Nació
en Mayorga, España, en 1538; murió en Lima en 1606. Toribio era graduado en
derecho, y había sido nombrado Presidente del Tribunal de Granada (España)
cuando el emperador Felipe II al conocer sus grandes cualidades le propuso al
Sumo Pontífice para que lo nombrara Arzobispo de Lima. Roma aceptó y envió en
nombramiento. En 1581 llegó Toribio a Lima como arzobispo: su arquidiócesis
tenía dominio sobre Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Bolivia, Chile y parte
de Argentina. Medía cinco mil kilómetros de longitud, y en ella había toda
clase de climas y altitudes. Abarcaba más de seis millones de kilómetros
cuadrados. Al llegar a Lima Santo Toribio tenía 42 años y se dedicó a lograr el
progreso espiritual de sus súbditos. La ciudad estaba en una grave situación de
decadencia espiritual. A los pecadores públicos los reprendía fuertemente,
aunque estuvieran en altísimos puestos. Las medidas enérgicas que tomó contra
los abusos que se cometían, le atrajeron muchos persecuciones y atroces
calumnias. El callaba y ofrecía todo por amor a Dios, exclamando: “Al único que es necesario siempre tener contento es a
Nuestro Señor”. Tres veces visitó completamente su inmensa arquidiócesis de
Lima. La mayor parte del recorrido era a pie. A veces en mula, por caminos casi
intransitables, pasando de climas terriblemente fríos a climas ardientes.
Muchísimas noches tuvo que pasar a la intemperie o en ranchos miserabilísimos,
durmiendo en el puro suelo. Logró la conversión de un enorme número de indios.
Cuando iba de visita pastoral viajaba siempre rezando. Al llegar a cualquier
sitio su primera visita era al templo. Reunía a los indios y les hablaba por
horas y horas en el idioma de ellos que se había preocupado por aprender muy
bien. Aunque en la mayor parte de los sitios que visitaba no había ni siquiera
las más elementales comodidades, en cada pueblo se quedaba varios días
instruyendo a los nativos, bautizando y confirmando. Celebraba la misa con gran
fervor, y varias veces vieron los acompañantes que mientras rezaba se le
llenaba el rostro de resplandores.
Santo
Toribio recorrió unos 40.000 kilómetros visitando y ayudando a sus fieles. Pasó
por caminos jamás transitados, llegando hasta tribus que nunca habían visto un
hombre blanco. Al final de su vida envió una relación al rey contándole que
había administrado el sacramento de la confirmación a más de 800.000 personas. Una
vez una tribu muy guerrera salió a su encuentro en son de batalla, pero al ver
al arzobispo tan venerable y tan amable cayeron todos de rodillas ante él y le
atendieron con gran respeto las enseñanzas que les daba.
Santo
Toribio se propuso reunir a los sacerdotes y obispos de América en Sínodos o
reuniones generales para dar leyes acerca del comportamiento que deben tener
los católicos. Cada dos años reunía a todo el clero de la diócesis para un
Sínodo y cada siete años a los de las diócesis vecinas. Y en estas reuniones se
daban leyes severas y a diferencia de otras veces en que se hacían leyes, pero
no se cumplían, en los Sínodos dirigidos por Santo Toribio, las leyes se hacían
y se cumplían, porque él estaba siempre vigilante para hacerlas cumplir. Nuestro
santo era un gran trabajador. Desde muy de madrugada ya estaba levantado y
repetía frecuentemente: “Nuestro gran tesoro es el momento presente. Tenemos
que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna. El Señor Dios nos tomará
estricta cuenta del modo como hemos empleado nuestro tiempo”.
Fundó
el primer seminario de América y casi duplicó el número de parroquias o centros
de evangelización en su arquidiócesis. Su generosidad lo llevaba a repartir a
los pobres todo lo que poseía. Un día al regalarle sus camisas a un necesitado
le recomendó: “Váyase rapidito, no sea que llegue mi hermana y no permita que
Ud. se lleve la ropa que tengo para cambiarme”.
Cuando
llegó una terrible epidemia gastó sus bienes en socorrer a los enfermos, y él
mismo recorrió las calles acompañado de una gran multitud llevando en sus manos
un gran crucifijo y rezándole con los ojos fijos en la cruz, pidiendo a Dios
misericordia y salud para todos.
