San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 20 de marzo de 2023

Santo Toribio de Mogrovejo

 



        

Vida de santidad[1][1].

Nació en Mayorga, España, en 1538; murió en Lima en 1606. Toribio era graduado en derecho, y había sido nombrado Presidente del Tribunal de Granada (España) cuando el emperador Felipe II al conocer sus grandes cualidades le propuso al Sumo Pontífice para que lo nombrara Arzobispo de Lima. Roma aceptó y envió en nombramiento. En 1581 llegó Toribio a Lima como arzobispo: su arquidiócesis tenía dominio sobre Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Bolivia, Chile y parte de Argentina. Medía cinco mil kilómetros de longitud, y en ella había toda clase de climas y altitudes. Abarcaba más de seis millones de kilómetros cuadrados. Al llegar a Lima Santo Toribio tenía 42 años y se dedicó a lograr el progreso espiritual de sus súbditos. La ciudad estaba en una grave situación de decadencia espiritual. A los pecadores públicos los reprendía fuertemente, aunque estuvieran en altísimos puestos. Las medidas enérgicas que tomó contra los abusos que se cometían, le atrajeron muchos persecuciones y atroces calumnias. El callaba y ofrecía todo por amor a Dios, exclamando: “Al único que es necesario siempre tener contento es a Nuestro Señor”. Tres veces visitó completamente su inmensa arquidiócesis de Lima. La mayor parte del recorrido era a pie. A veces en mula, por caminos casi intransitables, pasando de climas terriblemente fríos a climas ardientes. Muchísimas noches tuvo que pasar a la intemperie o en ranchos miserabilísimos, durmiendo en el puro suelo. Logró la conversión de un enorme número de indios. Cuando iba de visita pastoral viajaba siempre rezando. Al llegar a cualquier sitio su primera visita era al templo. Reunía a los indios y les hablaba por horas y horas en el idioma de ellos que se había preocupado por aprender muy bien. Aunque en la mayor parte de los sitios que visitaba no había ni siquiera las más elementales comodidades, en cada pueblo se quedaba varios días instruyendo a los nativos, bautizando y confirmando. Celebraba la misa con gran fervor, y varias veces vieron los acompañantes que mientras rezaba se le llenaba el rostro de resplandores.

Santo Toribio recorrió unos 40.000 kilómetros visitando y ayudando a sus fieles. Pasó por caminos jamás transitados, llegando hasta tribus que nunca habían visto un hombre blanco. Al final de su vida envió una relación al rey contándole que había administrado el sacramento de la confirmación a más de 800.000 personas. Una vez una tribu muy guerrera salió a su encuentro en son de batalla, pero al ver al arzobispo tan venerable y tan amable cayeron todos de rodillas ante él y le atendieron con gran respeto las enseñanzas que les daba.

Santo Toribio se propuso reunir a los sacerdotes y obispos de América en Sínodos o reuniones generales para dar leyes acerca del comportamiento que deben tener los católicos. Cada dos años reunía a todo el clero de la diócesis para un Sínodo y cada siete años a los de las diócesis vecinas. Y en estas reuniones se daban leyes severas y a diferencia de otras veces en que se hacían leyes, pero no se cumplían, en los Sínodos dirigidos por Santo Toribio, las leyes se hacían y se cumplían, porque él estaba siempre vigilante para hacerlas cumplir. Nuestro santo era un gran trabajador. Desde muy de madrugada ya estaba levantado y repetía frecuentemente: “Nuestro gran tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos empleado nuestro tiempo”.

Fundó el primer seminario de América y casi duplicó el número de parroquias o centros de evangelización en su arquidiócesis. Su generosidad lo llevaba a repartir a los pobres todo lo que poseía. Un día al regalarle sus camisas a un necesitado le recomendó: “Váyase rapidito, no sea que llegue mi hermana y no permita que Ud. se lleve la ropa que tengo para cambiarme”.

Cuando llegó una terrible epidemia gastó sus bienes en socorrer a los enfermos, y él mismo recorrió las calles acompañado de una gran multitud llevando en sus manos un gran crucifijo y rezándole con los ojos fijos en la cruz, pidiendo a Dios misericordia y salud para todos.

El 23 de marzo de 1606, un Jueves Santo, murió en una capillita de los indios, en una lejana región, donde estaba predicando y confirmando a los indígenas. Estaba a 440 kilómetros de Lima. Cuando se sintió enfermo prometió a sus acompañantes que le daría un premio al primero que le trajera la noticia de que ya se iba a morir. Y repetía aquellas palabras de San Pablo: “Deseo verme libre de las ataduras de este cuerpo y quedar en libertad para ir a encontrarme con Jesucristo”. Ya moribundo pidió a los que rodeaban su lecho que entonaran el salmo que dice: “De gozo se llenó mi corazón cuando escuché una voz: iremos a la Casa del Señor. Que alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor”. Las últimas palabras que dijo antes de morir fueron las del salmo 30, las mismas palabras rezadas por Jesús antes de morir: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

Después de su muerte se consiguieron muchos milagros por su intercesión. Santo Toribio tuvo el gusto de administrarle el sacramento de la confirmación a tres santos: Santa Rosa de Lima, San Francisco Solano y San Martín de Porres. El Papa Benedicto XIII lo declaró santo en 1726. Y toda América del Sur espera que este gran santo e infatigable apóstol, quizás el más grande obispo que ha vivido en este continente, siga rogando para que nuestra santa religión se mantenga fervorosa y creciente en todos estos países.

Mensaje de santidad.

