Vida de santidad[1].
San
Alfonso nació en Nápoles el 27 de septiembre de 1696. Sus padres Don José de
Liguori y Doña Ana Cavalieri eran de familias nobles y distinguidas. Era un “niño
prodigio” que demostraba, entre otras cosas, una gran facilidad para los
idiomas, pero también para las ciencias, el arte, la música y muchas otras
disciplinas. Empezó a estudiar leyes a los 13 años y a los 16 años presentó el
examen de doctorado en derecho civil y canónico en la Universidad de Nápoles. A
los 19 años ya era un abogado famoso.
Mensaje
de santidad[2].
De
toda su vida de santidad, podemos destacar un mensaje destinado a pensar en las
postrimerías, es decir, en lo que sucede en la muerte y luego de ella. San Alfonso
escribió para este propósito el libro llamado “Preparación para la muerte”, en
donde el santo proporciona diversas meditaciones sobre las verdades eternas
-muerte, juicio particular, cielo, purgatorio, infierno- destinadas a aquellas
almas que desean crecer en su vida espiritual.
Dice
así San Alfonso: “El lector debe rezar siempre, pidiendo la gracia de la
perseverancia y del amor a Dios, porque éstas son las dos gracias más
necesarias para alcanzar la eterna salvación”. Es decir, debemos pedir siempre
la gracia de la perseverancia final, tanto en las obras de misericordia, como
en la fe, ya que esto nos garantiza, si obramos dedicando estas obras a Jesús y
además ayudados por la gracia y por el Inmaculado Corazón de María, el ingreso
al menos en el Purgatorio.
Luego
San Alfonso dice algo muy importante para la vida espiritual, dando las razones
para pedir constantemente, en la oración, la gracia del Amor Divino, el cual es
infinitamente distinto al amor humano, este último cargado de concupiscencia e
inclinado, por el pecado original, hacia el mal. Dice así San Francisco de
Sales: “La gracia del amor divino es aquella gracia que contiene en sí a todas
las demás, porque la virtud de la caridad para con Dios lleva consigo todas las
virtudes. Quien ama a Dios es humilde, casto, obediente, mortificado...; posee,
en suma, las virtudes todas. Por eso decía San Agustín: “Ama a Dios y haz lo
que quieras”, pues el que ama a Dios evitará cuanto pueda desagradar al Señor,
y sólo procurará complacerle en todo”. Aquí podemos ver la sabiduría de San
Alfonso, porque los satanistas tienen como primer mandamiento: “Haz lo que quieras”,
pero sin el Amor da Dios; en cambio, el que ama a Dios en primer lugar, luego sí
podrá hacer lo que quiera, porque lo hará todo en su Divino Amor, sin
perjudicar a nada ni a nadie.
Continúa
el santo: “La otra gracia de la perseverancia es aquella que nos hace alcanzar
la eterna salvación. Dice San Bernardo[3] que el cielo está
prometido a los que comienzan a vivir santamente; pero que no se da sino a los
que perseveran hasta el fin. Mas esta perseverancia, como enseñan los Santos
Padres, sólo se otorga a los que la piden. Por lo cual afirma Santo Tomás (3
p., q. 30, art. 5) que para entrar en la gloria se requiere continua oración,
según lo que antes había dicho nuestro Salvador (Lc 28, 1): Conviene
orar siempre y no desfallecer; de aquí procede que muchos pecadores, aunque
hayan sido perdonados, no perseveran en la gracia de Dios, porque después de
alcanzar el perdón olvidan pedir a Dios perseverancia, sobre todo en tiempo de
tentaciones, y recaen miserablemente. Y aunque el don de la perseverancia es
enteramente gratuito y no podemos merecerle con nuestras obras, podemos, sin
embargo, dice el Padre Suárez, alcanzarle infaliblemente por medio de la
oración, como había dicho ya San Agustín[4]. Nos enseña el santo aquí
que la oración es clave no solo para obtener el perdón, sino para, luego de ser
perdonado, perseverar en la oración, porque les sucede a muchos que, una vez
perdonados o una vez liberados de alguna tribulación, se desentienden de Dios,
olvidando completamente el beneficio que de Él habían recibido.
Finaliza
luego el santo, pidiendo oraciones por él y prometiendo que él rezará por el fiel
devoto, desde el cielo: “Ruego al que leyere este libro, ya en mi vida, ya
después de mi muerte, que me encomiende mucho a Jesucristo, y yo prometo hacer
lo mismo por todos los que tengan para conmigo esa caridad. ¡Viva Jesús,
nuestro amor, y María, nuestra esperanza!”.
Encomendémonos
a San Alfonso para que el santo nos obtenga la gracia del perdón, de la
perseverancia y del obrar la misericordia, para que así el día de nuestra
muerte sea, por la Infinita Misericordia de Dios, el día en el que ingresemos
en la vida eterna, en el Reino de los cielos.
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