San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 6 de febrero de 2024

San Pablo Miki y compañeros mártires

 



         Vida de santidad[1].

         Pablo Miki nació en Japón el año 1566 de una familia pudiente; fue educado por los jesuitas en Azuchi y Takatsuki. Entró en la Compañía de Jesús y predicó el evangelio entre sus conciudadanos con gran fruto. Al recrudecer la persecución contra los católicos, decidió continuar su ministerio y fue apresado junto con otros. En su camino al martirio, él y sus compañeros cristianos fueron forzados a caminar 300 kilómetros para servir de escarmiento a la población. Ellos iban cantando el Te Deum. Les hicieron sufrir mucho. Finalmente llegaron a Nagasaki y, mientras perdonaba a sus verdugos, fue crucificado el día 5 de febrero de 1597. Desde la cruz predicó su último sermón. Junto a él sufrieron glorioso martirio el escolar Juan Soan (de Gotó) y el hermano Santiago Kisai, de la Compañía de Jesús, y otros 23 religiosos y seglares. Entre los franciscanos martirizados está el beato Felipe de Jesús, mexicano. Todos ellos fueron canonizados por Pío IX en 1862.

         Mensaje de santidad.

         El mensaje de santidad lo podemos obtener del relato del momento de su crucifixión y posterior ejecución. El relato dice así: “Una vez crucificados, era admirable ver la constancia de todos, a la que los exhortaban, ora el padre Pasio, ora el padre Rodríguez. El padre comisario estaba como inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos en acción de gracias a la bondad divina, intercalando el versículo: En tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz inteligible. El hermano Gonzalo rezaba en voz alta el Padrenuestro y el Avemaría”. En esta primera parte, se destaca cómo todos los mártires, estando ya crucificados, estando clavados a la cruz y en teoría sufriendo horribles dolores por la transfixión de los clavos en las manos y en los pies, ninguno de ellos mostraba signos de dolor, ni de angustia, ni del más mínimo quejido; por el contrario, en todos había una serena calma, pero además de la calma, alegría y acción de gracias, como anticipando la alegría eterna que les esperaba apenas finalizara el tormento de la cruz y dando gracias por hacerlos participar de la Cruz de Jesús. En vez de reproches contra Dios, de los mártires se alzaban cánticos y salmos, además de Padrenuestros y Avemarías, quedando muchos de ellos en estados de éxtasis, al contemplar sobrenaturalmente a Nuestro Señora Jesucristo.

         Continúa luego el relato: “Pablo Miki, nuestro hermano, viéndose colocado en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, empezó por manifestar francamente a los presentes que él era japonés, que pertenecía a la Compañía de Jesús, que moría por haber predicado el Evangelio y que daba gracias a Dios por un beneficio tan insigne; a continuación, añadió estas palabras: “Llegado a este momento crucial de mi existencia, no creo que haya nadie entre vosotros que piense que pretendo disimular la verdad. Os declaro, pues, que el único camino que lleva a la salvación es el que siguen los cristianos. Y, como este camino me enseña a perdonar a los enemigos y a todos los que me han ofendido, perdono de buen grado al rey y a todos los que han contribuido a mi muerte, y les pido que quieran recibir la iniciación cristiana del bautismo”. Luego, vueltos los ojos a sus compañeros, comenzó a darles ánimo en aquella lucha decisiva”. Pablo Miki, desde la Cruz, proclama con su cuerpo y con su alma que ésa, la Santa Cruz, es el Único Camino que conduce al Cielo e imitando al Señor Jesús, que perdonó a sus verdugos que le quitaban la vida, él también perdona al emperador y a todos los que los hicieron sufrir y no solo los perdona, sino que los anima a que ellos dejen de lado sus vidas paganas y que también abracen la Santa Cruz como Camino Real que conduce al Reino de Dios.

         Sigue así el relato: “En el rostro de todos se veía una alegría especial, sobre todo en el de (el Padre) Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo con los dedos y con todo su cuerpo. Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado el santísimo nombre de Jesús y de María, se puso a cantar el salmo: “Alabad, siervos del Señor”, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, ya que en ella se enseña a los niños algunos salmos. Otros, finalmente, iban repitiendo con rostro sereno: “¡Jesús, María!”. Algunos también exhortaban a los presentes a una vida digna de cristianos; con estas y otras semejantes acciones demostraban su pronta disposición ante la muerte”. En el resto de los mártires se observa la misma disposición de ánimo y el mismo estado espiritual, el de una inmensa fortaleza, porque la tortura que les habían infligido sus verdugos no les significaba nada para ellos, pero sobre todo demostraban una gran alegría, porque todos entreveían ya la alegría eterna del Reino de los cielos que les esperaba y de la cual los separaba solo unos cuantos minutos, hasta que se consumara el sacrificio.

         Finalmente, el relato concluye con la ejecución de los mártires: “Entonces los cuatro verdugos empezaron a sacar lanzas de las fundas que acostumbraban usar los japoneses; ante aquel horrendo espectáculo todos los fieles se pusieron a gritar: “¡Jesús, María!”. Y, lo que es más, prorrumpieron en unos lamentos capaces de llegar hasta el mismo cielo. Los verdugos asestaron a cada uno de los crucificados una o dos lanzadas con lo que, en un momento, pusieron fin a sus vidas”[2].

Del relato se concluye que tanto la fortaleza sobrenatural de los mártires, como la alegría sobrenatural, es un indicio de que los mártires tienen sus almas colmadas de la Presencia del Espíritu Santo, quien es el que les concede dicha fortaleza y alegría, sin la cual ni habrían soportado los tormentos, ni tampoco habrían podido mantener la fe, la esperanza y la caridad hasta el final. Al recordar a San Pablo Miki y compañeros mártires, les pidamos que intercedan para que no decaigamos en la fe, en la esperanza y en la caridad y para que nos consigan las gracias necesarias para conservarnos en el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, todos los días de nuestra vida terrena, hasta el último día, para así poder ingresar, al igual que ellos, a la Vida Eterna en el Reino de los cielos y con ellos adorar al Rey de los mártires, Nuestro Señor Jesucristo.



[2] De la Historia del martirio de los santos Pablo Miki y compañeros, escrita por un autor contemporáneo, Cap. 14, 109-110: Acta Sanctorum Februarii 1, 769.

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