Parte de su mensaje de santidad se puede obtener, además de su inmensa obra apostólica y evangelizadora, de sus frases: “Al único que es necesario siempre tener contento es a Nuestro Señor”. Dejar de lado los respetos humanos: cuando alguien falta a la caridad cristiana, a la justicia cristiana, a la misericordia, es deber del cristiano corregirlo, sin importar el puesto que este ocupe en la sociedad de los hombres o incluso dentro de la misma Iglesia. Jesús lo dice en el Evangelio: “Si alguien se avergüenza de Mí ante los hombres, Yo me avergonzaré de él delante de mi Padre en el Día del Juicio Final”. No debemos temer a los hombres, por más poderosos que sean; al Único al que debemos temer es al Supremo Juez de los hombres, Nuestro Señor Jesucristo y prepararnos en consecuencia para el Día del Juicio Final.

“Nuestro gran tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos empleado nuestro tiempo”. Vivir el tiempo terreno pensando en la eternidad, en el Reino de los cielos y obrar la misericordia para ganar el Reino de Dios. Quien vive esta vida pensando que es la única o sin importarle ganar o no ganar el Reino de Dios, terminará por perder su alma para siempre en el Reino de las tinieblas. Cada segundo de tiempo terreno que pasa en nuestras vidas, es un segundo menos que nos separa de la vida eterna; aprovechemos entonces el tiempo para ganar el Reino de Dios.

“Váyase rapidito, no sea que llegue mi hermana y no permita que Ud. se lleve la ropa que tengo para cambiarme”. Nos enseña que debemos obrar la misericordia, tanto espiritual como corporal y que debemos ver en el prójimo más necesitado a Nuestro Señor Jesucristo. Ni un vaso de agua dado en Nombre de Cristo en esta vida, quedará sin recompensa en la vida eterna.

Fundó el primer seminario y esto nos enseña que alentar y sostener, espiritual y materialmente, a las vocaciones sacerdotales, es la obra más grande entre las obras de misericordia, porque del seminario salen los sacerdotes y a través del sacerdote ministerial Dios Hijo viene a la tierra, en Persona en la Eucaristía y con su gracia en el Sacramento de la Penitencia. Sin sacerdotes, no habría Presencia de Dios en la tierra.

La muerte terrena, cuando se ha vivido de cara a la eternidad, no es motivo de dolor, sino de gran alegría espiritual, porque la muerte en el tiempo significa, para el que ha vivido y muerto en gracia, el ingreso a la alegre eternidad en el Reino de los cielos: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor”. Mientras estamos en esta vida, somos peregrinos que nos dirigimos a la Jerusalén celestial; sólo finalizaremos nuestro peregrinar cuando por la Misericordia Divina logremos entrar en el Reino de Dios, entregando nuestras almas a las manos crucificadas de Cristo en la cruz: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

 

 

 

 

lunes, 13 de marzo de 2023

San Patricio

 



Vida de santidad[1].

Patricio nació con el nombre de Maewyn alrededor del año 387 en Bennhaven Taberniae, en la actual Escocia y murió hacia el año 461. Era hijo de un oficial romano, cuya religión era el cristianismo. A los dieciséis años fue tomado prisionero por unos piratas irlandeses y luego vendido como esclavo. Tras varios intentos, logró huir y se convirtió en predicador del Evangelio en Irlanda, isla que en esos tiempos se encontraba dividida en numerosos clanes sometidos a la poderosa autoridad de los druidas, que eran sacerdotes paganos que rendían culto al Demonio.

Acompañado por la gracia de Jesucristo, San Patricio realizó una gran labor apostólica, combatiendo la religión pagana de los druidas y evangelizando a los habitantes de la isla, predicando el Evangelio de Jesucristo y gracias a su prédica, los habitantes de Irlanda abrazaron desde entonces el catolicismo. Fue tan importante su trabajo evangelizador, que se le conoce como el “Apóstol de Irlanda”.  Según una tradición irlandesa, San Patricio libró a la isla de las serpientes y tanto es así, que en la actualidad Irlanda es la única región de las Islas Británicas que no posee ofidios silvestres. Según cuenta la tradición, San Patricio libró a la isla de las serpientes luego de golpear el suelo tres veces con el crucifijo, invocando al mismo tiempo a la Santísima Trinidad. Podemos decir que San Patricio libró a la isla de las serpientes, pero no solo de los animales, sino sobre todo de las serpientes preternaturales, los ángeles caídos, los demonios, los cuales huyen ante el Santo Crucifijo.

A San Patricio también se le adjudica la explicación acerca de la Santísima Trinidad, utilizando un trébol: utilizando un trébol como muestra, explicó que la Santísima Trinidad, al igual que el trébol, era una misma unidad, pero con tres personas diferentes (un mismo tallo con tres hojas).

Mensaje de santidad.

Un mensaje de santidad que nos deja San Patricio es el abrazarnos a Cristo crucificado, para no solo vernos libres de las acechanzas del Demonio, sino ante todo, para recibir el Amor del Sagrado Corazón de Jesús, traspasado en la cruz.

Otro mensaje de santidad de San Patricio puede tal vez sintetizarse en la oración conocida como “Coraza de San Patricio”, en la que Cristo rodea al alma fiel, tal como lo hizo con San Patricio durante toda su vida y tal como está Cristo en San Patricio ahora, por toda la eternidad, en el Reino de los cielos. La oración de la “Coraza de San Patricio”, la cual podemos rezar todos los días e incluso varias veces al día, es la siguiente:

Oración de la coraza de san Patricio:

Me levanto hoy

Por medio de poderosa fuerza, 

la invocación de la Trinidad,

Por medio de creer en sus Tres Personas,

Por medio de confesar la Unidad,

Del Creador de la Creación.

