Vida
de santidad[1].
Santa
Francisca Romana –su nombre seglar era Francisca Bussa de Buxis de Leoni- nació
en Roma en el año 1384. Era de una familia noble y rica y, aunque aspiraba a la
vida monástica, tuvo que aceptar, como era la costumbre, la elección que por
ella habían hecho sus padres. Por esta razón, se casó a muy temprana edad,
vivió cuarenta años en matrimonio y fue excelente esposa y madre de familia,
admirable por su piedad, humildad y paciencia. En tiempos calamitosos
distribuyó sus bienes entre los pobres, asistió a los atribulados y, al quedar
viuda, se retiró a vivir entre las oblatas que ella había reunido bajo la Regla
de san Benito, en Roma. Por lo tanto, fue esposa, madre, viuda y apóstol seglar.
Murió en olor de santidad en el año 1440 y fue canonizada el 29 de mayo de 1608
por el Papa Pablo V.
La
joven esposa se fue a vivir a casa del marido, Lorenzo de Ponziani, también
rico y noble como ella. Con sencillez aceptó los grandes dones de la vida, el
amor del esposo, sus títulos de nobleza, sus riquezas, los tres hijos que tuvo
a quienes amó tiernamente y dedicó todos sus cuidados; y con la misma sencillez
y firmeza aceptó quedar privada de ellos, puesto que dos hijos murieron y el
tercero fue hecho prisionero por los enemigos del rey. El primer gran dolor fue
la muerte de uno de sus hijos y al poco tiempo murió el otro, renovando así el
dolor que solo una madre puede experimentar. En ese tiempo Roma sufría los
ataques del cisma de Occidente por la presencia de los antipapas. A uno de los
pontífices, Alejandro V, le hizo la guerra el rey de Nápoles, Ladislao, que invadió
Roma dos veces. La guerra tocó de cerca también a Francisca pues hirieron al
marido y, al único hijo que le quedaba, se lo llevaron como rehén. Todas estas
desgracias no lograron doblegar su ánimo apoyado por la presencia misteriosa
pero eficaz de su Ángel guardián.
Su
palacio parecía meta obligada para todos los más necesitados. Fue generosa con
todos y distribuía sus bienes para aliviar las tribulaciones de los demás, sin
dejar nada para sí. Para poder ampliar su radio de acción caritativa, fundó en
1425 la congregación de las Oblatas Olivetanas de santa María la Nueva,
llamadas también Oblatas de Tor de Specchi. A los tres años de la muerte del
marido, emitió los votos en la congregación que ella misma había fundado, y
tomó el nombre de Romana. Murió el 9 de marzo de 1440. Sus restos mortales
fueron expuestos durante tres días en la iglesia de santa María la Nueva, que
después llevaría su nombre. Tan unánime fue el tributo de devoción que le
rindieron los romanos que, según una crónica del tiempo, se habla de que toda
la ciudad de Roma acudió a rendirle el extremo saludo. Fue canonizada en 1608.
Mensaje de santidad.
El mensaje de santidad de Santa Francisca Romana está
descripto con toda claridad por María Magdalena Aguillaria, Superiora de las
Oblatas de Tor de Specchi[2].
Dice así: “Dios probó la paciencia de Francisca no sólo en su fortuna, sino
también en su mismo cuerpo, haciéndola experimentar largas y graves
enfermedades, como se ha dicho antes y se dirá luego. Sin embargo, no se pudo
observar en ella ningún acto de impaciencia, ni mostró el menor signo de
desagrado por la torpeza con que a veces la atendían.
Francisca manifestó su entereza en la muerte prematura de
sus hijos, a los que amaba tiernamente, siempre aceptó con serenidad la
voluntad de Dios, dando gracias por todo lo que le acontecía. Con la misma
paciencia soportaba a los que la criticaban, calumniaban y hablaban mal de su
forma de vivir. Nunca se advirtió en ella ni el más leve indicio de aversión
respecto de aquellas personas que hablaban mal de ella y de sus asuntos; al
contrario, devolviendo bien por mal, rogaba a Dios continuamente por dichas
personas.
Y ya que Dios no la había elegido para que se preocupara
exclusivamente de su santificación, sino para que emplease los dones que él le
había concedido para la salud espiritual y corporal del prójimo, la había
dotado de tal bondad que, a quien le acontecía ponerse en contacto con ella, se
sentía inmediatamente cautivado por su amor y su estima, y se hacía dócil a
todas sus indicaciones. Es que, por el poder de Dios, sus palabras poseían tal
eficacia que con una breve exhortación consolaba a los afligidos y
desconsolados, tranquilizaba a los desasosegados, calmaba a los iracundos,
reconciliaba a los enemigos, extinguía odios y rencores inveterados, en una
palabra, moderaba las pasiones de los hombres y las orientaba hacia su recto
fin.
Por esto todo el mundo recuerda a Francisca como a un asilo
seguro y todos encontraban consuelo, aunque reprendía severamente a los que
habían ofendido o eran ingratos a Dios.
Francisca, entre las diversas enfermedades mortales y pestes
que abundaban en Roma, despreciando todo peligro de contagio, ejercitaba su
misericordia con todos los desgraciados y todos los que necesitaban ayuda de
los demás. Fácilmente los encontraba; en primer lugar les incitaba a la
expiación uniendo sus padecimientos a los de Cristo, después les atendía con
todo cuidado, exhortándoles amorosamente a que aceptasen gustosos todas las
incomodidades como venidas de la mano de Dios y a que las soportasen por el
amor de aquel que había sufrido tanto por ellos.
Francisca no se contentaba con atender a los enfermos que
podía recoger en su casa, sino que los buscaba en sus chozas y hospitales
públicos. Allí calmaba su sed, arreglaba sus camas y curaba sus úlceras con
tanto mayor cuidado cuanto más fétidas o repugnantes eran.
Acostumbraba también a ir al hospital de Camposanto y allí
distribuía entre los más necesitados alimentos y delicados manjares. Cuando
volvía a casa, llevaba consigo los harapos y los paños sucios y los lavaba
cuidadosamente y planchaba con esmero, colocándolos entre aromas, como si
fueran a servir para su mismo Señor.
Durante treinta años desempeñó Francisca este servicio a los
enfermos, es decir, mientras vivió en casa de su marido y también durante este
tiempo realizaba frecuentes visitas a los hospitales de Santa María, de Santa
Cecilia en el Trastévere, del Espíritu Santo y de Camposanto. Y, como durante
este tiempo en el que abundaban las enfermedades contagiosas, era muy difícil
encontrar no sólo médicos que curasen los cuerpos, sino también sacerdotes que
se preocupasen de lo necesario para el alma; ella misma los buscaba y los
llevaba a los enfermos que ya estaban preparados para recibir la penitencia y
la Eucaristía. Para poder actuar con más libertad, ella misma retribuía de su
propio peculio a aquellos sacerdotes que atendían en los hospitales a los
enfermos que ella les indicaba”. El gran amor a los enfermos y desamparados, en
quienes veía la misteriosa Presencia de Nuestro Señor Jesucristo y en otras
grandes virtudes practicadas por la santa, es el mensaje de santidad que nos
deja Santa Francisca Romana.
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