El
23 de marzo de 1606, un Jueves Santo, murió en una capillita de los indios, en
una lejana región, donde estaba predicando y confirmando a los indígenas. Estaba
a 440 kilómetros de Lima. Cuando se sintió enfermo prometió a sus acompañantes
que le daría un premio al primero que le trajera la noticia de que ya se iba a
morir. Y repetía aquellas palabras de San Pablo: “Deseo verme libre de las
ataduras de este cuerpo y quedar en libertad para ir a encontrarme con
Jesucristo”. Ya moribundo pidió a los que rodeaban su lecho que entonaran el
salmo que dice: “De gozo se llenó mi corazón cuando escuché una voz: iremos a
la Casa del Señor. Que alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor”. Las
últimas palabras que dijo antes de morir fueron las del salmo 30, las mismas
palabras rezadas por Jesús antes de morir: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.
Después
de su muerte se consiguieron muchos milagros por su intercesión. Santo Toribio
tuvo el gusto de administrarle el sacramento de la confirmación a tres santos: Santa
Rosa de Lima, San Francisco Solano y San Martín de Porres. El Papa Benedicto
XIII lo declaró santo en 1726. Y toda América del Sur espera que este gran
santo e infatigable apóstol, quizás el más grande obispo que ha vivido en este
continente, siga rogando para que nuestra santa religión se mantenga fervorosa
y creciente en todos estos países.
Mensaje
de santidad.
Parte
de su mensaje de santidad se puede obtener, además de su inmensa obra
apostólica y evangelizadora, de sus frases: “Al único que es necesario siempre
tener contento es a Nuestro Señor”. Dejar de lado los respetos humanos: cuando
alguien falta a la caridad cristiana, a la justicia cristiana, a la
misericordia, es deber del cristiano corregirlo, sin importar el puesto que
este ocupe en la sociedad de los hombres o incluso dentro de la misma Iglesia.
Jesús lo dice en el Evangelio: “Si alguien se avergüenza de Mí ante los
hombres, Yo me avergonzaré de él delante de mi Padre en el Día del Juicio Final”.
No debemos temer a los hombres, por más poderosos que sean; al Único al que
debemos temer es al Supremo Juez de los hombres, Nuestro Señor Jesucristo y
prepararnos en consecuencia para el Día del Juicio Final.
“Nuestro
gran tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con
él la vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos
empleado nuestro tiempo”. Vivir el tiempo terreno pensando en la eternidad, en
el Reino de los cielos y obrar la misericordia para ganar el Reino de Dios. Quien
vive esta vida pensando que es la única o sin importarle ganar o no ganar el Reino
de Dios, terminará por perder su alma para siempre en el Reino de las
tinieblas. Cada segundo de tiempo terreno que pasa en nuestras vidas, es un
segundo menos que nos separa de la vida eterna; aprovechemos entonces el tiempo
para ganar el Reino de Dios.
“Váyase
rapidito, no sea que llegue mi hermana y no permita que Ud. se lleve la ropa
que tengo para cambiarme”. Nos enseña que debemos obrar la misericordia, tanto
espiritual como corporal y que debemos ver en el prójimo más necesitado a
Nuestro Señor Jesucristo. Ni un vaso de agua dado en Nombre de Cristo en esta
vida, quedará sin recompensa en la vida eterna.
Fundó
el primer seminario y esto nos enseña que alentar y sostener, espiritual y
materialmente, a las vocaciones sacerdotales, es la obra más grande entre las
obras de misericordia, porque del seminario salen los sacerdotes y a través del
sacerdote ministerial Dios Hijo viene a la tierra, en Persona en la Eucaristía
y con su gracia en el Sacramento de la Penitencia. Sin sacerdotes, no habría Presencia
de Dios en la tierra.
La
muerte terrena, cuando se ha vivido de cara a la eternidad, no es motivo de
dolor, sino de gran alegría espiritual, porque la muerte en el tiempo
significa, para el que ha vivido y muerto en gracia, el ingreso a la alegre
eternidad en el Reino de los cielos: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la
Casa del Señor”. Mientras estamos en esta vida, somos peregrinos que nos
dirigimos a la Jerusalén celestial; sólo finalizaremos nuestro peregrinar
cuando por la Misericordia Divina logremos entrar en el Reino de Dios,
entregando nuestras almas a las manos crucificadas de Cristo en la cruz: “En
tus manos encomiendo mi espíritu”.