Me levanto hoy

Por medio de la fuerza del nacimiento de Cristo y su bautismo,

Por medio de la fuerza de Su crucifixión y su sepulcro,

Por medio de la fuerza de Su resurrección y ascención,

Por medio de la fuerza de Su descenso para juzgar el mal.

Me levanto hoy

Por medio de la fuerza del amor de Querubines,

En obediencia de Ángeles, En servicio de Arcángeles,

En la esperanza que la resurrección encuentra recompensa,

En oraciones de Patriarcas, En palabras de Profetas,

En prédicas de Apóstoles, En inocencia de Santas Vírgenes,

En obras de hombres de bien.

Me levanto hoy

Por medio del poder del cielo:

Luz del sol,

Esplendor del fuego,

Rapidez del rayo,

Ligereza del viento,

Profundidad de los mares,

Estabilidad de la tierra,

Firmeza de la roca.

Me levanto hoy

Por medio de la fuerza de Dios que me conduce:

Poder de Dios que me sostiene,

Sabiduría de Dios que me guía,

Mirada de Dios que me vigila,

Oído de Dios que me escucha,

Palabra de Dios que habla por mí,

Mano de Dios que me guarda,

Sendero de Dios tendido frente a mí,

Escudo de Dios que me protege,

Legiones de Dios para salvarme

De trampas del demonio,

De tentaciones de vicios,

De cualquiera que me desee mal,

Lejanos y cercanos,

Solos o en multitud.

Yo invoco éste día todos estos poderes entre mí y el malvado,

Contra despiadados poderes que se opongan a mi cuerpo y alma,

Contra conjuros de falsos profetas,

Contra las negras leyes de los paganos,

Contra las falsas leyes de los herejes,

Contra obras y fetiches de idolatría,

Contra encantamientos de brujas, forjas y hechiceros,

Contra cualquier conocimiento corruptor de cuerpo y alma.

Cristo escúdame hoy

Contra filtros y venenos, Contra quemaduras,

Contra sofocación, Contra heridas,

De tal forma que pueda recibir recompensa en abundancia.

Cristo conmigo, 

Cristo frente a mí, 

Cristo tras de mí,

Cristo en mí, Cristo a mi diestra,

Cristo a mi siniestra,

Cristo al descansar, 

Cristo al levantar,

Cristo en el corazón de cada hombre que piense en mí,

Cristo en la boca de todos los que hablen de mí,

Cristo en cada ojo que me mira, 

Cristo en cada oído que me escucha.

Me levanto hoy

Por medio de poderosa fuerza, la invocación de la Trinidad,

Por medio de creer en sus Tres Personas,

Por medio de confesar la Unidad,

Del Creador de la Creación.

     Y nosotros podríamos agregar: "Cristo en la Eucaristía/Y la Eucaristía en mi corazón".

jueves, 9 de marzo de 2023

Santa Francisca Romana

 



         Vida de santidad[1].

Santa Francisca Romana, esposa, madre, viuda y apóstol seglar. Nació en Roma en el año 1384. Sus padres eran sumamente ricos y muy creyentes (quedarán después en la miseria en una guerra por defender al Sumo Pontífice) y la niña creció en medio de todas las comodidades, pero muy bien instruida en la religión. Desde muy pequeñita su mayor deseo fue ser religiosa, pero los papás no aceptaron esa vocación, sino que le consiguieron un novio de una familia muy rica y con él la hicieron casar. Francisca, aunque amaba inmensamente a su esposo, sentía la nostalgia de no poder dedicar su vida a la oración y a la contemplación, en la vida religiosa. Un día su cuñada, llamada Vannossa, la vio llorando y le preguntó la razón de su tristeza. Francisca le contó que ella sentía una inmensa inclinación hacia la vida religiosa pero que sus padres la habían obligado a formar un hogar. Entonces la cuñada le dijo que a ella le sucedía lo mismo, y le propuso que se dedicaran a las dos vocaciones: ser unas excelentes madres de familia, y a la vez, dedicar todos los ratos libres a ayudar a los pobres y enfermos, como si fueran dos religiosas. Y así lo hicieron. Con el consentimiento de sus esposos, Francisca y Vannossa se dedicaron a visitar hospitales y a instruir gente ignorante y a socorrer pobres.

En más de 30 años que Francisca vivió con su esposo, observó una conducta verdaderamente edificante. Tuvo tres hijos a los cuales se esmeró por educar muy religiosamente.

A Francisca le agradaba mucho dedicarse a la oración, pero le sucedió muchas veces que estando orando la llamó su marido para que la ayudara en algún oficio, y ella suspendía inmediatamente su oración y se iba a colaborar en lo que era necesario. Ella repetía: “Muy buena es la oración, pero la mujer casada tiene que concederles enorme importancia a sus deberes caseros”.

Dios permitió que a esta santa mujer le llegaran las más grandes tentaciones. Y a todas resistió dedicándose a la oración y a la mortificación y a las buenas lecturas, y a estar siempre muy ocupada. Su familia, que había sido sumamente rica, se vio despojada sus bienes en una guerra civil. Como su esposo era partidario y defensor del Sumo Pontífice, y en la guerra ganaron los enemigos del Papa, su familia fue despojada de sus fincas y palacios. Francisca tuvo que irse a vivir a una casona vieja, y dedicarse a pedir limosna de puerta en puerta para ayudar a los enfermos de su hospital.

Y además de todo esto le llegaron muy dolorosas enfermedades que le hicieron padecer por años y años, pero Santa Francisca nunca se quejó, porque sabía que, ofreciendo sus tribulaciones a Jesús, esas tribulaciones se convertían en premios para el cielo.

Su hijo se casó con una muchacha muy bonita pero terriblemente malgeniada y criticona, quien se dedicó a atormentarle la vida a Francisca y a burlarse de todo lo que la santa hacía y decía. Ella soportaba todo en silencio y con gran paciencia. Pero de pronto la nuera cayó gravemente enferma y entonces Francisca se dedicó a asistirla con una caridad impresionantemente exquisita. La joven se curó de la enfermedad del cuerpo y quedó curada también de la antipatía que sentía hacia su suegra. En adelante fue su gran amiga y admiradora.

Francisca obtenía admirables milagros de Dios con sus oraciones. Curaba enfermos, alejaba malos espíritus, pero sobre todo conseguía poner paz entre gentes que estaban peleadas y lograba que muchos que antes se odiaban, empezaran a amarse como buenos amigos. Por toda Roma se hablaba de los admirables efectos que esta santa mujer conseguía con sus palabras y oraciones. Muchísimas veces veía a su ángel de la guarda y dialogaba con él.

Francisca fundó una comunidad de religiosas seglares dedicadas a atender a los más necesitados. Les puso por nombre “Oblatas de María”, y sus religiosas vestían como señoras respetables. No tenían hábito especial.

Había recibido de Dios la eficacia de la palabra y consejo y por eso acudían a ella numerosas personas para pedirle que les ayudara a solucionar los problemas de sus familias. En las epidemias, ella misma llevaba a los enfermos al hospital, los atendía, les lavaba la ropa y la remendaba, y como en tiempo de contagio era muy difícil conseguir confesores, ella pagaba un sueldo especial a varios sacerdotes para que se dedicaran a atender espiritualmente a los enfermos.

Francisca ayunaba a pan y agua muchos días. Dedicaba horas y horas a la oración y a la meditación, y Dios empezó a concederle éxtasis y visiones. A las personas que sabía que hablaban mal de ella, les prodigaba mayor amabilidad.

Estaba gravemente enferma, y el 9 de marzo de 1440 su rostro empezó a brillar con una luz admirable. Entonces pronunció sus últimas palabras: “El ángel del Señor me manda que lo siga hacia las alturas”. Luego quedó muerta, pero parecía alegremente dormida.

Tan pronto se supo la noticia de su muerte, los historiadores dicen que “toda la ciudad de Roma se movilizó”, para asistir a los funerales de Francisca. Fue sepultada en la iglesia parroquial, y al conocerse la noticia de que junto a su cadáver se estaban obrando milagros, aumentó mucho más la concurrencia a sus funerales. Luego su tumba se volvió tan famosa que aquel templo empezó a llamarse y se le llama aún ahora: La Iglesia de Santa Francisca Romana.

Mensaje de santidad.

         Santa Francisca Romana nos deja los siguientes ejemplos de santidad.

         Es un maravilloso ejemplo de cómo, siendo seglar, en este caso, esposa y madre de familia, eso no es un obstáculo, sino todo lo contrario, para cumplir los deberes de estado y los deberes para con Dios.

         Es un ejemplo admirable de esposa y madre católica, pues se encargó de amar a su esposo y de educar a sus hijos en la fe católica, y sobre todo en estos tiempos, en los que los padres de familia descuidan por completo, en la inmensa mayoría de los casos, la educación en la fe católica de sus hijos, educación a la que no le dan ninguna importancia.

         Es un excelente ejemplo de cómo se debe vivir el Primer Mandamiento, que manda amar a Dios y al prójimo como a uno mismo: Santa Francisca amó a Dios por sobre todas las cosas y a su prójimo por amor a Dios, realizando innumerables obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.

         Vivió de forma cristiana, tanto en la riqueza como en la pobreza, cuando su familia perdió todas sus riquezas materiales a manos de los enemigos de la Iglesia.

         Obró una de las obras de misericordia espirituales más importantes: “Enseñar al que no sabe”, puesto que formó en la religión a sus hijos y también a los enfermos a los que asistía en el hospital.

         Unió su vida y su enfermedad a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, ofreciendo su dolorosa enfermedad a Jesús crucificado, por manos de la Virgen.

         Amó a sus enemigos, como Cristo lo ordena –“Amen a sus enemigos”-, logrando su conversión, como sucedió con su nuera, la esposa de uno de sus hijos.

         Dios le concedió el don de curar enfermos y de alejar malos espíritus, además de tener el don de pacificar a los corazones enemistados.

         Para continuar en el tiempo y así multiplicar la caridad para con los más necesitados, fundó una orden de religiosas seglares, las “Oblatas de María”.

         Cuando había epidemias, no se quedaba encerrada en su casa, sino que salía a atender a los enfermos, preocupándose no solo por la salud corporal sino ante todo por la salud espiritual, procurando que curaran sus almas mediante el Sacramento de la Penitencia.

         El día de su muerte, dio indicios de que no pasaría ni un segundo en el Purgatorio, sino que iría directamente al cielo, al decir: “El ángel del Señor me manda que lo siga hacia las alturas”.

Cada 9 de marzo llegan numerosos peregrinos a pedirle a Santa Francisca unas gracias que nosotros también nos conviene pedir siempre: que nos dediquemos con todas nuestras fuerzas a cumplir cada día los deberes de estado que tenemos en nuestro hogar, sin descuidar por eso mismo nuestros deberes para con Dios, que es el de orar y el de obrar la misericordia corporal y espiritual para con nuestros prójimos.

 

miércoles, 8 de marzo de 2023

San Juan de Dios

 


      

         Vida de santidad[1].

