La Conmemoración de Todos los Fieles difuntos es
una celebración que realiza la Iglesia Católica el 2 de noviembre complementando
al Día de Todos los Santos (celebrado el 1 de noviembre) y su objetivo es orar
por aquellos fieles que han finalizado su vida terrenal y, especialmente, por
aquellos que se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio[1]. Es decir, esta celebración
colocaría la memoria litúrgica de los difuntos -que esperan contemplar el
rostro del Padre- al día siguiente de la dedicada a los santos, que ya gozan de
la vida divina[2]. Fue
instituida en el año 809 por el obispo de Tréveris, Amalario Fortunato de Metz.
Según el Magisterio de la Iglesia, “La Conmemoración de los Difuntos es una
solemnidad que tiene un valor profundamente humano y teológico, desde el momento
en que abarca todo el misterio del ser y de la vida humana, desde sus orígenes
hasta su fin sobre la tierra e incluso más allá de esta vida temporal, porque
los destinatarios principales de las oraciones de este día son las almas de los
Fieles difuntos que se encuentran en el Purgatorio, purificándose con el fuego
del Purgatorio, en la feliz espera de su ingreso en el Reino de los cielos.
Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha
creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su
presencia para “examinarnos sobre el mandamiento de la caridad” (cfr. CIC n.
1020-1022)[3]. Ese llamado ante su
Presencia es lo que sucede inmediatamente después de la muerte terrena y es lo
que se llama “Juicio Particular”, en el cual seremos “juzgados en el amor” a
Dios, al prójimo y a nosotros mismos.
Precisamente,
para la Iglesia Católica, la muerte es solo una “puerta” que se abre hacia la
vida eterna, aunque de modo inmediato no es la visión beatífica en el Reino de
los cielos, sino que consiste en la comparecencia de nuestras almas ante Dios,
quien en ese momento no actuará con su Misericordia Divina, sino con su
Justicia Divina. Para la fe católica la muerte -vencida por Cristo en la cruz
por su Pasión y Resurrección- es, como dijimos, solo una “puerta” que nos
conduce al encuentro personal con Dios, Quien nos preguntará, como Justo Juez,
por nuestras obras de misericordia corporales y espirituales, las que hicimos y
las que, por pereza espiritual o acedia, dejamos de hacer -no visitar a un enfermo,
no rezar, no obrar el bien, etc.-; en este Juicio Particular se nos preguntará
si nuestras obras estuvieron motivadas por la fe en Cristo Jesús, la esperanza
de ganar la vida eterna obrando la misericordia y la caridad, es decir, el amor
sobrenatural a Dios y al prójimo; se nos preguntará también si nuestras obras
estuvieron motivadas por la vanagloria de querer ser aplaudidos, considerados y
respetados por los hombres, con lo cual toda obra buena pierde su valor, porque
significa que actuamos por el egoísmo y por la idolatría de nuestro propio “yo”.
La
Sagrada Escritura nos revela que es verdad que Nuestro Señor Jesucristo
regresará en su Segunda Venida al final de los tiempos (cfr. Mt 25,
35-45); pero también en otros pasajes la Palabra de Dios nos asegura, como
dijimos, que sucederá un encuentro personal de cada uno de nosotros con Dios
después de la muerte de cada uno, donde “seremos juzgados en el amor”; es
decir, en este encuentro personal luego de la muerte, que se llama “Juicio
Particular”, Dios buscará en nuestros corazones y en nuestras manos las obras
de misericordia para, según eso, decidir, nuestro destino eterno, el Cielo o el
Infierno. Debemos prestar mucha atención a la Palabra de Dios, porque en ella
se nos asegura la existencia de este doble destino y la posibilidad cierta de
ir a uno o a otro, según hayan sido nuestras obras de misericordia. Esto es lo
que reflejan la parábola del pobre Lázaro (cfr. Lc 16, 22) y la palabra
de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cfr. Lc 23, 43); en estos casos, el
alma gana el Cielo[4]
por las virtudes de la fortaleza en la tribulación, como así también en la humildad,
al reconocerse necesitado de la Divina Misericordia, como el Buen Ladrón.
