Vida de santidad[1].
San Policarpo, obispo de Esmirna, mártir, nació en el año 69
y murió en el 155. Es uno de los llamados “Padres Apostólicos”, por su estrecha
relación con el Apóstol San Juan y San Ireneo, San Ignacio y otros padres de la
Iglesia. Policarpo, discípulo de los apóstoles y obispo de Esmirna, dio
hospedaje a Ignacio de Antioquía. Hizo un viaje a Roma para tratar con el papa
Aniceto la cuestión de la fiesta de la Pascua y sufrió el martirio hacia el año
155, siendo quemado vivo en el estadio de la ciudad.
Mensaje de santidad.
Su mensaje de santidad está estrechamente relacionado con
sus reacciones frente a la herejía y con su testimonio de la divinidad de
Cristo, entregando la vida por esta verdad. La tradición cuenta que, habiéndose
encontrado San Policarpo con Marción en las calles de Roma, el hereje le
increpó, al ver que no parecía advertirle: “¿Qué, no me-conoces?”. “Sí -le
respondió Policarpo-, sé que eres el primogénito de Satanás”. Para el santo, el
contaminar la Verdadera Fe Católica con doctrinas extrañas y contrarias a los
dogmas, era equivalente a ser “hijo de Satanás”. Debemos aprender del santo y
rechazar por lo tanto todo lo que contamine nuestra fe, como por ejemplo, la
superstición –la cinta roja contra la envidia, el rezo a ídolos paganos
demoníacos como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, San La Muerte, aunque
también son ídolos el dinero, el poder y los placeres terrenos.
Sucedió que estando San Policarpo en Roma, se desató una
persecución contra los cristianos; el santo había huido a un pueblo vecino,
pero un esclavo, al que habían amenazado para que lo delatara, terminó
finalmente entregándolo. Así, el martirio de San Policarpo fue realmente
evangélico, porque el santo no se entregó, sino que esperó a que le arrestaran
los perseguidores, siguiendo el ejemplo de Cristo. Fue conducido a la ciudad montado
en un asno; en el camino se cruzó con el tirano Herodes y el padre de éste,
Nicetas, quienes trataron de persuadirle de que no “exagerase” su cristianismo y
le decían: “¿Qué mal hay en decir “Señor” al César, o en ofrecer un poco de
incienso para escapar a la muerte?”. Hay que notar que la palabra “Señor”
implicaba en aquellas circunstancias el reconocimiento de la divinidad del
César, lo cual es completamente falso, porque el César es un humano más como
todos nosotros: sólo Jesucristo es el Hombre-Dios y sólo a Él hay que llamar “Señor”,
es decir, “Dios”. Ahora bien, como no estaba dispuesto a llamar “Dios” a un
humano más entre tantos, el obispo respondió: “Estoy decidido a no hacer lo que
me aconsejáis”. Al oír esto, Herodes y Nicetas le arrojaron del carruaje con
tal violencia, que se fracturó una pierna. El procónsul insistió: “Jura por el
César y te dejaré libre; reniega de Cristo”. Pero el santo, haciendo recordar
al testimonio de los Macabeos, en el Antiguo Testamento, quienes nos dan
ejemplo de cómo es preferible la muerte antes que cometer un acto de apostasía,
como sería el de quemar incienso a los ídolos para salvar la vida, se negó
nuevamente a jurar por el César y dijo: “Durante ochenta y seis años he servido
a Cristo, y nunca me ha hecho ningún mal. ¿Cómo quieres que reniegue de mi Dios
y Salvador? Si lo que deseas es que jure por el César, he aquí mi respuesta:
Soy cristiano”. Entonces, el procónsul lo amenazó: “Tengo fieras salvajes”. “Hazlas
venir -respondió Policarpo-, porque estoy absolutamente resuelto a no
convertirme del bien al mal, pues sólo es justo convertirse del mal al bien”.
El procónsul replicó: “Puesto desprecias a las fieras te mandaré quemar vivo”.
Policarpo le dijo: “Me amenazas con fuego que dura un momento y después se
extingue; eso demuestra ignoras el juicio que nos espera y qué clase de fuego
inextinguible aguarda a los malvados. ¿Qué esperas? Dicta la sentencia que
quieras”. San Policarpo prefería sufrir el fuego material y no el fuego eterno
del Infierno. El procónsul ordenó que un heraldo gritara tres veces desde el
centro del estadio: “Policarpo se ha confesado cristiano”. Al oír esto, la
multitud exclamó: “¡Éste es el maestro de Asia, el padre de los cristianos, el
enemigo de nuestros dioses, que enseña al pueblo a no sacrificarles ni
adorarles!”. Entonces la multitud, enardecida pidió que Policarpo fuera quemado
vivo.
En
cuanto el procónsul accedió a su petición, todos se precipitaron a traer leña
de los hornos, de los baños y de los talleres. Al ver la hoguera prendida,
Policarpo se quitó los vestidos y las sandalias, para entregarse como
holocausto en honor de Cristo. Los verdugos querían atarle, pero él les dijo: “Permitidme
morir así. Aquél que me da su gracia para soportar el fuego me la dará también
para soportarlo inmóvil”. Alzando los ojos al cielo, Policarpo hizo la siguiente
oración: “¡Señor Dios Todopoderoso, Padre de tu amado y bienaventurado Hijo,
Jesucristo, por quien hemos venido en conocimiento de Ti, Dios de los ángeles,
de todas las fuerzas de la creación y de toda la familia de los justos que
viven en tu presencia! ¡Yo te bendigo porque te has complacido en hacerme vivir
estos momentos en que voy a ocupar un sitio entre tus mártires y a participar
del cáliz de tu Cristo, antes de resucitar en alma y cuerpo para siempre en la
inmortalidad del Espíritu Santo! ¡Concédeme que sea yo recibido hoy entre tus
mártires, y que el sacrificio que me has preparado Tú, Dios fiel y verdadero,
te sea laudable! ¡Yo te alabo y te bendigo y te glorifico por todo ello, por
medio del Sacerdote Eterno, Jesucristo, tu amado Hijo, con quien a Ti y al
Espíritu sea dada toda gloria ahora y siempre! ¡Amén!”.
No
bien había acabado de decir la última palabra, cuando la hoguera fue encendida.
“Pero he aquí que entonces aconteció un milagro ante nosotros, que fuimos
preservados para dar testimonio de ello -escriben los autores de esta carta-:
las llamas, encorvándose como las velas de un navío empujadas por el viento,
rodearon suavemente el cuerpo del mártir, que entre ellas parecía no tanto un
cuerpo devorado por el fuego, cuanto un pan o un metal precioso en el horno; y
un olor como de incienso perfumó el ambiente”. Los verdugos, recibieron la
orden de atravesar a Policarpo con una lanza; al hacerlo, brotó de su cuerpo
una paloma y tal cantidad de sangre, que la hoguera se apagó. La muerte
martirial de San Policarpo imita y participa de la muerte en Cruz de Nuestro
Salvador: Él también murió abrasado, pero por el Fuego del Espíritu Santo y
cuando le traspasaron el Corazón con la lanza, brotó Sangre y Agua y con ellos,
el Espíritu Santo que se derramó sobre las almas como un océano de
Misericordia.
Horror
ante la herejía, es decir, a la contaminación de la Verdadera Fe Católica;
rechazo de los ídolos paganos; fortaleza y
valentía ante la persecución del poder terreno a quien profese a Cristo;
amor sobrenatural a Cristo hasta el punto de dar la vida en testimonio de su
divinidad, ése es el legado de santidad de San Policarpo.
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