Vida de
santidad[1].
Nació
en el año 1500, de una familia muy rica, pero al morir sus padres, en vez de
quedarse con la fortuna que le correspondía por herencia, lo que hizo fue
repartir todos sus bienes entre los pobres, para luego ingresar en el seminario.
Estudió filosofía y teología en la Universidad de Alcalá. Fundó más de diez
colegios y ayudaba mucho a las universidades católicas. Debido a sus numerosas
enfermedades, sufrió mucho en sus últimos veinte años, aunque esto no le
impedía recorrer ciudades y pueblos predicando, confesando, dando dirección
espiritual y dando a todos ejemplos de gran santidad. De entre todas sus
virtudes, sobresalía una particular y era su gran humildad, considerándose a sí
mismo como un pobre y miserable pecador y esto se vio sobre todo en el momento
de su muerte: estando ya agonizante y viendo que el sacerdote que le daba la
extremaunción lo trataba con gran veneración, le dijo: “Padre, tráteme como a
un miserable pecador, porque eso es lo que he sido y nada más”. Ya en sus
últimos momentos, cuanto más aumentaban sus dolores en la proximidad de la
muerte, apretaba el crucifijo entre sus manos y exclamaba: “Dios mío, sí, si te
parece bien que suceda, está bien, ¡está muy bien!”. Así el santo no solo no se
quejaba de su enfermedad, sino que se unía a los dolores de Cristo crucificado,
santificándose a través de sus dolores ofrecidos a Jesús. Murió santamente el
10 de mayo del año 1569, diciendo “Jesús y María”. Fue beatificado en 1894 y el
Papa Pablo VI lo declaró santo en 1970.
Mensaje
de santidad.
Desde
el principio de su sacerdocio demostró en sus homilías una gran sabiduría
sobrenatural, lo cual hacía que el pueblo acudiera en gran número a escuchar
sus sermones sin importar el lugar donde él iba a predicar. Preparaba cada
predicación con cuatro o más horas de oración de rodillas ante un crucifijo o
ante el Santísimo Sacramento encomendando la predicación que iba a hacer
después a la gente y así Jesús, actuando a través de él, lograba la conversión
de un gran número de pecadores. No prometía vida en paz a quienes querían vivir
en paz con sus pecados, pero sí animaba enormemente a todos los que deseaban
salir de su anterior vida de pecado, para que comenzaran a vivir la vida de la
gracia. Pero no solo el pueblo laico acudía a escucharlo, sino también muchos
sacerdotes, ejerciendo sobre ellos un gran ascendiente, por lo cual el Sumo
Pontífice lo nombró “Patrono de los sacerdotes españoles”. A los sacerdotes en
particular los hacía meditar en la Pasión de Jesucristo y en la Eucaristía y en
el valor de los sacramentos y luego los enviaba a predicar, consiguiendo
grandes frutos, como por ejemplo la conversión de San Juan de Dios. Había tres grandes
temas que predominaban en sus sermones: la Eucaristía, el Espíritu Santo y la
Virgen María, siendo el amor a la Eucaristía una de las virtudes principales
del padre Juan de Ávila. Precisamente, estando ya enfermo, quiso ir a celebrar
misa a una ermita, pero por el camino sintió que le faltaban las fuerzas; entonces
el Señor se le apareció en figura de peregrino y le dio ánimos para que llegara
y oficiara la Santa Misa. En una de las últimas Misas que celebró le habló Nuestro
Señor Jesucristo a través del crucifijo y le dijo: “Perdonados te son tus
pecados”[2]. Al recordarlo en su día,
le pedimos a San Juan de Ávila que, habiendo conseguido con sus sermones tantas
conversiones de pecadores, nos alcance del Señor Dios la gracia de nuestra
conversión y la de nuestros seres queridos, pero le pidamos una gracia
específica: la conversión, por intercesión de la Virgen María, a Jesús
Eucaristía, Dador del Espíritu Santo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario