San
Blas fue obispo de Sebaste a comienzos del siglo IV, y sufrió la persecución de
Licinio, el colega del emperador Constantino. Puede, pues, considerarse como
uno de los últimos mártires cristianos de esa época. Era el año 316. Parece que
San Blas, siguiendo la advertencia del Evangelio, huyó de la persecución y se
refugió en una gruta. La Tradición nos presenta al anciano obispo rodeado de
animales salvajes que lo visitan y le llevan alimento; pero como los cazadores
van detrás de estos animales, el santo fue descubierto y llevado amarrado como
un malhechor a la cárcel de la ciudad. A pesar de los prodigios que el santo
hacía en la cárcel, lo llevaron a juicio y como no quiso renegar de Cristo y
sacrificar a los ídolos, fue condenado al martirio: primero lo torturaron y
después le cortaron la cabeza con una espada. Se conoce en su Pasión que
mientras llevaban al santo al martirio, una mujer se abrió paso entre la
muchedumbre y colocó a los pies del santo obispo a su hijo que estaba muriendo
sofocado por una espina de pescado que se le había atravesado en la garganta.
San Blas puso sus manos sobre la cabeza del niño y permaneció en oración. Un
instante después el niño estaba completamente sano. Este episodio lo hizo
famoso como taumaturgo en el transcurso de los siglos, y sobre todo para la
curación de las enfermedades de la garganta.
Al recordarlo en su día, le pidamos a San Blas que nos proteja
de las enfermedades de la garganta, pero sobre todo que nos proteja de las
afecciones espirituales de la garganta, las afecciones que nos hacen hablar a
espaldas de nuestros prójimos, o descubrir sus defectos, o faltar a la caridad
de diversas formas, hablando mal de nuestro prójimo. Le pidamos a San Blas que
bendiga nuestras gargantas para que de ellas solo salgan palabras de bendición,
de misericordia, de paz, de reconciliación, de perdón, para con nuestro prójimo
y de amor y de piedad para con Dios.
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