Vida
de santidad[1].
Pablo Miki nació en Japón el año
1566 de una familia pudiente; fue educado por los jesuitas en Azuchi y
Takatsuki. Entró en la Compañía de Jesús y predicó el evangelio entre sus
conciudadanos con gran fruto. Al
recrudecer la persecución contra los católicos, decidió continuar su ministerio y fue apresado junto
con otros. En su camino al
martirio, él y sus compañeros cristianos fueron forzados a caminar 300 kilómetros
para servir de escarmiento a la población. Ellos iban cantando el Te Deum.
Les hicieron sufrir mucho. Finalmente llegaron a Nagasaki
y, mientras perdonaba a
sus verdugos, fue crucificado el día 5 de febrero de
1597. Desde la cruz predicó
su último sermón. Junto a él sufrieron glorioso martirio
el escolar Juan Soan (de Gotó) y el hermano Santiago Kisai, de la Compañía de
Jesús, y otros 23 religiosos y seglares. Entre los franciscanos martirizados
está el beato Felipe de
Jesús, mexicano. Todos ellos fueron canonizados por Pío IX en 1862.
Mensaje de santidad.
El mensaje de santidad lo podemos obtener del relato del
momento de su crucifixión y posterior ejecución. El relato dice así: “Una vez
crucificados, era admirable ver la constancia de todos, a la que los
exhortaban, ora el padre Pasio, ora el padre Rodríguez. El padre comisario
estaba como inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba
salmos en acción de gracias a la bondad divina, intercalando el versículo: En
tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con
voz inteligible. El hermano Gonzalo rezaba en voz alta el Padrenuestro y el Avemaría”.
En esta primera parte, se destaca cómo todos los mártires, estando ya crucificados,
estando clavados a la cruz y en teoría sufriendo horribles dolores por la
transfixión de los clavos en las manos y en los pies, ninguno de ellos mostraba
signos de dolor, ni de angustia, ni del más mínimo quejido; por el contrario,
en todos había una serena calma, pero además de la calma, alegría y acción de
gracias, como anticipando la alegría eterna que les esperaba apenas finalizara
el tormento de la cruz y dando gracias por hacerlos participar de la Cruz de Jesús.
En vez de reproches contra Dios, de los mártires se alzaban cánticos y salmos,
además de Padrenuestros y Avemarías, quedando muchos de ellos en estados de
éxtasis, al contemplar sobrenaturalmente a Nuestro Señora Jesucristo.
Continúa luego el relato: “Pablo Miki, nuestro hermano,
viéndose colocado en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había
ocupado, empezó por manifestar francamente a los presentes que él era japonés,
que pertenecía a la Compañía de Jesús, que moría por haber predicado el
Evangelio y que daba gracias a Dios por un beneficio tan insigne; a continuación,
añadió estas palabras: “Llegado a este momento crucial de mi existencia, no
creo que haya nadie entre vosotros que piense que pretendo disimular la verdad.
Os declaro, pues, que el único camino que lleva a la salvación es el que siguen
los cristianos. Y, como este camino me enseña a perdonar a los enemigos y a
todos los que me han ofendido, perdono de buen grado al rey y a todos los que
han contribuido a mi muerte, y les pido que quieran recibir la iniciación
cristiana del bautismo”. Luego, vueltos los ojos a sus compañeros, comenzó a
darles ánimo en aquella lucha decisiva”. Pablo Miki, desde la Cruz, proclama
con su cuerpo y con su alma que ésa, la Santa Cruz, es el Único Camino que
conduce al Cielo e imitando al Señor Jesús, que perdonó a sus verdugos que le quitaban
la vida, él también perdona al emperador y a todos los que los hicieron sufrir
y no solo los perdona, sino que los anima a que ellos dejen de lado sus vidas
paganas y que también abracen la Santa Cruz como Camino Real que conduce al
Reino de Dios.
Sigue así el relato: “En el rostro de todos se veía una
alegría especial, sobre todo en el de (el Padre) Luis; éste, al gritarle otro
cristiano que pronto estaría en el paraíso, atrajo hacia sí las miradas de
todos por el gesto lleno de gozo que hizo con los dedos y con todo su cuerpo.
Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de
haber invocado el santísimo nombre de Jesús y de María, se puso a cantar el
salmo: “Alabad, siervos del Señor”, que había aprendido en la catequesis de
Nagasaki, ya que en ella se enseña a los niños algunos salmos. Otros,
finalmente, iban repitiendo con rostro sereno: “¡Jesús, María!”. Algunos
también exhortaban a los presentes a una vida digna de cristianos; con estas y
otras semejantes acciones demostraban su pronta disposición ante la muerte”. En
el resto de los mártires se observa la misma disposición de ánimo y el mismo
estado espiritual, el de una inmensa fortaleza, porque la tortura que les
habían infligido sus verdugos no les significaba nada para ellos, pero sobre todo
demostraban una gran alegría, porque todos entreveían ya la alegría eterna del
Reino de los cielos que les esperaba y de la cual los separaba solo unos
cuantos minutos, hasta que se consumara el sacrificio.
Finalmente, el relato concluye con la ejecución de los
mártires: “Entonces los cuatro verdugos empezaron a sacar lanzas de las fundas
que acostumbraban usar los japoneses; ante aquel horrendo espectáculo todos los
fieles se pusieron a gritar: “¡Jesús, María!”. Y, lo que es más, prorrumpieron
en unos lamentos capaces de llegar hasta el mismo cielo. Los verdugos asestaron
a cada uno de los crucificados una o dos lanzadas con lo que, en un momento,
pusieron fin a sus vidas”[2].
Del
relato se concluye que tanto la fortaleza sobrenatural de los mártires, como la
alegría sobrenatural, es un indicio de que los mártires tienen sus almas
colmadas de la Presencia del Espíritu Santo, quien es el que les concede dicha
fortaleza y alegría, sin la cual ni habrían soportado los tormentos, ni tampoco
habrían podido mantener la fe, la esperanza y la caridad hasta el final. Al recordar
a San Pablo Miki y compañeros mártires, les pidamos que intercedan para que no
decaigamos en la fe, en la esperanza y en la caridad y para que nos consigan
las gracias necesarias para conservarnos en el Camino Real de la Cruz, el Via
Crucis, todos los días de nuestra vida terrena, hasta el último día, para así
poder ingresar, al igual que ellos, a la Vida Eterna en el Reino de los cielos
y con ellos adorar al Rey de los mártires, Nuestro Señor Jesucristo.
[2] De la Historia del martirio de los
santos Pablo Miki y compañeros, escrita por un autor contemporáneo, Cap. 14,
109-110: Acta Sanctorum Februarii 1, 769.
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