Nació y murió un 8 de marzo. Nace en Portugal en 1495 y muere en Granada, España, en 1550 a los 55 años de edad. Fundador de la Comunidad de Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios. De familia pobre pero muy piadosa. Su madre murió cuando él era todavía joven. Su padre murió como religioso en un convento. En su juventud fue pastor, muy apreciado por el dueño de la finca donde trabajaba. Le propusieron que se casara con la hija del patrón y así quedaría como heredero de aquellas posesiones, pero él dispuso permanecer libre de compromisos económicos y caseros pues deseaba dedicarse a labores más espirituales. Estuvo de soldado bajo las órdenes del genio de la guerra, Carlos V en batallas muy famosas. La vida militar lo hizo fuerte, resistente y sufrido. La Santísima Virgen lo salvó de ser ahorcado, pues una vez lo pusieron en la guerra a cuidar un gran depósito y por no haber estado lo suficientemente alerta, los enemigos se llevaron todo. Su coronel dispuso mandarlo ahorcar, pero Juan se encomendó con toda fe a la Madre de Dios y logró que le perdonaran la vida. Y dejó la milicia, porque para eso no era muy adaptado. Salido del ejército, quiso hacer un poco de apostolado y se dedicó a hacer de vendedor ambulante de estampas y libros religiosos.

Cuando iba llegando a la ciudad de Granada vio a un niñito muy pobre y muy necesitado y se ofreció bondadosamente a ayudarlo. Aquel “pobrecito” era el Niño Jesús, el cual le dijo: “Granada será tu cruz”, y desapareció. Estando Juan en Granada de vendedor ambulante de libros religiosos, escuchó una prédica del Padre San Luis de Ávila, en la que hablaba contra la vida de pecado; el santo decidió confesarse, luego de lo cual repartió entre los pobres todo lo que tenía en su pequeña librería, y empezó a deambular por las calles de la ciudad pidiendo misericordia a Dios por todos sus pecados, lo cual era en realidad una penitencia que se impuso el santo a sí mismo. La gente lo creyó loco y empezaron a atacarlo a pedradas y golpes. Al fin lo llevaron al manicomio y los encargados le dieron fuertes palizas, pues ese era el medio que tenían en aquel tiempo para calmar a los locos: azotarlos fuertemente. Pero ellos notaban que Juan no se disgustaba por los azotes que le daban, sino que lo ofrecía todo a Dios. Pero al mismo tiempo corregía a los guardias y les llamaba la atención por el modo tan brutal que tenían de tratar a los pobres enfermos. Aquella estadía de Juan en ese manicomio, que era un verdadero infierno, fue verdaderamente providencial, porque se dio cuenta del gran error que es pretender curar las enfermedades mentales con métodos de tortura. Luego de su liberación fundará un hospital y la Orden de los Hospitalarios, cuyos religiosos atienden enfermos mentales en todos los continentes empleando obviamente los métodos de la bondad y de la comprensión, en vez del rigor de la tortura, como se hacía antes.

Cuando San Juan de Ávila volvió a la ciudad y supo que a su convertido lo tenían en un manicomio, fue y logró sacarlo y le aconsejó que ya no hiciera más la penitencia de hacerse el loco para ser martirizado por las gentes. A partir de entonces se dedicará a emplear todas sus energías en ayudar a los enfermos por amor a Cristo Jesús, a quien ellos representan.

Juan alquila una casa vieja y allí empieza a recibir a cualquier enfermo, mendigo, o personas con alteraciones mentales, y a todo desamparado que le pida su ayuda. Durante todo el día se ocupa de atender a cada uno, haciendo de enfermero, cocinero, barrendero, mandadero, padre, amigo y hermano de todos y por la noche se va por la calle pidiendo limosnas para sus pobres.

Pronto se hizo popular en toda Granada el grito de Juan en las noches por las calles. Él iba con unos morrales y unas ollas gritando: “¡Haced el bien hermanos, para vuestro bien!”. Las gentes salían a la puerta de sus casas y le regalaban cuanto les había sobrado de la comida del día. Al volver cerca de medianoche se dedicaba a hacer aseo en el hospital, y a la madrugada se echaba a dormir un rato debajo de una escalera.

El obispo, admirado por la gran obra de caridad que Juan estaba haciendo, le añadió dos palabras a su nombre de pila y empezó a llamarlo “Juan de Dios”, y así lo llamó toda la gente en adelante. Luego, como este hombre cambiaba frecuentemente su vestido bueno por los harapos de los pobres que encontraba en las calles, el prelado le dio una túnica negra como uniforme; así se vistió hasta su muerte, y así han vestido sus religiosos por varios siglos.

Un día su hospital se incendió y Juan de Dios entró varias veces por entre las llamas a sacar a los enfermos y aunque pasaba por en medio de enormes llamaradas no sufría quemaduras, y logró salvarles la vida a todos aquellos pobres.

Otro día el río bajaba enormemente crecido y arrastraba muchos troncos y palos. Juan necesitaba abundante leña para el invierno, porque en Granada hace mucho frío y a los ancianos les gustaba calentarse alrededor de la hoguera. Entonces se fue al río a sacar troncos, pero uno de sus compañeros, muy joven, se adentró imprudentemente entre las violentas aguas y se lo llevó la corriente. El santo se lanzó al agua a tratar de salvarle la vida, y como el río bajaba supremamente frío, esto le hizo daño para su enfermedad de artritis y a partir de entonces, comenzó a sufrir grandes dolores.

