Vida de santidad[1].
Santa
Francisca Romana, esposa, madre, viuda y apóstol seglar. Nació en Roma en el
año 1384. Sus padres eran sumamente ricos y muy creyentes (quedarán después en
la miseria en una guerra por defender al Sumo Pontífice) y la niña creció en
medio de todas las comodidades, pero muy bien instruida en la religión. Desde
muy pequeñita su mayor deseo fue ser religiosa, pero los papás no aceptaron esa
vocación, sino que le consiguieron un novio de una familia muy rica y con él la
hicieron casar. Francisca, aunque amaba inmensamente a su esposo, sentía la
nostalgia de no poder dedicar su vida a la oración y a la contemplación, en la
vida religiosa. Un día su cuñada, llamada Vannossa, la vio llorando y le
preguntó la razón de su tristeza. Francisca le contó que ella sentía una
inmensa inclinación hacia la vida religiosa pero que sus padres la habían
obligado a formar un hogar. Entonces la cuñada le dijo que a ella le sucedía lo
mismo, y le propuso que se dedicaran a las dos vocaciones: ser unas excelentes
madres de familia, y a la vez, dedicar todos los ratos libres a ayudar a los
pobres y enfermos, como si fueran dos religiosas. Y así lo hicieron. Con el
consentimiento de sus esposos, Francisca y Vannossa se dedicaron a visitar
hospitales y a instruir gente ignorante y a socorrer pobres.
En
más de 30 años que Francisca vivió con su esposo, observó una conducta
verdaderamente edificante. Tuvo tres hijos a los cuales se esmeró por educar
muy religiosamente.
A
Francisca le agradaba mucho dedicarse a la oración, pero le sucedió muchas
veces que estando orando la llamó su marido para que la ayudara en algún
oficio, y ella suspendía inmediatamente su oración y se iba a colaborar en lo
que era necesario. Ella repetía: “Muy buena es la oración, pero la mujer casada
tiene que concederles enorme importancia a sus deberes caseros”.
Dios
permitió que a esta santa mujer le llegaran las más grandes tentaciones. Y a
todas resistió dedicándose a la oración y a la mortificación y a las buenas lecturas,
y a estar siempre muy ocupada. Su familia, que había sido sumamente rica, se
vio despojada sus bienes en una guerra civil. Como su esposo era partidario y
defensor del Sumo Pontífice, y en la guerra ganaron los enemigos del Papa, su
familia fue despojada de sus fincas y palacios. Francisca tuvo que irse a vivir
a una casona vieja, y dedicarse a pedir limosna de puerta en puerta para ayudar
a los enfermos de su hospital.
Y
además de todo esto le llegaron muy dolorosas enfermedades que le hicieron
padecer por años y años, pero Santa Francisca nunca se quejó, porque sabía que,
ofreciendo sus tribulaciones a Jesús, esas tribulaciones se convertían en premios
para el cielo.
Su
hijo se casó con una muchacha muy bonita pero terriblemente malgeniada y
criticona, quien se dedicó a atormentarle la vida a Francisca y a burlarse de
todo lo que la santa hacía y decía. Ella soportaba todo en silencio y con gran
paciencia. Pero de pronto la nuera cayó gravemente enferma y entonces Francisca
se dedicó a asistirla con una caridad impresionantemente exquisita. La joven se
curó de la enfermedad del cuerpo y quedó curada también de la antipatía que
sentía hacia su suegra. En adelante fue su gran amiga y admiradora.
Francisca
obtenía admirables milagros de Dios con sus oraciones. Curaba enfermos, alejaba
malos espíritus, pero sobre todo conseguía poner paz entre gentes que estaban
peleadas y lograba que muchos que antes se odiaban, empezaran a amarse como
buenos amigos. Por toda Roma se hablaba de los admirables efectos que esta
santa mujer conseguía con sus palabras y oraciones. Muchísimas veces veía a su
ángel de la guarda y dialogaba con él.
Francisca
fundó una comunidad de religiosas seglares dedicadas a atender a los más
necesitados. Les puso por nombre “Oblatas de María”, y sus religiosas vestían
como señoras respetables. No tenían hábito especial.
