Nació en Galilea y era hijo de Zebedeo y hermano de Santiago
el Mayor. Su oficio era el de pescador. Junto con Andrés, fue uno de los dos
primeros discípulos de Jesús. Los dos eran también discípulos de Juan Bautista
y un día al escuchar que el Bautista señalaba a Jesús y decía: “Éste es el Cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo”, se fueron detrás de Él. Jesús se
volvió y les dijo: “¿Qué buscan?”. Ellos le respondieron: “Señor: ¿dónde
habitas?”. Y Jesús les dijo: “Vengan y verán”. Y se fueron con él y estuvieron
en su compañía toda la tarde recibiendo sus enseñanzas. Durante toda su vida,
jamás Juan podrá olvidar el día, la hora y el sitio en que se encontró por
primera vez con Jesucristo. Fue el momento más decisivo de su existencia,
porque fue su encuentro personal con el Mesías y Redentor de los hombres.
Juan
estaba después un día con su hermano Santiago, y con sus amigos Simón y Andrés,
remendando las redes a la orilla del lago, cuando pasó Jesús y les dijo: “Vengan
conmigo y los haré pescadores de almas”. Inmediatamente, dejando a su padre y a
su empresa pequeña, se fue con Cristo a dedicarse para siempre y por completo a
extender el Reino de Dios. Juan evangelista formaba parte, junto con Pedro y
Santiago, del pequeño grupo de preferidos que Jesús llevaba a todas partes y
que presenciaron sus más grandes milagros: los tres estuvieron presentes en la
Transfiguración; presenciaron la resurrección de la hija de Jairo; los tres
presenciaron la agonía de Cristo en el Huerto de los Olivos. Y junto con Pedro,
fue este apóstol encargado por Jesús de prepararle la Última Cena. A Juan y su
hermano Santiago les puso Jesús un sobrenombre: “Hijos del trueno”, debido a
que un día fueron los apóstoles a pedir hospedaje en un pueblo de samaritanos
(que odiaban a los judíos) y nadie les quiso proporcionar nada. Entonces los
dos hermanos le propusieron a Jesús que les mandara a los samaritanos “fuego
desde el cielo”. Esto lo dijeron porque no habían comprendido todavía que el “fuego
del cielo” que Jesús había venido a traer es un fuego desconocido para los hombres,
el Fuego del Espíritu Santo.
En
la Última Cena, San Juan Evangelista tuvo el honor de recostar su cabeza sobre
el corazón de Cristo y pudo así escuchar los latidos del Sagrado Corazón. Juan
Evangelista fue el único de los apóstoles que estuvo presente en el Calvario al
morir Jesús, recibiendo de Jesús –y, en su persona, toda la humanidad- el más
preciado don después de su Cuerpo y su Sangre entregados en la Cruz: recibió el
regalo de la Virgen como Madre adoptiva suya al decirle: “He ahí a tu madre”,
además de recibir el encargo de cuidar a María Santísima al decirle a la
Virgen: “He ahí a tu hijo”.
El
Domingo de Resurrección, fue el primero de los apóstoles en llegar al sepulcro
vacío de Jesús, llegando antes que Pedro, aunque por respeto a su cargo –Pedro era
el Papa- lo dejó entrar a él primero y luego entró él también. Luego de ver el
sepulcro vacío, creyó que Jesús había resucitado.
Después
de la resurrección de Cristo, en el episodio de la segunda pesca milagrosa,
Juan fue el primero en darse cuenta de que el que estaba en la orilla era
Jesús. Vivió hasta el año 100, y fue el único apóstol al cual no lograron matar
los perseguidores. Juan, para cumplir el mandato de Jesús en la cruz, se
encargó de cuidar a María Santísima como el más cariñoso de los hijos. Con Ella
se fue a evangelizar a Éfeso y la acompañó hasta la hora de su gloriosa dormición
o tránsito de esta vida al cielo con su cuerpo y alma glorificados. El
emperador Dominiciano quiso matar al apóstol San Juan y lo hizo arrojar en una
olla de aceite hirviente, pero él sobrevivió absolutamente indemne, sin sufrir
daño alguno. Entonces fue desterrado de la isla de Patmos, donde escribió el
Apocalipsis.