Después de tantísimos trabajos, ayunos y trasnochadas por hacer el bien para sus enfermos, la salud de Juan de Dios se debilitó de manera sensible. Y aunque hacía todo lo posible porque nadie se diera cuenta de los grandes dolores que la artritis le provocaba y que lo atormentaban día y noche, llegó un momento en el que ya no fue capaz de simular más. Entonces una venerable señora de la ciudad obtuvo del obispo autorización para llevarlo a su casa y cuidarlo hasta su muerte. El santo se fue ante el Santísimo Sacramento del altar y luego de rezar por largo tiempo, se despidió de su hospital, dejando la dirección a sus religiosos. Al llegar a la casa de la rica señora, exclamó Juan: “Estas comodidades son demasiado lujo para mí que soy tan miserable pecador”. Allí trataron de curarlo de su dolorosa enfermedad, pero ya era demasiado tarde.

El 8 de marzo de 1550, sintiendo que le llegaba la muerte, se arrodilló en el suelo y exclamó: “Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo”, y quedó muerto, así de rodillas. Había trabajado incansablemente durante diez años dirigiendo su hospital de pobres, con tantos problemas económicos que a veces ni se atrevía a salir a la calle a causa de las muchísimas deudas que tenía; y con tanta humildad, que siendo el más grande santo de la ciudad se creía el más indigno pecador. El que había sido apedreado como loco, fue acompañado al cementerio por el obispo, las autoridades y todo el pueblo, como un santo. Después de muerto obtuvo de Dios muchos milagros en favor de sus devotos y el Papa lo declaró santo en 1690. Es Patrono de los que trabajan en hospitales y de los que propagan libros religiosos.

         Mensaje de santidad.

         Podemos decir que el mensaje de santidad de San Juan de Dios es el siguiente:

Acepta y lleva su cruz, dada por Jesús, con todo amor y piedad, sin quejarse nunca, cuando el Niño Jesús le dice: “Granada será tu cruz”.

         Obedece a la Palabra de Dios, reconociéndose pecador, acude al Sacramento de la Penitencia para que la Sangre de Jesús limpie sus pecados.

         Lo deja todo para seguir a Jesús mediante obras de misericordia tanto corporales como espirituales: ve en el prójimo enfermo y necesitado a Jesús misteriosamente presente en ellos y los socorre, a través de la fundación de un hospital y de la Orden de los hospitalarios.

         Como penitencia y desprecio de este mundo, a fin de conseguir la vida eterna, finge haber perdido la razón, para hacer más penitencia y para mortificar su ego por la humillación recibida.

         Con los enfermos, practica tanto obras de misericordia, tanto espirituales como corporales.

         Soporta su enfermedad sin quejarse en lo más mínimo, pues lo deja todo en manos de la Virgen.

         Muere reconociendo a Jesús en la Eucaristía -muere de rodillas- e imitando a Jesús en sus obras y palabras: “Jesús, encomiendo mi espíritu”.

         Que San Juan de Dios interceda por nosotros para que seamos capaces de obrar, por amor, la misericordia, tanto espiritual como corporal, sobre el prójimo enfermo y necesitado, para que así recibamos misericordia el día de nuestro juicio particular.

martes, 7 de marzo de 2023

Santas mártires Perpetua y Felicitas

 



Las santas mártires Felicitas y Perpetua[1] murieron en Cartago, ciudad romana del Norte de África, el 7 de marzo del 203, junto con tres compañeros: Revocato, Saturnino y Segundo, durante la persecución del emperador romano Septimio Severo, el cual había prohibido, incluso hasta con pena de muerte, la conversión al catolicismo. Los detalles del martirio de estos santos de la Iglesia del Norte de África han llegado hasta nosotros gracias a una descripción contemporánea[2]. Perpetua era una joven de la nobleza romana que acababa de dar a luz a su hijo, y Felicitas era una esclava. El relato de su encarcelación y martirio, escrito en buena parte por la misma Perpetua antes de morir, es uno de los testimonios más completos de las persecuciones romanas y del heroísmo sobrenatural de los primeros cristianos. Así, los sufrimientos de la vida en prisión, los intentos del padre de Perpetua de inducirla a la apostasía, las vicisitudes de los mártires antes de su ejecución, las visiones de Sáturo y de Perpetua en sus calabozos, fueron puestas por escrito por estos dos últimos. Poco después de la muerte de los mártires otro cristiano añadió a este documento un relato de su ejecución. Después de su arresto y antes de que fueran llevados a prisión, los cinco catecúmenos fueron bautizados. 

         El juicio de los seis prisioneros tuvo lugar ante el Procurador Hilariano. Los seis confesaron resueltamente su fe cristiana. El padre de Perpetua, llevando en brazos el hijo de ésta, se le acercó nuevamente y trató, por última vez, de inducirla a la apostasía; el procurador también razonó con ella, pero fue en vano. Ella se rehusó a hacer un sacrificio a los dioses para la protección del emperador. El procurador, por tanto, sacó al padre por la fuerza, momento en el cual él fue azotado. Los cristianos fueron condenados a ser despedazados por las bestias durante el festival por el cumpleaños del emperador; al enterarse de la sentencia, los mártires, lejos de llorar y desesperarse, dieron sin embargo gracias a Dios por esta sentencia de muerte, porque sabían que la muerte en Cristo no erar más que el paso a la eternidad en el Reino de los cielos, porque esa es la recompensa que da Cristo a quienes dan testimonio de Él hasta el derramamiento de sangre. Luego de la sentencia a muerte, fueron trasladados a otra prisión, cerca del circo adonde serían arrojados a las bestias.

         Felicitas, quien al momento de su encarcelamiento contaba con ocho meses de embarazo, pensaba que no se le permitiría sufrir martirio junto con los demás, ya que la ley prohibía la ejecución de una mujer embarazada. Sin embargo, como había recibido la gracia del martirio, dos días antes de los juegos dio a luz a una niña, que fue adoptada por una mujer cristiana, con lo cual Felicitas se alegró doblemente: porque su hija sería educada en la fe católica y porque ella estaría en condiciones de sufrir el martirio.

