios le dice que Saulo es el
instrumento que Él ha elegido.
Todas
estas características suyas –violencia, intolerancia-, se ven en su asistencia
al asesinato del diácono San Esteban (cfr. Hch
8, 1-4). Incluso, podemos decir, que si bien no llegó a ser un asesino, fue un
cómplice de asesinato, porque asentía todo lo que le hacían a San Esteban.
Esto nos lleva a ver qué es el hombre sin Dios, sin su
gracia, aún cuando se diga ser religioso, y qué es el hombre con Dios, con su
gracia. Sin la gracia de Dios, San Pablo va a caballo, galopando, símbolo de su
orgullo; lleva una dirección que no es la que Dios quiere; está en la
oscuridad, porque no ve ni conoce a Jesús. Luego de la conversión, luego de
recibir la luz de la gracia, conoce y ama a Jesús, y ahí comienza su
conversión: se cae del caballo, es decir, se cae de su soberbia, y comienza a
vivir en la humildad; se dirige no ya en busca de prójimos a los que culpar y
asesinar, sino que camina por el camino de la Voluntad de Dios, por el
camino que Dios le indica; ya no vive en la oscuridad, porque ha recibido
interiormente la luz de la gracia, que le ha hecho conocer y amar a Cristo y
por lo tanto, conocer y amar a su prójimo, imagen de Cristo. De ahora en
adelante, ya no será soberbio, sino humilde; ya no buscará acusar a su prójimo
y suprimirlo, sino amarlo en Cristo; ya no vive en la oscuridad y en la ignorancia,
consecuencias del pecado, sino en la luz y en verdad, consecuencias de un
corazón que está en gracia.
Todos estamos llamados, como San Pablo, a convertir nuestro
corazón, a despegarlo de las cosas bajas de la tierra, de las pasiones, de los
odios, de los rencores, de las maledicencias, de los prejuicios, que llevan a
condenar al prójimo; la conversión consiste en abatir el propio orgullo, que
impide tanto perdonar como pedir perdón.
En esto consiste el comienzo de la felicidad en esta tierra y en
la eternidad: que en nuestro corazón esté impreso el rostro de Jesús: su rostro
de adulto, sangriento, su rostro agonizando en la Cruz. Quien lleva
impreso en su corazón el rostro de Jesús, ha iniciado ya el camino de
conversión, y debe, como San Pablo, caminar en humildad y no en soberbia, y
predicar la verdad del amor de Dios y no el propio egoísmo, con las obras de
misericordia corporales y espirituales.
Por el contrario, quien no quiere convertirse, se comporta como
San Pablo antes de la conversión: es orgulloso, soberbio, maldiciente,
mezquino, prejuicioso, pronto a la cólera y a la ira, a la mentira y a la
falsedad, y aunque rece y diga amar a Dios, al condenar, aunque sea de palabra,
a su prójimo, imagen viviente de Dios, demuestra que en realidad no ama a Dios.
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