Después
volvió otra vez a Éfeso donde escribió el Evangelio según San Juan, libro que tiene
un estilo elevadísimo y es impresionantemente hermoso. Agrada mucho a las almas
místicas, y ha convertido a muchísimos con su lectura. A San Juan Evangelista
se lo representa como un águila, porque así se quiere significar que es el
escritor de la Biblia que se ha elevado a más grandes alturas de espiritualidad
con sus escritos. Ningún otro libro tiene tan elevados pensamientos como en su
evangelio. Dice San Jerónimo que cuando San Juan era ya muy anciano se hacía
llevar a las reuniones de los cristianos y lo único que les decía siempre era
esto: “Hermanos, ámense los unos a otros”. Una vez le preguntaron por qué
repetía siempre lo mismo, y respondió: “Es que ese es el mandato de Jesús, y si
lo cumplimos, todo lo demás vendrá por añadidura”. San Epifanio dice que San
Juan murió hacia el año cien, a los 94 años de edad. Afirman los antiguos
escritores que amaba mucho a todos pero que les tenía especial temor a los
herejes porque ellos con sus errores pierden muchas almas.
Mensaje de santidad.
Parte de su mensaje de santidad lo encontramos en el inicio
de su Evangelio, en donde describe a Jesús como al Hombre-Dios, es decir, como
a Dios, hecho hombre perfecto, sin dejar de ser Dios. En efecto, el
Evangelista, que se eleva a las alturas de lo sobrenatural para contemplar a
ese Sol de justicia que es Dios Uno y Trino, así como el águila se eleva hacia
el cielo mirando fijamente al sol, describe a Jesús como “el Verbo” y lo
describe como Dios, porque estaba junto a Dios y lo describe también como la
Vida –la vida divina de Dios Trinidad- y como la Luz de los hombres, porque en
verdad Dios, en su Acto de Ser purísimo y perfectísimo, es Luz eterna y Vida
divina. Para el Evangelista Juan Jesús, entonces, es Dios, es el Verbo de Dios,
la Sabiduría de Dios, la Palabra de Dios eternamente pronunciada y es un Verbo que
es Vida y que es Luz divina y eterna. Pero el Evangelista Juan también describe
a Jesús desde el punto de vista terreno o humano, así como el águila, que está
en las alturas, ve al cordero que está abajo, en la tierra, para dirigirse
hacia él. El Evangelista Juan dice que “el Verbo se hizo carne”, es decir, el
Verbo Eterno del Padre se encarnó –en el seno virginal de María Santísima- y “puso
su morada” entre los hombres, porque al encarnarse, tomó el nombre de “Emanuel”,
es decir, Dios con nosotros. Entonces, así como el águila, por un lado, remonta
vuelo hacia el sol y lo contempla fijamente, pero al mismo tiempo puede ver al
cordero que está abajo en la tierra, así el Evangelista Juan, elevándose por
obra del Espíritu Santo, contempla al Sol de justicia, Cristo Jesús, como Verbo
del Padre, que es Dios y que está junto al Padre, junto a Dios, pero también lo
contempla como Cordero de Dios, es decir, como Dios Hijo encarnado para nuestra salvación. “El
Verbo era Dios (…) el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (…) el Verbo
era la Vida (…) el Verbo era la Luz que ilumina a todo hombre”. Por último, el
Evangelista Juan describe al Verbo, además de Luz y de Vida, como Amor: “Dios
es Amor”. Junto al Evangelista Juan, contemplemos al Verbo de Dios encarnado,
que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, en el Santísimo Sacramento del
altar y junto al Evangelista, nos postremos ante el Verbo de Dios encarnado que
está en la Eucaristía y lo adoremos y lo amemos con todas las fuerzas de las
que seamos capaces, para seguir adorándolo y amándolo por la eternidad.
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