Es
sumamente importante que, como católicos, tengamos presente que, luego de la
muerte, la puerta que nos introduce en la vida eterna para ser llevados ante la
Presencia de Dios, Quien nos juzgará según nuestras propias obras,
destinándonos al Cielo -el Purgatorio es solo una antesala del Cielo- o si
seremos destinados al Infierno, si la muerte se produjo en estado de
impenitencia y con pecado mortal en el alma. De estas verdades de la fe
católica se deduce que es un grave error considerar que el hombre, por el solo
hecho de morir, va “a la Casa del Padre”, o sino también, según otra expresión
errónea, al morir “cumplió su Pascua”, dando a entender en ambos casos que el hombre,
por el solo hecho de morir, está ya en el Cielo, todo lo cual no pertenece a la
fe católica. En la fe católica las postrimerías consisten en: Muerte, Juicio
Particular, Purgatorio, Cielo o Infierno. Toda concepción que se aleje de estas
postrimerías, se encuentra fuera del depósito de la Fe Católica y no puede ser
creído ni aceptado por el fiel católico bajo ningún punto de vista.
La conmemoración de hoy nos recuerda esta
futura realidad y como creemos en un Dios que es Infinita Justicia pero también
Infinita Misericordia, confiados en la Divina Misericordia, es que la Iglesia
intercede por nuestros hermanos difuntos, rezando por ellos, haciendo sufragios
y limosnas, pero sobre todo ofreciendo el mismo Sacrificio de Cristo en la
Eucaristía, la Santa Misa, de modo que todos los que aún después de su muerte
necesitasen ser purificados de las fragilidades humanas, puedan ser
definitivamente admitidos a la visión de Dios.
La
muerte física es un hecho natural ineludible e inexorable y nuestra propia
experiencia directa nos muestra que el ciclo natural de la vida incluye
necesariamente la muerte. Ahora bien, en la concepción cristiana, este evento
natural de la muerte nos habla de otro tipo de vida sobrenatural, en donde la
muerte, vencida por Cristo, ya no tiene poder sobre el hombre y así el hombre
ingresa en el Cielo, aunque también nos habla de otra muerte, llamada “segunda
muerte”, en donde el hombre rechaza voluntariamente el don del perdón de Cristo
y elige morir en estado de pecado mortal, convirtiéndose así en merecedores de
ser arrojados al Abismo de las tinieblas vivientes, en donde no existe la
redención. La voluntad de Dios, del Señor de la vida, es que todos sus hijos se
salven, es decir, participen en abundancia de su propia vida divina (cfr. Jn
10,10); vida divina que el género humano perdió como consecuencia del pecado
(cfr. Rm 5,12). Pero Dios no quiere, de ningún modo, que permanezcamos
en esa muerte espiritual, y por eso Jesús, nuestro Salvador, tomando sobre sí
mismo el pecado y la muerte, les ha hecho morir en su misterio pascual (cfr. Rm
8, 2) para incorporarlos también luego en su resurrección.
Entonces,
gracias al Amor del Padre y a la victoria de Jesús (cfr. Jn 3,16) sobre
el demonio, el pecado y la muerte, la muerte física se convierte en una puerta
que nos conduce al encuentro con Dios (cfr. Ef 2, 4-7), para recibir el Juicio
Particular. Si queremos salir triunfantes de este Juicio Particular, en el que
el Demonio será el Acusador, Dios el Justo Juez y la Santísima Virgen nuestra
Abogada celestial, obremos la misericordia para con nuestros prójimos -solo el
que da misericordia recibe misericordia- y sobre todo pidamos en la oración la
gracia de morir antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado. Solo así,
por la infinita Misericordia Divina y no por nuestros méritos, nos
reencontraremos con nuestros seres queridos al final de la vida terrena y,
superando el Juicio Particular con María Virgen como nuestra Abogada, nos
reencontraremos con nuestros seres queridos difuntos, en el Reino de los
cielos, para ya nunca más separarnos.
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