         El 7 de marzo, los prisioneros fueron llevados al anfiteatro. A petición de la muchedumbre pagana, primero fueron azotados; luego, un jabalí, un oso y un leopardo se colocaron frente a los hombres, y una vaca salvaje frente a las mujeres. Heridos por los animales salvajes, se dieron uno a otro el beso de la paz, y fueron pasados por la espada.

         El relato[3] de su ejecución es el siguiente: “Los mártires marcharon de la cárcel al anfiteatro como si fueran al cielo, con el rostro resplandeciente de alegría y llenos de gozo. La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua, quien cayó de espaldas. Al ver a Felicitas tendida en el suelo se acercó, le dio la mano y la levantó. Perpetua -que había sido embestida por una vaca enfurecida-, como si despertara de un sueño (su espíritu había estado en éxtasis, contemplando al Cordero, mientras su cuerpo era embestido por el animal), comenzó a mirar alrededor suyo y, asombrando a todos, dijo: “¿Cuándo nos arrojarán esa vaca, no sé cuál es?”. Como le dijeran que ya se la habían arrojado, no quiso creerlo hasta que comprobó en su cuerpo y en su vestido las marcas de la embestida. Haciendo venir a su hermano, catecúmeno, dijo: “Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros y no os escandalicéis de vuestros padecimientos”.

         Sáturo, otro de los mártires, animaba al soldado Prudente diciéndole: “Hasta ahora, no he sentido ninguna de las bestias. Créeme que cuando salga de nuevo, seré abatido por una única dentellada de leopardo”. Y efectivamente, fue arrojado un leopardo y éste con una dentellada lo dejó agonizando, pero antes de morir, dijo a Prudente: “Adiós y acuérdate de la fe y de mí; que estos padecimientos no te turben, sino que te confirmen”. Luego le pasó su anillo, empapado en sangre, como herencia, para caer en tierra ya sin vida.

         Los que quedaban con vida, a pedido de la muchedumbre, fueron llevados para ser decapitados. Todos los mártires, inmóviles y en silencio, recibieron el golpe de la espada”.

         El relato de la ejecución de los mártires cartagineses finaliza así: “¡Oh valerosos y felices mártires! ¡Oh, vosotros, que de verdad habéis sido llamados y elegidos para gloria de Nuestro Señor Jesucristo!”.  

           Mensaje de santidad.

            ¿Qué mensaje de santidad nos dejan los mártires?

         Sus muertes hacen cierta esta afirmación: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos”, es decir, la sangre derramada por Cristo despierta la fe en quien la tenía dormida, o la concede a quien no la tenía, por eso, cuanto más se persigue a la Iglesia Católica, tanto más frutos de santidad obtiene la Iglesia;

         Alegría ante la muerte por Cristo, porque saben que la recompensa es el cielo;

         Ausencia de dolor en sus cuerpos y paz en sus almas, a pesar de las terribles torturas, porque los mártires son asistidos por el Espíritu Santo;

         Nos aconsejan permanecer firmes en la fe, que es la del Credo, porque es la puerta abierta al cielo;

         Nos animan a que, en el Amor del Espíritu Santo, nos amemos los unos a los otros, como Cristo nos pide en el Evangelio;

         Conocen que su muerte está próxima, pero no sienten ni angustia, ni miedo, ni desesperación, sino paz y alegría, porque saben que en pocos instantes entrarán en la eternidad, para cantar las alabanzas al Cordero para siempre, con sus cuerpos y almas glorificados;

         Nos piden encarecidamente que no nos dejemos abatir por nuestros sufrimientos terrenos, porque si estos son ofrecidos a Cristo por manos de la Virgen, nos abren las puertas del cielo.

 

 



[1] La fiesta de estas santas se celebra el 7 de marzo y sus nombres fueron añadidos al Canon Romano. La descripción en latín de su martirio fue descubierta por Holstenius, y publicada por Poussines. Los capítulos III-X contienen la narración de Perpetua; los capítulos XI-XIII las de Saturo; los capítulos I, II, y XIV-XXI fueron escritos por un testigo ocular poco después de la muerte de los mártires.

[3] De la historia del martirio de los santos mártires cartagineses, Caps. 18. 20-21, edición van Beek, Nigema 1936, 42. 46-52.

viernes, 3 de marzo de 2023

Santas Perpetua y Felicitas y compañeros mártires en Cartago

 



Vida de santidad.

Perpetua, nacida en la nobleza, conversa. Esposa y madre. Fue martirizada con su servidora y amiga y otros mártires.

En el siglo IV se leían las actas de estas santas en las iglesias de África[1]. El pueblo les profesaba una estima tan grande que San Agustín se vio obligado a publicar una protesta para evitar que se las considerara en plano de igualdad con la Sagrada Escritura. Durante la persecución del emperador Severo, fueron arrestados en Cartago cinco catecúmenos el año 205[2]. Eran estos Revocato, Felícitas (su compañera de esclavitud, que estaba embarazada desde hacía varios meses), Saturnino, Secúndulo y Vibia Perpetua.  Esta última tenía 22 años de edad, era madre de un niño pequeño y tenía buena posición económica. A estos cinco se unió Sáturo quien les había instruido en la fe y se negó a abandonarles.

