San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 28 de octubre de 2021

San Judas contra los herejes e impíos

 



         La Carta de San Judas, en el Nuevo Testamento, es una de las más cortas; sin embargo, es también una de las más severas en lo que respecta al desvío intencional en las verdades y dogmas de la Santa Fe Católica, al advertir con firmeza acerca de herejes e impíos surgidos en el seno de la misma Iglesia. En efecto, San Judas advierte acerca de “los impíos que hacen de la gracia de nuestro Dios un pretexto para su libertinaje y niegan a nuestro único Dueño y Señor, Cristo Jesús”. Los impíos son los faltos de piedad, de amor y de adoración hacia Dios Nuestro Señor Jesucristo; son los que usan el nombre de católicos para llevar a cabo sus vilezas y abominaciones y esto sucede en el seno mismo de la Iglesia, porque así lo dice San Judas: “Se han deslizado entre ustedes ciertos hombres a los que Dios, de antemano reserva su condenación” (1, 4). Claro ejemplo de quienes usan el nombre de católicos, pero solo para cometer sus vilezas, son el Presidente de EE.UU., Biden y el Presidente de Argentina, Alberto Fernández, impulsores demoníacos del genocidio del aborto. Sin embargo, pueden promover todo el aborto que quieran, pero del Eterno Juez no se salvarán: de Dios nadie se burla. El destino de los impíos, de los faltos de piedad y de amor hacia Dios, es la eterna condenación. Luego hace un repaso de cómo Dios dio muerte a aquellos que, perteneciendo al Pueblo Elegido, sin embargo se mostraron incrédulos ante el verdadero Dios y decidieron postrarse ante los ídolos paganos: “Quiero recordarles que el Señor salvó a su pueblo del país de Egipto; y después dio muerte a los de entre ellos fueron incrédulos”. Después nombra a los ángeles caídos, los demonios, quienes fueron expulsados del Cielo por su rebelión contra Dios: “Hizo lo mismo (Dios) con los ángeles que no conservaron su domicilio, sino que abandonaron el lugar que les correspondía: Dios los encerró en cárceles eternas, en el fondo de las tinieblas, hasta que llegue el gran día del Juicio” (1, 5). Dios no perdona la impiedad, ni a los hombres, ni a los ángeles, nos advierte San Judas Tadeo.         Luego nombra a los habitantes de Sodoma y Gomorra, quienes también sufrieron la Ira de Dios, por atentar contra la naturaleza, creada por el mismo Dios: “Lo mismo que Sodoma y Gomorra y las ciudades vecinas que también se prostituyeron dejándose atraer por uniones contra la naturaleza, se ponen como ejemplo al padecer el castigo del fuego eterno” (1, 7).

         También da un consejo a los cristianos que desean vivir según la Ley de Dios, que se aparten de los hombres que sólo buscan su propio deseo carnal e impuro: “Ustedes, amadísimos, recuerden lo que anunciaron los apóstoles de Cristo Jesús nuestro Señor. Ellos les decían: Al fin de los tiempos habrá hombres que se burlarán de las cosas sagradas y vivirán según sus deseos impuros”. Esta clase de hombres, dice San Judas Tadeo, “no tienen al Espíritu Santo”: “Aquí tienen a hombres que causan divisiones, hombres terrenales que no tienen el Espíritu Santo”. El cristiano debe vivir orando en el Amor de Dios, el Espíritu Santo y así debe permanecer, esperando que Jesús lo lleve a la vida eterna: “En cambio ustedes, muy amados, construyan su vida sobre las bases de su santísima fe, orando en el Espíritu Santo. Manténganse en el amor de Dios, esperando la misericordia de Cristo Jesús nuestro Señor, que los llevará a la vida eterna”. El cristiano no debe permanecer callado, sino que debe “tratar de convencer a los que dudan”, para que así se salven de la eterna condenación, pero deben tener mucho cuidado de no participar de su pecado: “sálvenlos, arrancándolos de la condenación; a los demás trátenlos con compasión, pero con prudencia, aborreciendo hasta las ropas contaminadas por su cuerpo”.

         Por último, revela a quién debe ser dado todo el honor, el poder y la gloria: al Dios Uno y Trino, que nos salva por medio de Nuestro Señor Jesucristo: “Al Dios único que los puede preservar de todo pecado y presentarlos alegres y sin mancha ante su propia gloria, al único Dios que nos salva por medio de Cristo Jesús nuestro Señor, a él Gloria, Honor, Fuerza y Poder desde antes de todos los tempos, ahora y por todos los siglos de los siglos. Amén (1, 17-25)”.

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