Había
recibido de Dios la eficacia de la palabra y consejo y por eso acudían a ella
numerosas personas para pedirle que les ayudara a solucionar los problemas de
sus familias. En las epidemias, ella misma llevaba a los enfermos al hospital,
los atendía, les lavaba la ropa y la remendaba, y como en tiempo de contagio
era muy difícil conseguir confesores, ella pagaba un sueldo especial a varios
sacerdotes para que se dedicaran a atender espiritualmente a los enfermos.
Francisca
ayunaba a pan y agua muchos días. Dedicaba horas y horas a la oración y a la
meditación, y Dios empezó a concederle éxtasis y visiones. A las personas que
sabía que hablaban mal de ella, les prodigaba mayor amabilidad.
Estaba
gravemente enferma, y el 9 de marzo de 1440 su rostro empezó a brillar con una
luz admirable. Entonces pronunció sus últimas palabras: “El ángel del Señor me
manda que lo siga hacia las alturas”. Luego quedó muerta, pero parecía
alegremente dormida.
Tan
pronto se supo la noticia de su muerte, los historiadores dicen que “toda la
ciudad de Roma se movilizó”, para asistir a los funerales de Francisca. Fue
sepultada en la iglesia parroquial, y al conocerse la noticia de que junto a su
cadáver se estaban obrando milagros, aumentó mucho más la concurrencia a sus
funerales. Luego su tumba se volvió tan famosa que aquel templo empezó a
llamarse y se le llama aún ahora: La Iglesia de Santa Francisca Romana.
Mensaje
de santidad.
Santa Francisca Romana nos deja los siguientes ejemplos de
santidad.
Es un maravilloso ejemplo de cómo, siendo seglar, en este
caso, esposa y madre de familia, eso no es un obstáculo, sino todo lo
contrario, para cumplir los deberes de estado y los deberes para con Dios.
Es un ejemplo admirable de esposa y madre católica, pues se encargó
de amar a su esposo y de educar a sus hijos en la fe católica, y sobre todo en
estos tiempos, en los que los padres de familia descuidan por completo, en la
inmensa mayoría de los casos, la educación en la fe católica de sus hijos,
educación a la que no le dan ninguna importancia.
Es un excelente ejemplo de cómo se debe vivir el Primer
Mandamiento, que manda amar a Dios y al prójimo como a uno mismo: Santa
Francisca amó a Dios por sobre todas las cosas y a su prójimo por amor a Dios,
realizando innumerables obras de misericordia, tanto corporales como
espirituales.
Vivió de forma cristiana, tanto en la riqueza como en la pobreza,
cuando su familia perdió todas sus riquezas materiales a manos de los enemigos
de la Iglesia.
Obró una de las obras de misericordia espirituales más importantes:
“Enseñar al que no sabe”, puesto que formó en la religión a sus hijos y también
a los enfermos a los que asistía en el hospital.
Unió su vida y su enfermedad a la Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo, ofreciendo su dolorosa enfermedad a Jesús crucificado, por manos de
la Virgen.
Amó a sus enemigos, como Cristo lo ordena –“Amen a sus
enemigos”-, logrando su conversión, como sucedió con su nuera, la esposa de uno
de sus hijos.
Dios le concedió el don de curar enfermos y de alejar malos
espíritus, además de tener el don de pacificar a los corazones enemistados.
Para continuar en el tiempo y así multiplicar la caridad
para con los más necesitados, fundó una orden de religiosas seglares, las “Oblatas
de María”.
Cuando había epidemias, no se quedaba encerrada en su casa,
sino que salía a atender a los enfermos, preocupándose no solo por la salud
corporal sino ante todo por la salud espiritual, procurando que curaran sus
almas mediante el Sacramento de la Penitencia.
El día de su muerte, dio indicios de que no pasaría ni un
segundo en el Purgatorio, sino que iría directamente al cielo, al decir: “El
ángel del Señor me manda que lo siga hacia las alturas”.
Cada
9 de marzo llegan numerosos peregrinos a pedirle a Santa Francisca unas gracias
que nosotros también nos conviene pedir siempre: que nos dediquemos con todas
nuestras fuerzas a cumplir cada día los deberes de estado que tenemos en
nuestro hogar, sin descuidar por eso mismo nuestros deberes para con Dios, que
es el de orar y el de obrar la misericordia corporal y espiritual para con nuestros
prójimos.
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