Perpetua escribió las actas: “Yo estaba todavía con mis compañeros. Mi padre, que me quería mucho, trataba de darme razones para debilitar mi fe y apartarme de mi propósito. Yo le respondí: ‘Padre, ¿no ves ese cántaro o jarro, o como quieras llamarlo?... ¿Acaso puede llamarlo con un nombre que no le designe por lo que es?’ “No”, replicó él. “Pues tampoco yo puedo llamarme por un nombre que no signifique lo que soy: cristiana”. Al oír la palabra “cristiana”, mi padre se lanzó sobre mí y trató de arrancarme los ojos, pero sólo me golpeó un poco, pues mis compañeros le detuvieron... Yo di gracias a Dios por el descanso de no ver a mi padre durante algún tiempo... En esos días recibí el bautismo y el Espíritu me movió a no pedir más que la gracia de soportar el martirio. Al poco tiempo, nos trasladaron a una prisión donde yo tuve mucho miedo, pues nunca había vivido en tal oscuridad. ¡Qué horrible día! El calor era insoportable, pues la prisión estaba llena. Los soldados nos trataban brutalmente. Para colmo de males, yo tenía ya dolores de vientre...”.

Más tarde, Perpetua tuvo un sueño que le ayudó a prepararse para el martirio. Su padre regresó para implorarle que renunciara a su fe para evitar el martirio. Le decía de rodillas y besando sus manos: “... Piensa en tu madre y en la hermana de tu madre; piensa sobre todo en tu hijo, que no podrá sobrevivirte. Depón tu orgullo y no nos arruines, pues jamás podremos volver a hablar como hombres libres, si te sucede algo”. Ella le respondió: “Las cosas sucederán como Dios disponga, pues estamos en Sus manos y no en las nuestras”.

Condujeron a los reos a la plaza del mercado para juzgarlos ante una multitud. Narra Perpetua: “Todos los que fueron juzgados antes de mí confesaron la fe. Cuando me llegó el turno, mi padre se aproximó con mi hijo en brazos y, haciéndome bajar de la plataforma, me suplicó: “Apiádate de tu hijo”. El presidente Hilariano se unió a los ruegos de mi padre, diciéndome: “Apiádate de las canas de tu padre y de la tierna infancia de tu hijo. Ofrece sacrificios por la prosperidad de los emperadores”. Yo respondí: “¡No!”. “¿Eres cristiana?”, me preguntó Hilariano. Yo contesté: “Sí, soy cristiana”. Como mi padre persistiese en apartarme de mi resolución, Hilariano mandó que le echasen fuera y los soldados le golpearon con un bastón. Eso me dolió como si me hubiesen golpeado a mí, pues era horrible ver que maltrataban a mi padre anciano”.

Se reservó a los mártires para los espectáculos que se iban a ofrecer a los soldados durante las fiestas de Gueta, a quien su padre, Severo, había nombrado César cuatro años antes, en tanto que había nombrado Augusto a su hijo Caracala.

Felícitas tenía miedo de que se la privase del martirio, porque generalmente no se condenaba a la pena capital a las mujeres embarazadas. Todos los mártires oraron por ella y así dio a luz a una hija en la prisión; uno de los cristianos adoptó a la niña. Según las actas: “El día del martirio los prisioneros salieron de la cárcel como si fuesen al cielo... La multitud, furiosa al ver la valentía de los mártires, pidió a gritos que les azotaran; así pues, cada uno de ellos recibió un latigazo al pasar frente a los gladiadores”. Entre tanto la veleidosa muchedumbre pidió que las mártires fueran arrojadas nuevamente a la arena, para ser despedazados por los animales; así se hizo, con gran gozo para las dos santas. Antes de morir, las mártires se despidieron de esta vida terrena, luego de lo cual, Felícitas primero y Perpetua después, fueron decapitadas.

Mensaje de santidad

Una observación que podemos hacer es que vemos en este grupo a toda clase de personas: gente de la nobleza, esclavos, madres de niños pequeños con sus hijos, embarazadas, catecúmenos, es decir, que recién habían abrazado la fe, y otros catequistas, es decir, quienes ya profesaban la fe cristiana desde hacía tiempo. Esto nos hace ver que el Espíritu Santo quiere que todos nos salvemos y por eso nos llama desde nuestro estado de vida, sin importar edad, raza, posición social, etc.

Otra observación se deriva de lo que sucedió en el momento del martirio y es lo siguiente: Perpetua y Felícitas fueron arrojadas a un toro embravecido, el cual las embistió a ambas, provocándoles numerosas y sangrantes heridas. En este momento, en el que la bestia ataca a las mártires, sucedió algo que nos hace ver que los mártires están asistidos especialmente por el Espíritu Santo y que si no fuera por esta asistencia, los mártires se desesperarían o gritarían dando aullidos de dolor: luego del ataque de la bestia, Perpetua volvió en sí de una especie de éxtasis y preguntó si pronto iba a enfrentarse con las fieras. Cuando le dijeron lo que había sucedido, la santa no podía creerlo, hasta que vio sobre su cuerpo y sus vestidos las señales de la lucha. Esto quiere decir que los mártires pueden soportar las torturas y los dolores atroces, gracias a la especial asistencia del Espíritu Santo, por lo que sus palabras, pronunciadas antes de morir, también podemos considerarlas como inspiradas por el Espíritu Santo. Perpetua llamó a su hermano y al catecúmeno Rústico y les dijo: “Permaneced firmes en la fe y guardad la caridad entre vosotros; no dejéis que los sufrimientos se conviertan en piedra de escándalo”.

 



[1] El martirio se conmemoraba originalmente el 7 de marzo. Estos mártires aparecen en todos los calendarios y martirologios antiguos, como por ejemplo en el calendario filocaliano de Roma, (354 P.C.); cfr. Butler, Vida de los Santos, Vol I.